viernes, 31 de diciembre de 2010

Balada triste de trompeta (Alex De la Iglesia, 2010): Fallidos Suspiros de España




Ganadora del premio a mejor guión y del León de Plata a mejor dirección en el último festival de Venecia, uno de los más prestigiosos de Europa, Balada triste de trompeta, última película del actual presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, se intuía como obra cumbre de la filmografía de su autor. Y es que tras ese pomposo cargo no se oculta otro que Alex De La Iglesia, enfant terrible del cine español de los 90, autor tan personal como exitoso de filmografía tan fascinante como irregular.

Desde el perversamente divertido cortometraje
Mirindas asesinas el realizador bilbaíno se ha dedicado a fusionar una ácida mirada hacia la sociedad española, heredera en muchos aspectos del mejor Berlanga, con múltiples referencias freaks al cómic y al cine de serie B, mezcla que dio sus frutos en películas como Acción mutante, El día de la Bestia, La Comunidad o Crimen Ferpecto. Después de Los Crímenes de Oxford, en la cual dejó a un lado sus características más personales para llevar a cabo una fría adaptación literaria, parecía que volvía el De la Iglesia más desquiciado y estimulante con Balada triste de trompeta, y, aunque esto en cierto modo es verdad, no se puede decir que la película sea un triunfo, en todo caso lo contrario. Y es que, aunque se trata claramente de un proyecto honesto surgido de las entrañas del realizador, el bilbaíno no ha logrado llevar a buen puerto su idea, y es por eso que su fracaso duele más que si se tratara de una película de encargo.

1936. Estalla la guerra civil española, y un payaso del circo es reclutado por el bando republicano para combatir a los franquistas. Tras una violenta batalla será detenido y encarcelado, por lo que su hijo quedará huérfano, acumulando odio y resentimiento contra el bando ganador. Casi cuarenta años después, ya en la recta final del franquismo, ese niño se ha convertido en un hombre apocado e inseguro que desea trabajar en el circo, igual que su padre, pero que debido a las características de su vida sólo puede actuar como payaso triste, aquél del que se ríen los niños cuando recibe los golpes de su antagonista, el payaso tonto. Este es encarnado por un delincuente violento y autoritario que tiene subyugados a todos los miembros de la troupe circense, incluyendo a una atractiva y voluble trapecista de la que el payaso triste se enamora irremisiblemente. Debido a esta mujer un enfrentamiento de imprevisibles consecuencias se desata entre los dos hombres, un enfrentamiento que tiene como marco un momento de intensos cambios políticos y sociales en España.



Solamente leyendo la sinopsis cualquiera se da cuenta de que esta historieta de enemistades irreconciliables trasciende la anécdota para simbolizar “algo más”, algo que sería fácilmente interpretable como el eterno enfrentamiento entre las dos Españas, la nacional y la republicana, el cual lleva condicionando la vida en nuestro país desde hace casi ochenta años. De la Iglesia pretende convertir a los dos bandos en un par de payasos desquiciados, idea no sé si brillante pero desde luego sí que llamativa, que, llevada de manera adecuada a la pantalla, podía haber dado un resultado explosivo. Lamentablemente se queda en eso, una idea, debido a una serie de problemas que a continuación paso a enumerar.

El primero y más grave se debe a la ausencia del guionista habitual del director, Jorge Guerricaechevarría, que a partir de este momento debe ser considerado uno de los pilares básicos del cine de De la iglesia, pues sin él el personal mundo del director no encuentra una vía sólida a través de la que canalizarse, y se acaba perdiendo en la confusión y la incapacidad expresiva. Y es que los diálogos de Balada triste… son de una torpeza inimaginable en un realizador de probado talento como el bilbaíno, y de tan explícitos y repetitivos llegan a resultar dolorosos para el oído del espectador; es por ello que el desarrollo dramático de los personajes resulta tan brusco como incoherente (sólo hay que analizar la actitud de la trapecista hacia el payaso triste para comprobar esto último), y que los momentos freaks, los únicos en los que el director parece sentirse realmente cómodo, invaden el relato con una falta de naturalidad pasmosa en alguien que en anteriores trabajos había logrado fundir lo costumbrista y lo grotesco de manera magistral. Y es que esta es una película que avanza a trompicones, con una manifiesta inseguridad hacia lo que está narrando que la lleva a caer en torpes subrayados y a centrarse en personajes que no llevan a ninguna parte y cuyas acciones resultan poco menos que incomprensibles (me refiero a los restantes integrantes de la troupe circense, y en especial al motorista volador, cortésmente cedido por el programa vasco Vaya Semanita).

Sin embargo no sólo el guión supone un punto débil, pues estéticamente la cinta resulta sorprendentemente fea y descuidada, indigna de alguien que llevó a cabo las elegantes puestas en escena de El día de la bestia o La Comunidad. Por algún motivo De la Iglesia ha pasado a rodar con cámara temblorosa planos de apenas tres segundos, a cortar escenas sin dejar que las situaciones y personajes en ellas se desarrollen, y a filmar la violencia de manera tan efectista como carente de capacidad de impacto, a diferencia de, por ejemplo, El día de la bestia, en la cual las palizas y los disparos eran mostrados a bocajarro, manteniendo una continuidad en la puesta en escena que permitía identificarse con el maltrato físico que sufrían los personajes. Aquí, por el contrario, los momentos ultraviolentos son retratados mediante un montaje entrecortado que difumina la realidad de lo que está ocurriendo y lo hace más digerible para el espectador, en la estela de los peores thrillers hollywoodienses. Es una lástima, pues este realizador, notable heredero de Berlanga, había demostrado capacidad para moverse en el caos y retratarlo dentro de los límites del plano o del plano-secuencia, pero en esta ocasión ha caído en el embarullamiento más vulgar y mainstream.

Es cierto que hay algunos buenos momentos, no voy a negarlo, pero estos no hacen sino realzar el desastre del conjunto. Por ejemplo, me parece excelente la secuencia de la cena entre los miembros del circo, en la que una medida puesta en escena permite a los actores insuflar de vida a sus personajes, quedando magistralmente retratadas sus respectivas personalidades; también es destacable la desconcertante aparición de Franco en una secuencia plagada de simbolismos, así como los explosivos títulos de crédito, que, paradójicamente, pueden tratarse de lo mejor de todo el filme. Destellos de talento, de poder, que no hacen sino perderse en un maremágnum caótico… caótico para mal, claro.

Escribir estas líneas me ha dolido bastante, pues tenía grandes esperanzas en la susodicha balada; sin embargo he tenido que resignarme a comprobar que lo que podía haber sido una memorable gamberrada en la línea de Malditos Bastardos que a la vez actuara como metáfora de la realidad de nuestro país al final se ha quedado en una chufla inconexa y cansina. La próxima vez será, Álex.

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