jueves, 10 de mayo de 2012

EN LA CARA. 'El inspector' de Gógol, según Miguel del Arco


Asistiendo a la representación de la versión de El inspector que Miguel del Arco ha practicado sobre el esquema de Gógol, uno elucubra, mientras intenta tomar el aire que le niegan las carcajadas, lo necesario que resultaría el embarcar en mastodónticos autobuses, a la manera del Imserso o de las excursiones escolares, a los miembros del Congreso de los Diputados y a los consejeros de más de una Comunidad Autónoma para llevarles hasta el CDN y que así contemplasen esta pieza. O, más bien, que se contemplasen a ellos mismos.

El laureado (con razón) Miguel del Arco ha entendido perfectamente la estrategia gogoliana: utilizar la máscara (de la comedia, de la farsa desatada) para desenmascarar. Y qué mejor que hacerlo ahora. 1836-2012. Las variaciones a las que se somete el texto (alusión a unos trajes por allí, quejas sobre la escasez de sueldo de ciertas mandatarias, vituperios contra un pueblo indignado por allá), paradójicamente, no hacen más que evidenciar que nada ha variado. Del Arco, que ha parecido encontrar en los dramaturgos rusos el certero diagnóstico a la estulticia del ahora (magnífica era su revisión de los Veraneantes de Gorki), nos entrega una obra en la que el humor, que corre a espita libre, nunca camufla el fondo de amargura. Sin la sutileza y matizaciones que vertebraban su adaptación de Gorki, plantea un espectáculo donde la chanza descarada campa a su antojo y las collejas alcanzan a todo bicho viviente. Conducidas, eso sí, por un reparto de excepción y una dirección que despacha gags con vertiginosa precisión.

Es este nuevo Inspector un teatro (aunque ya sé que no es totalmente adecuado el uso del término) en la cara. Es una bofetada contra ellos, los de siempre, los miserables que se perpetúan con la consigna del cambiarlo todo para que todo permanezca. Una buena hostia en su cara. Y en la nuestra también. Quien se acerque a verla (no duden en hacerlo) hallará risas, pero que no olvide el mensaje de uno de los graffitis que, como parte del atrezzo, aparecen al final de la obra: TONTO EL QUE LO LEA.