domingo, 26 de diciembre de 2010

"El desencanto", de Jaime Chávarri. Escribir en España no es llorar.

1962, la ceremonia funeraria llora a su poeta. Astorga homenajea a Leopoldo Panero, miembro de la poesía arraigada post-guerra civil practicada por los vencedores, representantes del nuevo orden, en tiradas de versos religiosos que buscan estabilidad y equilibrio recuperando las formas tradicionales. Envuelta en un B/N con piano de Schubert, así abre El Desencanto (1976, Jaime Chávarri), película-documental que rompe y desenmascara la imagen de un hombre y un estado cargados de hipocresía y despotismo bajo su capa de fingida pulcritud.

Ideada con la modesta apariencia de un cortometraje sobre el recuerdo de Leopoldo, el proyecto sería desmesuradamente llevado a cabo en los últimos coletazos del tardofranquismo. Perteneciente a la escuela incorfomista del cine español, la de Zulueta, Drove, Gasset o Patino, Chávarri alcanza su primer éxito en una cinta que ante la evidente limitación de medios fía su consecución a los 97 minutos de improvisados diálogos con la familia Panero: el resultado es espontáneo y sorprendente, una joya de culto cotidiana y sin tapujos que arrasa todo plan inicial, un tratado de honestidad que exhibe los entresijos de la citada dinastía literaria y de la familia como concepto global en una época aporreada por la terquedad.

Cuatro figuras esenciales participan en la cinta, asumiendo acertadamente identidades complementarias. Felicidad Blanc, esposa del padre de familia, como afectada más directa, despojada de la holgura de la vida franquista para la burguesía acomodada, y sus hijos: enfrentados Juan Luis y Leopoldo María, con Michi (el popularizado por Nacho Vegas) cercano a su madre como elemento divertido y extravagante. Un anticipado fracaso de los excesos que traería el desenfreno posterior, resquebrajamiento retratado en la continuista Después de tantos años (1994, Ricardo Franco). El documento conmocionó al país y el impacto de la película fue censurado.

Esquizofrénico y drogadicto, ex-presidiario y suicida, Leopoldo Panero hijo se hace con el control a mitad del metraje tras sus reticencias iniciales a participar de él. Rebelde y maldito, dominado por ataques de locura (¿Qué es la locura?) que algunos creen intencionados y una desafiante y personalísima autonomía antisocial en su camino personal y poético, hablamos de un personaje diferente. Sus versos atroces, impregnados de ataques y aisladamente de insólita belleza, carecen de normas reguladoras, tomando voz para vivificar una característica incorregible y repudiada de quien fue la gran complicación familiar: molestar. Su visión vital rechaza aquello que Larra sentenció como "escribir en este país es llorar". O morir, como apuntó Cernuda. Escribir en este país es beber, y beber mal, en la incomprensión, en la rabia, en la sombra de la absoluta indiferencia.

Atormentado todavía en la ausencia por su autoritario padre y al lado de una madre atónita que aguanta estoicamente sus reproches e incontinencias, la relación familiar también queda relegada en ocasiones y el film se convierte en un manifiesto de lucidez. Panero se apodera de la pantalla y nos confiesa que el fracaso es la más resplandeciente victoria, que el colegio es una negadora institución penal, que la sociedad más que por intercambio mercantil se rige por el de humillaciones, que el alcoholismo conduce irrevocablemente a la soledad y que todo roce empieza en la autodestrucción; máximas del desencanto, reincidencias que revelan la pavorosa certeza mundana de que en la infancia vivimos, y en lo demás sobrevivimos.

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