miércoles, 5 de octubre de 2011

Poética del no-lugar. 'Las acacias' de Pablo Giorgelli.


La recurrencia del séptimo arte al concepto etnológico del título es poco menos que abundante. Desde los solitarios pobladores del universo western, hasta los protagonistas de tantas road movies, lógica evolución del género anterior, el cine se ha prodigado en regalar al espectador historias que toman como punto de arranque la permanencia más o menos fugaz de sus personajes en rincones "de paso". Carreteras, autopistas, moteles, dársenas, soportales, aparcamientos públicos; todos ellos escenarios que, como un recipiente esterilizado o un conjunto vacío, tienen la capacidad de albergar historias con una fuerte carga emocional. Cineastas como Wenders hacen de estos emplazamientos una constante autoral, pero los podemos distinguir en el vagabundeo de muchas criaturas fordianas o hustonianas, en el periplo del fascinante, desagradable e indefenso protagonista del filme de Mike Leigh Naked (1992), en la huida de parejas como las de Gun crazy (Joseph H. Lewis, 1950), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), Thelma & Louise (Ridley Scott, 1991), The getaway (Sam Peckinpah, 1972), o la formada por un padre y su hijo, que emprenden un incesante viaje por Carreteras secundarias (Emilio Martínez-Lázaro, 1997).

Y no parece que la recurrencia esté en vías de agotamiento. La temática del periplo, del largo viaje (interior, exterior, ambos), tan antiguo como Homero, a la que siempre se asocian estos "emplazamientos neutros", encuentra de nuevo carta de presentación en la ópera prima de Pablo Giorgelli, Las acacias (2010). Historia de carretera, minimalista, eminentemente de personajes, la película traza un recorrido fascinante por los no-lugares diseminados en la ruta entre los bosques del sur de Paraguay y Buenos Aires, y el periplo desde la acritud y el estoicismo vitales hasta la sublimación al sentimiento de un camionero que realiza el mencionado trayecto, transportando la madera del título y, lo más importante, a una inmigrante y a su hija de cinco meses.

El filme, que comienza como cualquiera de las tonterías de Lisandro Alonso, se va abriendo poco a poco, como su protagonista, desde el hieratismo y la hosquedad hacia la emotividad y el asombro por los actos, gestos y miradas más sencillos y cotidianos. Jugando con escasísimos elementos tanto de interpretación como de puesta en escena, Giorgelli da la oportunidad al espectador paciente de adentrarse en una narración tan apasionante como aparentemente nimia, en la que cada actitud, cada pequeña anécdota, tienen un peso enorme, tanto por sí solas como por ir creando leve, paulatina, progresivamente, un clima de cercanía y calidez. El mérito de esta película es enorme: consigue emocionar al espectador con poco, muy poco. Y es que estamos ante uno de los raros ejemplos en que el minimalismo del que muy conscientemente se viste la narración no es percibido como un añadido o una pirueta auto-impuesta, sino que se revela compañero imprescindible de una historia que basa su fuerza en miradas, leves ademanes, oportunos parlamentos apenas articulados.

El final, no por esperado menos emocionante, posible declinación optimista del cierre de Centauros del desierto (The searchers, John Ford, 1953), pone el perfecto broche a una película admirable por lo humilde de su planteamiento y la gran altura artística de sus resultados, a la vez que nos retrotrae a la temática abordada al comienzo de esta reseña: la de aquellos personajes heridos, solitarios, censados en tierra de nadie, que hallan en esta ocasión, más allá del consuelo que supone el sempiterno peregrinar, su particular y minúscula redención. Pequeña gran obra, monumento a la sencillez bien entendida, aportación minimalista a la poética del no-lugar: eso es, nada más, pero por supuesto nada menos, esta joyita, avalada con la Cámara de Oro en Cannes y el premio Horizontes Latinos en Donosti. El visionado lo tiene más que merecido.

2 comentarios:

  1. Respuesta gaucha a "Dos en la carretera": mejor un camión que un deportivo. Well done Gabi.

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