lunes, 13 de agosto de 2012

Los juegos de Alain. De lo lúdico en Resnais


Mucho se escribió sobre la segunda juventud del veterano Alain Resnais al calor del estreno de su (ya penúltima) película Les herbes folles (aquí Las malas hierbas). Sorprendía que un respetable cineasta cercano a cumplir la centena entregase no ya una pieza casi redonda (que lo era), sino un artefacto que conjugaba un fuerte afán si no experimental, sí al menos enemigo de convencionalismos, con un sano sentido de la diversión, una predisposición al cachondeo referencial y a las vistosas piruetas estilísticas.

Tal acumulación de desparpajo, de chisposa comicidad inseparable de una subversión ostensible de las estructuras narrativas usuales, chocaron y chocan a buena parte de los cinéfilos medianamente enterados del currículum de este francés, criado en las canteras del documental y abanderado de la cada vez más lejana nouvelle vague. Un hombre que ostenta la friolera de más de seis décadas de actividad tras las cámaras y que puede preciarse de haber dado un par de vueltas de campana a la concepción del documental, de haber renovado la praxis del montaje narrativo, de introducir en el relato fílmico innovaciones provenientes de sus colegas de la Nouveau roman y de verse etiquetado en la tendencia más chic de la intelectualidad europea de la segunda mitad del XX, esto es la Rive Gauche. Un cineasta cuyos dos primeros largometrajes, Hiroshima, mon amour (1959) y El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961) se convirtieron inmediatamente en estandartes del arte y ensayo más sesudo e inexpugnable, que más tarde atravesó una etapa de fuerte compromiso político de izquierdas, como puede verse en Muriel (1963), La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1965) o el film colectivo Loin du Vietnam (1967), y que posteriormente prosiguió su carrera con filmes que hacían cada vez más difícil catalogar el rumbo de sus obsesiones, preocupaciones y parámetros estilísticos.


Y ahora, el anciano Resnais, en lugar de entregar serenos y melancólicos cantos de cisne, continúa empeñado en filmar inclasificables experimentos repletos de chispa y de ganas de perder el respeto a las mentalidades más acomodaticias. Si bien no existe en este hecho ninguna paradoja, pues no hay constancia de ley alguna que vincule vejez con gravedad y parsimonia estilística (para entendernos: no todos los cineastas veteranos tienen que ser Manoel de Oliveira –y menos mal que no es así), sí que es cierto que la carrera de Resnais ofrece un contraste entre sus primeras películas, en las que se abordaban con enorme profundidad y talento poético temas tan vinculantes como el Holocausto nazi, la memoria y su papel constructor de nuestra realidad e identidad, el amor y la incomunicación; y sus posteriores obras, en las que se abre paso una querencia cada vez mayor por los juegos estilísticos: valgan como ejemplos la comedia romántica On connaît la chanson (1997) donde la acción es interrumpida por repentinos arranques melódicos de los personajes, que cantan en play-back éxitos de la chanson francesa; o su recreación literal de una opereta de los años 20, Pas sur la bouche (2000), hasta su última aventura fílmica, Vous n’avez encore rien vu (2012) en la que adapta una obra teatral de Anouilh borrando los límites entre lo que representan los intérpretes de la obra y las vivencias de cada uno de ellos. 

El mencionado contraste entre el primer y el último Resnais, a los que hay que sumar las cambiantes facetas que adoptó para sus filmes de los años 70 y 80 hace que muchos analistas se rasquen la cocorota buscando el común denominador que reduzca a un principio de razón suficiente la trayectoria de este encantador diletante. No facilita las cosas el objeto de estudio cuando declara que se considera un simple artesano que difunde y reinterpreta las ideas que le dan. Que de autor no tiene nada. Pues bien, en este post intentaré dilucidar en qué consiste, o en qué puede llegar a consistir, la marca Resnais. Y para ello adoptaré una posición entre medias de la de los analistas y la visión profesional de Resnais. Es decir, no daré crédito ni a unos ni al otro. 

Creo que Resnais tiene en parte razón al anteponer su condición de cineasta profesional a la de autor, en el sentido que se impuso al canonizarse la visión de los cahieristas. ¿Qué sentido tiene, después de todo, andar buscando entidades inamovibles que den unidad a una obra en sí heterogénea, como suele ser la de la de muchos cineastas? Tanto los clásicos, como muchos en la actualidad, basan su actividad en tocar todos los palos, tanto genéricos como estilísticos. Es el caso de Howard Hawks, de Samuel Fuller, de Takashi Miike, del propio Resnais. Sin embargo, también es demasiado inconsistente dejarlo todo resuelto con la mera excusa del artesanado y la competencia técnica. En todos los ejemplos citados se pueden percibir siempre una serie de características, no siempre fijas ni resueltas de la misma forma, pero que no por ello dejan de estar allí. Por eso creo que es posible hallar el rasgo que caracteriza a directores como Miike o Resnais, contemporáneos que conscientemente o no huyen del etiquetado al que siempre son proclives la crítica y el análisis cinematográficos. Cuando escribo rasgo me refiero a un punto de vista desde el que es posible dilucidar aspectos creativos de directores como Resnais, desechando algunos baches que la variedad en sus trabajos parece presentar. Al tratarse de un punto de vista, no hago referencia a elementos de cualquier índole presentes dentro de los films de Resnais, sino a una concepción de su obra (que él podrá tener o no) previa a la elaboración de cada película, extrínseca a los textos, pero que por ello orbita sobre todos ellos. Por supuesto, este rasgo no tiene por qué ser infalible, y en modo alguno hace justicia a toda la hondura y genialidad del cine de este longevo director (sólo profesional, arguye él con ¿modestia?). Únicamente quiero apuntar otra característica de su quehacer cinematográfico, que considero importante en aras a comprender una cierta visión sobre el arte de hacer películas.



Pienso que el principal error al acercarse a la filmografía de Resnais reside en buscar esencias totalizadoras o bien en detalles de contenido o bien en los puramente formales. En el primer caso, algunos críticos, al no encontrar correspondencias directas o evidentes entre los asuntos tratados, el tono adoptado o los tópicos presentes de las películas de una u otra etapa de Resnais, tienden a considerar una de las fases de su carrera como la irreprochable (suele ser la correspondiente a sus primeros largometrajes) y a minusvalorar las otras, en las que se situarían los supuestos productos de la decadencia de su director. Los que intentan prestar atención a los elementos formales que puedan conformar una gramática resnaisiana quedan perplejos al cerciorarse de que las estrategias de puesta en escena que sigue el director pueden mantenerse en varios filmes seguidos para luego desaparecer completamente, y volver a hacer acto de presencia, reformuladas, unos cuantos largometrajes más tarde. Así, si bien es verdad que gran parte de las películas del francés se caracterizan por el constante y virtuoso juego con el montaje (narrativo-anarrativo, asociativo-disociativo), no lo es menos el hecho de que en otra buena parte de su obra recurre a planificaciones en continuidad y con tendencia a las tomas largas –véanse Mélo (1986), Smoking/No smoking (1994) o Pas sur la bouche (2000). 

Intentar, pues, homogeneizar la filmografía de este francés según los parámetros mencionados se asemeja a poner puertas al campo. Los que quisieron ver en Resnais a un director en la línea de Bergman, Godard, Antonioni y otros popes de la modernidad conscientes de tal estatus se equivocaron en gran medida. Sí que es cierto que su actividad significó un punto y aparte en la deriva del cine desde el modelo clásico hacia el canon abierto de la modernidad. Pero su figura no comparte, al menos completamente, el proyecto rupturista y fuertemente trascendente de Bergman o Antonioni. Resnais no busca seguir un discurso coherente y continuista construido película a película. Por decirlo de otra manera: si nuestro director trabaja sobre temas tan dispares (la memoria y el funcionamiento de la psique, los viajes en el tiempo, el teatro de boulevard, la comedia romántica, la antropología…) con fuentes de inspiración tan diversas (escritores de fuerte prestigio como Raymond Queneau, Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet o Jorge Semprún, el autor de ciencia-ficción Jacques Sternberg, el dramaturgo contemporáneo Alan Ayckbourn, el neurólogo y filósofo Henri Laborit, un autor de operetas como André Barde, el guionista y autor de cómics Jules Feiffer o la pareja de guionistas y actores Agnès Jaoui y Jean Pierre Bacri) es porque no hace distinción entre unos y otros: ni en cuanto a temas, fuentes de inspiración o estilos. 

Acaso se pueda achacar a su filmografía una obsesión por ir a la última moda del cine más prestigiado (el cine de la deconstrucción y de la acción política en los 60-70, la experimentación genérica de los 80 o el cine metarreferencial de la actualidad). Pero tampoco es posible despachar a Resnais como un frívolo buscador del aplauso a través de refinadas estrategias –recordemos que varias de sus películas han sido sonoros fracasos tanto de público como de crítica, caso de Je t’aime, je t’aime (1968) o Mi tío de América (Mon oncle d’Amérique, 1980). Si escribí que no hace distinción entre unos temas, estilos… y otros, no es porque no le interesen lo más mínimo. Sus películas reflejan todo menos desapego por los contenidos. Es más, cada una de ellas supone la completa inmersión en un universo con su propia lógica, sus propias reglas. Y creo que precisamente en esto último reside la clave de la filmografía de este escurridizo metteur en scene. La marca Resnais se percibe no tanto en temas fijos o en recurrentes soluciones formales como en una subordinación de las formas a los contenidos de modo que en cada película se pongan en juego diferentes estrategias narrativas. En otras palabras, en Resnais existe una importantísima faceta lúdica que hace concebir cada film como un juego.



¿Significa esto que Resnais acomete la realización de una película con la mera motivación de plantearse un reto formal y ya está? No exactamente. Como ya he escrito antes, las obras de Resnais no son artefactos estéticos vacíos de contenido. La valoración en términos estéticos/formales de su obra no excluye ni debe excluir su profundidad temática. Ahora bien, considero que es conveniente dejar a un lado el apartado de recurrencias, obsesiones, fetiches y moralejas para centrarnos en la obra de un cineasta que es, fundamentalmente, un incorregible formalista, uno de los mayores que ha dado la historia del cine. Justamente por esa condición de permanente inventor de formas (de contar, de mostrar), la carrera de Resnais se puede interpretar como una sucesión de juegos con la manera de articular y presentar las narraciones. Cada uno de estos juegos, lejos de resolverse en la frivolidad, se ajusta con matemática precisión a una serie de reglas que el espectador irá descubriendo a medida que avanza el metraje. Una vez que Resnais plantea las reglas de juego, estas se siguen hasta sus últimas consecuencias. Veamos algunos ejemplos.

Providence (1977), probablemente uno de sus mayores logros, ofrece durante su primera hora y media una sucesión de escenas de progresiva ilegibilidad, en la que una serie de personajes cambian constantemente de motivaciones, carácter e incluso identidad, y con ellos el espacio y el tiempo en los que ¿habitan? No es hasta la segunda parte de la película cuando entendemos que todo lo mostrado anteriormente era producto de la fantasía de un viejo escritor que, en medio de una noche de delirio etílico, escenifica y planea (o al menos trata de hacerlo) la trama de lo que será su próxima novela, trama que incluye a personajes y hechos extraídos de la vida real del escritor. Resnais destapa así las reglas de su experimento narrativo, dotando de lógica a un conjunto que en un principio se nos presentaba como un batiburrillo de delirios en clave surrealista. Evidentemente, no se trata de una lógica al uso, sino de la dictada por los planteamientos argumentales del filme: la lógica de unos hechos filtrados por el flujo libre de conciencia de un hombre en estado de ebriedad. 

Otro ejemplo. En Smoking/No smoking (1994), fiel adaptación de la obra(s) teatral(es) de Alan Ayckbourn a la vez que una de sus más arriesgadas creaciones, Resnais no se limita a contarnos una historia, sino las diferentes posibilidades de un planteamiento dramático, con un escenario, una situación y unos personajes dados, según éstos tomen una decisión u otra. Así, la película se dividirá en dos tramas en función de si la protagonista fuma o no fuma, y cada una de estas dos tramas se subdividirá a la vez dependiendo de la voluntad de los personajes en inclinarse por una opción u otra de las disyuntivas que se les presentan. Para más inri, todos los personajes aparecen interpretados por únicamente dos actores, Sabine Azéma y Pierre Arditi, lo que conduce a que toda la película se base en encuentros y conversaciones entre dos. Como vemos, Resnais se impone aquí unas reglas del juego muy severas en las que reduce la narración a un conjunto de posibilidades binarias en todos los niveles, disparando los paralelismos, divergencias, concomitancias, ecos y paradojas entre las diferentes ramificaciones del tejido dramático. 

La adaptación de la puesta en escena a unas reglas del juego muy definidas se observa incluso en las realizaciones consideradas más convencionales, como Mélo (1986), en la que el film se pliega a los convencionalismos de representación de los melodramas teatrales de comienzos del XX (subrayados por la imagen de un telón en los intervalos entre cada acto), o más abiertamente trascendentales y filosóficas, como L’amour à mort (1984), donde se percibe una reelaboración de los temas y la puesta en escena de Dreyer o Bergman en su vertiente más ascética (vertiente subrayada por la estricta separación entre imagen figurativa y música, que hace acto de presencia mediante extraños interludios en los que vemos una suerte de nevada sobre fondo negro). La observancia de las reglas no se limita a la estructura narrativa y a la puesta en escena, sino que puede llegar a abarcar todos los aspectos del filme, desde la música (obsérvense las innumerables variaciones del tema que Miklós Rosza compuso para Providence, o las obsesionantes melodías cíclicas de François Seyrig para El año pasado en Marienbad), los decorados (de manifiesta artificiosidad en las últimas películas, sobre todo las que se basan en textos teatrales) o incluso las interpretaciones. 

Pueden darse incluso juegos de paralelismos y divergencias entre varios filmes. En este sentido, merece la pena detenerse en tres películas consecutivas de los años 80: La vie est un roman (1983) y las citadas L’amour à mort (1984) y Mélo (1986), protagonizadas todas por André Dussollier, Pierre Arditi, Sabine Azéma y Fanny Ardant. En las tres interpretan a personajes unidos entre sí por vínculos amorosos. A lo largo de las tres películas, cada pareja y el rol de cada personaje se repiten o permutan sensiblemente creando efectos paralelísticos o de contraste (no voy a reseñar aquí todos, que tampoco hay que abrumar al personal). Más. El personaje de Dussollier en On connaît la chanson (1997) encuentra una suerte de continuación en el de Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, 2006), así como el recurso a los repentinos momentos musicales es empleado en La vie est un roman y plenamente explotado en On connaît…, o las mencionadas transiciones de L’amour… tienen su eco en Coeurs

Todas estas permutaciones, giros, repeticiones, etc., responden, a mi parecer, más que a una continuidad temática (que puede que también), a un afán de juego, de manipulación lúdica de los diversos elementos que componen el filme, y que Resnais nunca se cansa de reubicar en nuevos contextos, con sus respectivas reglas. Pienso que la carrera de Resnais está recorrida por este impulso, tan apasionante como exacto y detallista. Sus últimas películas, vehículos plenos de ironía e incansable juego formal (unas declinadas en tono dramático, caso de Coeurs, otras en modo cómico, caso de Les herbes folles), más que descubrir una faceta desconocida de nuestro realizador, son la prueba de su progresivo desenmascaramiento. El intelectualismo y la gravedad de sus primeras propuestas, como Hiroshima, mon amour no debe ocultar la naturaleza lúdica que las alienta. Lúdica, siempre en el sentido de crear una nueva forma de contar y de seguirla hasta sus últimas consecuencias, y siempre a pesar de la seriedad que revista el tema –como si, por otra parte, los juegos no fuesen también algo serio. 

Para terminar: ¿qué es entonces, se preguntarán, El año pasado en Marienbad, posiblemente la obra mayor de Resnais?¿Cuáles son las "reglas" de este filme, paradigma de la experimentación y el misterio, en el que ni siquiera se sabe cuál es la historia que se cuenta? Pues bien, puede que, si todo film de Resnais (y, en el fondo, todo filme) es un juego puesto en práctica, seguramente El año pasado en Marienbad sea la cumbre de esta tendencia, el juego supremo, pues el espectador no sabe sus reglas, aunque (con suerte) pueda intuirlas. Trazando un paralelismo (pura licencia poética, aviso), el espectador se halla ante esta película como el protagonista ante el misterioso juego que el ubicuo M le propone: un juego en el que M siempre gana, pero también un juego que nunca deja traslucir sus claves con claridad. El espectador, como el protagonista, puede atreverse a jugar, y probablemente no encuentre una salida lógica; pero al fin y al cabo lo importante, lo apasionante de todo juego, más allá de llegar a su desenlace definitivo, es, como suele decirse, participar. 

Esto bien vale para toda la filmografía de Alain Resnais: no importa tanto saber de qué va el juego, como dejarse llevar por la propuesta, siempre fascinante, siempre despierta y juguetona, de su director.


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