sábado, 9 de abril de 2011

James Bond (III): el renacer de la saga, la ceja de Roger Moore y la invisibilidad de Timothy Dalton.

Tras haber sido abandonado por su colaborador habitual Harry Saltzman, Albert R. Broccoli se erigió como el gran único productor de la serie que, tras el fiasco de El hombre de la pistola de oro, se impuso como misión demostrar que Bond todavía era rentable.

Después de 3 años congelado, James Bond regresó con La espía que me amó (Lewis Gilbert, 1977), película que rompe con sus predecesoras y que actualiza el patrón a imitar que ya se fijó en Goldfinger para las sucesivas entregas. Este modelo se ha imitado desde entonces hasta la última película de Pierce Brosnan, Muere otro día (2002), con alguna rara excepción como Licencia para matar (1989, fecha tras la cual la saga casi vuelve a morir). A partir de aquí aumentan considerablemente las dosis de gadgets y chicas atractivas y Bond se esforzará por estar siempre a la última y ser el mejor en todo: el más listo, el mejor luchador, el más ligón, adaptándose ocasionalmente a las modas más pujantes del momento, como resultará particularmente evidente en casos como el de Moonraker (1979).

En resumidas cuentas, La espía que me amó supone una enorme inyección de energía en la saga. En ella, Bond (Roger Moore) se alía con una bella agente rusa para combatir a Stromberg, un poderoso psicópata que pretende acabar con la vida sobre la tierra y trasladarla al mar. ¿Cómo? Muy sencillo, secuestrando submarinos rusos y americanos para provocar la Tercera Guerra Mundial.

unque el guión es una clara revisión del argumento de Solo se vive dos veces (parece mucha casualidad de ambas cintas tengan además el mismo director), se trata sin embargo de uno de los mejores filmes de la etapa Moore, en el que destacan el tema Nobody does it better y el gran invento del Lotus Esprit submarino.

El nuevo enfoque de la serie se aprecie ya desde el teaser (la secuencia precedente a los créditos). Bond acaba de acostarse con una rubia, recibe un mensaje de M en su reloj y, tras un par de gracietas, abandona la cabaña en los Alpes donde se encuentra para ser perseguido por los rusos sobre esquíes.

Una vez acaba con ellos (sin sofocarse mucho, y además, sobrado en sus habilidades: esquía de espaldas y hace saltos mortales), cae por un precipicio y, en el vacío, abre un paracaídas con la bandera del Reino Unido, salvando así su vida y dando paso a los créditos.La espía que me amó reenganchó al público perdido y resultó un grandísimo éxito comercial. Asimismo, sirvió para que Roger Moore acabara de sentirse cómodo con el personaje y empezara a hacerlo suyo.

En la siguiente entrega, Moonraker (Lewis Gilbert, 1979), todo se torna aún más excesivo. Visto el éxito que había cosechado La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) entre el público de la época, Broccoli, el procuctor, decidió enviar a Bond al espacio. Es exagerado el uso que se hace del slapstick y la comedia barata, que reducen considerablemente la tensión; sin embargo, la película tiene unos efectos especiales prodigiosos, acompañados por la deslumbrante banda sonora del habitual de la serie, John Barry. Me gusta mucho el teaser: una caída libre en la que Bond lucha por conseguir un paracaídas.
El exceso de humor fácil actúa en detrimento de la calidad del filme, muy difícil de tomar en serio. Aun siendo el título de la saga que más recaudó hasta la fecha, los fans reclamaban un poco de seriedad y serenidad, pues los nuevos títulos apenas tenían que ver con los míticos filmes de Connery. Así pues, y visto que James Bond había recuperado plenamente a su gran público, atrayendo también a la nueva generación de los setenta, Broccoli decidió compensar a los fans y volverse más formal con la siguiente entrega.

Solo para sus ojos
(John Glen, 1981) es una de las peores películas de la saga sin lugar a dudas y, personalmente, es la que más me cuesta ver, junto a El hombre de la pistola de oro. Su ritmo es pesado, la trama es un lío y en todo momento se tiene sensación de pobreza (estética, formal, intelectual...). Resulta ofensiva la caracterización que se hace de España, presentando Madrid como una ciudad puramente rural.
Hay que hacer hincapié también en lo mal dirigida que está: apenas se pueden salvar un par de escenas de acción (la persecución sobre esquíes y la de coches en “España”, un país en cuya capital la gente recoge aceitunas y tiene acento mejicano).

Resulta absurdo y en vano el intento de enlazar este filme con los de los 60 presentando en el teaser a Moore llevando flores a su esposa fallecida y más tarde enfrentándose a un villano misteriosamente parecido a Blofeld (a quien creíamos muerto). Por lo demás, a pesar del éxito de taquilla logrado (algo inferior al de Moonraker) y del aplauso de algunos críticos, creo no equivocarme al considerar Solo para sus ojos un patinazo. De ahí que muchas de las intenciones de recuperar elementos de las cintas clásicas desaparezcan de cara a la siguiente entrega, Octopussy, para mí, junto a Vive y deja morir y La espía que me amó, las tres más notables de la etapa Moore.

Octopussy
(John Glen, 1983) podría y debería haber sido la última aparición de Roger Moore encarnando a Bond. Ya antes del rodaje de Solo para sus ojos el actor había planteado a Broccoli que quería abandonar la saga; sin embargo, el productor le convenció y Moore siguió hasta 1985.

Aunque al principio abusa del humor que se estilaba en las entregas de los 70, se trata de una película de acción muy bien resuelta. Conviene destacar el tema principal (All time high, interpretado por Rita Coolidge), la recuperación del otrora galán Louis Jourdan (visto en títulos como Gigi [Vincente Minelli, 1957] o Carta a una mujer desconocida [Max Ophüls, 1948]) como Kamal Khan (el malo), así como todo el metraje que tiene que ver con el intento de atentado en el circo de Octopussy, durante el que el interés y la tensión van en aumento hasta el final: se trata de un tramo de película muy bien montado y desarrollado.

La edad a estas alturas le estaba pasando factura a Moore, ya cerca de la sesentena, cosa que nadie duda: las arrugas le pesan y cada vez necesita de más dobles para poder sacar adelante las escenas de acción. Bond se hace viejo y los guionistas lo saben; es por ello que en esta ocasión le colocan como mujer a conquistar a una mujer madura, la bella Maud Adams, inolvidable en su papel. Octopussy es una película que mantiene la atención del espectador hasta el final y que, al contrario que Solo para sus ojos y a pesar de los lastres con los que carga, tiene bastante vida.

Panorama para matar
(John Glen, 1985) es, como he dicho, la última intervención de Sir Roger en la saga con 58 años, repito, 58. A pesar de los liftings faciales y las curas de adelgazamiento, es innegable que el actor ya no estaba para el personaje: precisamente la edad de “Bond” y todo lo que ello acarrea le restan credibilidad al episodio, ya bastante falto de originalidad. El espectador no puede comprender por qué todas esas rubias en la flor de su juventud sucumben ante Moore, de quien dijo un crítico: “No es que esté ya madurito…¡Es que está a punto de caerse del árbol!”. Hay secuencias en las que tienen más planos sus dobles que él.

En esta película hay pocas cosas reseñables, para ser sinceros, pero entre ellas están los malos Christopher Walken (teñido de rubio, como Max Zorin) y Grace Jones (haciendo de la masculina May Day), así como el score de John Barry, cuyo tema principal, interpretado por Duran Duran, fue un éxito en su día.

La siguiente etapa de la saga, con Timothy Dalton como protagonista, se compone tan solo de 2 películas, entretenidas y más que aceptables, sobre todo la primera, pero en ella no existen demasiados aspectos reseñables a nivel global salvo el rejuvenecimiento de Bond y el cambio a un nuevo actor formado en el teatro clásico de Shakespeare, quizás algo más sosillo, que no logra adaptarse plenamente al personaje. Sin embargo, con estos dos filmes se recuperan en cierto modo la seriedad y la violencia tan olvidadas en los episodios protagonizados por Roger Moore.

En 007: Alta tensión (John Glen, 1987) destacan Jeroen Krabbé, actor habitual del director holandés Paul Verhoeven y el tema principal interpretado por el grupo A-ha, muy de moda en aquellos años, en el cual se inspira el resto de la banda sonora de John Barry. Conviene resaltar también el guión de la película, bien escrito y consistente. Sin embargo, los guionistas no saben cómo acertar del todo con Dalton, si dándole más o menos humor, más o menos acción: de lo único que están seguros es de que interpreta a un Bond más humano, y es por ello que en el siguiente título deciden romper con la fórmula habitual.
En Licencia para matar (John Glen, 1989), los guionistas optan por imitar de alguna manera a los filmes de acción de moda producidos en aquella época por productores como Joel Silver (responsable de títulos como La jungla de cristal, Arma letal, Por encima de la ley, con Bruce Willis, Mel Gibson y Steven Seagal como protagonistas, respectivamente). En esta película se presenta a Bond sediento de venganza y al margen de la ley y del Servicio Secreto Británico, decidido a vengar a su amigo Felix Leiter y a su esposa, maltratado el uno y asesinada la otra por unos contrabandistas latinos entre los que ya apunta maneras el jovencito Benicio del Toro. Lo más notable de la película son él, el malo (Robert Davi) y la persecución de camiones cisterna del final, potencialmente imitada de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981). Por lo demás, y a pesar de presentar de una manera bastante gráfica la violencia, se trata de una película olvidada, al igual que en general Timothy Dalton y su intervención en la saga.

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