sábado, 16 de junio de 2012

Fahrenheit 451, de François Truffaut. Filmar es escribir

Haciendo gala de mi habitual oportunismo, que en este blog cristaliza en una constante recurrencia a los obituarios, me lanzo hoy a divagar sobre algunas cuestiones aparejadas a la película Fahrenheit 451, que François Truffaut dirigió en 1966 a partir de la novela del recientemente fallecido Ray Bradbury. Como hasta los no iniciados sabrán, el genial escritor de Illinois dibujaba un panorama distópico en el que los poderes fácticos impedían a la población el acceso a la cultura escrita. Es decir, una sociedad sin libros. Cualquier ejemplar impreso quedaba proscrito, y lo mismo ocurría con aquellas personas descubiertas con algún tomo "no declarado".

Si bien la parábola de Bradbury es clara (la crítica de la intolerancia y la persecución de la cultura por parte de estados totalitarios) no hay que olvidar que, más concretamente, alertaba, en una época (los años 50) que asistía a la eclosión de los medios de comunicación de masas y al auge de lo que podríamos llamar "cultura de la imagen", del desprestigio y marginación que podían llegar a sufrir la "cultura escrita" y los hábitos lectores, y de las consecuencias de manipulación gubernamental que eso podría conllevar. Una década después, Truffaut, el más cinéfilo de los cineastas (o eso reza la leyenda), demostraba también ser un bibliófilo empedernido: su homenaje a los libros y a la lectura subrayaba este aspecto del texto de Bradbury. No obstante, Truffaut parece pasar por alto un detalle al adaptar el libro. Es, precisamente, el hecho de adaptar ese libro. Esto nos lleva al quid del artículo, quid que probablemente no trascienda del mero juego conceptual, pero que tampoco deja de albergar cierto interés: ¿es adecuado trasladar al cine una novela como Fahrenheit 451 o, más específicamente, "ponerla en imágenes"?

Veamos: la película es un ejemplo de adaptación modélica desde un punto de vista superficial. Como ya propugnaba en Cahiers, Truffaut no se limita a volcar el conjunto de hechos de la trama y a insertarlos sobre película. Su Fahrenheit conserva suficientes pistas de impronta personal como para desestimarlo como un ejercicio más de ciencia-ficción, a la vez que asegura las reivindicaciones "autorales" de Truffaut. Grandes hallazgos son la duplicación de los roles a cargo de Julie Christie, que interpreta a dos personajes antitéticos, escenas como la del primer encuentro entre el protagonista y su amante (resuelta en plano secuencia) o la de la visita a la escuela, el tramo final (el correspondiente al mundo de los "hombres-libro") o los créditos iniciales. Estos últimos tienen más miga. Al comenzar el filme, visualizamos diferentes imágenes de antenas parabólicas mientras una voz en off nombra a los miembros del equipo técnico y artístico. De esta manera, se hace hincapié en la naturaleza de la sociedad en que se va a desarrollar la historia: un mundo en el que la palabra impresa no puede visualizarse. Esto lo confirman ciertos detalles ambientales que se dejan caer a lo largo del metraje. Así, los periódicos que lee el protagonista se componen únicamente de viñetas sin "bocadillos" que impliquen letra impresa. Cuando se enfrenta por primera vez a la lectura de un libro, su comportamiento es parecido al de un niño que aprende por primera vez a juntar las letras del abecedario.

Y sin embargo, y aquí ya nos centramos en la aparente contradicción de la película, si por algo era efectiva y coherente en su denuncia la novela de Bradbury era por su naturaleza de libro sobre una sociedad sin libros. ¿Qué ocurre entonces cuando Truffaut realiza una película (basada en imágenes, evidentemente) sobre una sociedad sin libros en la que además impera la imagen? El propio Truffaut debió ser consciente de esa eventualidad. En este sentido, podemos considerar más que oportuno que el medio que ejerce como catalizador de una mentalidad colectiva aborregada y, por tanto, como agente represor, sea la televisión y no el cine. Es más, en el film no existe ni una sola mención a la plausible existencia de producción estrictamente cinematográfica. El cineasta galo se guardó bien las espaldas para no pronunciarse sobre el potencial manipulador y alienante del medio cinematográfico.

¿Estamos, por ello, ante una torpeza de Truffaut, que confunde en su crítica medios y mensajes? Para nada. Nuestro paladín de la nouvelle vague podía ser tremendamente apasionado a la hora de abordar diversos temas (el amor, las mujeres, el cine, la literatura), pero de tonto no tenía un pelo. Que tuviese fijación sobre ciertos asuntos no quiere decir que su razón quedase nublada. Si plantea Fahrenheit 451 como una pura y simple adaptación del original de Bradbury es porque no concibe diferencia entre un medio "literario" y uno "cinematográfico". Lo que realmente lamenta Bradbury en su libro, y más tarde Truffaut en su película, es la persecución no contra los libros, sino contra la literatura. Entendamos esto último como una serie de atributos entre los que están el genio creador, la independencia autoral, la capacidad de remover al público y la búsqueda, en suma, de una expresión individual y tan poderosa como genuina. Esta concepción tan particular, y en el fondo tan vinculada a los ideales del Romanticismo, ¿les suena?

Para los que lleven un rato rascándose perplejos la cocorota, apunto que en 1948 un crítico, novelista y teórico francés llamado Alexandre Astruc publicó un influyentísimo artículo en la revista cinematográfica L'Écran Français. El texto se titula Nacimiento de una nueva vanguardia: la "caméra-stylo", expresión esta última que viene a traducirse como "cámara-pluma estilográfica", y defiende la institución del cine como arte autónomo, con iguales o mayores potencialidades que el resto de ámbitos artísticos. La expresión caméra-stylo corroboraba la idea de Astruc de que el cineasta es un artista que utiliza la cámara con la misma libertad que un escritor esgrime su pluma. Al engrandecer el concepto de autoría en el cine, se reivindicaba también su naturaleza artística, tan válida como la literatura, la pintura, la escultura, etc. Aún aquellos que no entiendan mucho de la "teoría del autor" enarbolada por gente como Godard, Rohmer o Truffaut se harán una idea de lo mucho que debe ésta a los postulados de Astruc.

Volviendo a Fahrenheit, no es incongruente que Truffaut trasladase las ideas de Bradbury a imágenes. No hay traición, al menos para Truffaut, porque el film sigue adoptando las maneras que esa sociedad perseguidora de libros se empeña en erradicar: la individualidad, el pensamiento independiente, el genio creador que desafía a las costumbres y tradiciones de la masa. El cine quizás pueda ser una máquina alienadora, y seguramente muchas veces sus imágenes banalicen la realidad, pero para el parisino es, por encima de todo, un arte. Y todo arte es un acto de rebeldía. Pocas películas existen que ejemplifiquen tan bien las ideas que sobre el séptimo arte tenían Truffaut y su tropa como Fahrenheit 451.

Tampoco es casual que en diferentes tramos de la película se inserten primeros planos de obras literarias, imágenes que llegan a detener el curso de la narración. Como decía más arriba, Truffaut rinde su particular homenaje a los libros y a su lectura. Recuperando la idea del arte como acto de rebeldía, ¿qué mayor acto subversivo que situar en primer plano, como protagonistas absolutos aunque solo sea por unos instantes, a esos objetos que son sistemáticamente perseguidos y eliminados? Los primeros planos de obras de Cervantes, Dostoievsky, Nabokov, Poe, álbumes de reproducciones de Dalí, revistas como Cahiers, etc., constituyen no sólo meras referencias, sino la toma de posición del director. A diferencia de otros cineastas, Truffaut no utiliza la referencia como un elemento externo a la obra cinematográfica que sirva para lustrar y enriquecer su superficie o su arquitectura dramática, sino como fundamento indivisible del conjunto del film. Los libros alcanzan aquí el estátus de personajes; ello es porque surgen de personas y van destinados a otras personas. Todo arte, podríamos decir, es algo personal. Esta idea alcanza su culminación en el hermoso tramo final del film, el de los hombres-libro. A Truffaut le vino al pelo que Bradbury introdujese esa nota de esperanza al final de su historia. Ambos autores nos muestran, de manera literal, al libro convertido en persona. La obra trasciende su carácter de objeto salido de una imprenta para fusionarse con el personaje, para presentarse, de manera definitiva, como personaje de la historia.

Frente a la tendencia moderna de banalización la cultura, de cosificación de los objetos artísticos sometiéndolos a la lógica del mercado, Bradbury y Truffaut (o viceversa) abogan por una visión humana de toda obra de arte. Amando la literatura, el cine, la arquitectura, amamos no simples objetos, sino personas. Fahrenheit 451 finaliza con la materialización definitiva de la utopía, con (empleando otra analogía) la palabra hecha carne: la unión entre hombre y obra de arte. De esta manera cierra la película, posibilitada ya para introducir, sobreimpresos en la imagen, caracteres que los espectadores podamos leer: The End.


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