jueves, 20 de marzo de 2014

Duermen en paz. 'Los canallas' de Claire Denis

Alegra saber que la directora Claire Denis ha tenido muy presente al Emperador del cine (me refiero a Kurosawa, claro) y su Los canallas duermen en paz (1960), a la hora de encarar su último proyecto, que recoge de su fuente japonesa algo más que ese guiño implícito en el título. Las concomitancias entre ambas películas hacen incluso pensar que Denis se ha propuesto una reelaboración del clásico de Kurosawa, llevando, eso sí, el material de partida hasta su muy particular terreno. Desgranemos, pues, esta premisa.


Como la original, Les salauds (los canallas, bastardos, cabrones... en fin, los malos), comienza su trama con el salto al vacío de un hombre desde la ventana de su oficina, hecho que pondrá en marcha una venganza contra aquellos que (supuestamente) provocaron el suicidio. Y en ambas películas la venganza se rebelará vana, por uno u otro motivo. Porque el objeto de dicha venganza es sólo una pieza más en el engranaje de la infamia, según la crítica social que enarboló Kurosawa. O porque la maldad acaba por salpicar a todos, hasta a las supuestas víctimas, según la declinación más existencial de Denis. En cualquier caso, en ambas la atmósfera de fatalidad característica del género negro salpica las acciones de unos personajes que pueden pasar de ser héroes a víctimas o viceversa (los casos, respectivamente, de los personajes interpretados por los magnéticos Vincent Lindon y Chiara Mastroianni), o de verdugos a turbios maestros de ceremonias (el personaje del perverso magnate, encarnado por Michel Subor).

Y es precisamente de atmósfera de lo que hay que hablar en este film. Como viene siendo su modus operandi, Denis se complace en desdibujar los engranajes narrativos que permitan a la película "explicarse por sí sola", de modo que sea el espectador el que rellene los huecos dejados por elipsis bruscas, los abundantes silencios o la naturaleza ambigua de muchos de los episodios que se nos presentan. Esta implicación tiene su correlato en el énfasis puesto en elementos más sensitivos que narrativos (estos últimos sólo actuarían como una base para el desarrollo de aquellos), de manera que el público se sumerja en los ambientes propuestos por la directora, sin que por ello conozca todas las coordenadas del relato. La insistencia en la fisicidad de los cuerpos (una perenne obsesión de Denis, que la ha convertido en referencia de la crítica especializada actual) o en ciertos elementos en principio accesorios al relato-base pero cargados de significado adicional (un coche, un reloj, una bicicleta amarilla, unas mazorcas de maíz), dan fe de lo dicho anteriormente. A la creación de una cierta atmósfera (malsana, claro) contribuyen los habituales de Denis en la dirección de fotografía, Agnès Godard, y en la absorbente banda sonora, el grupo Tindersticks.

Estamos, en suma, ante una película muy estimulante pero poco complaciente. Claire Denis, evidentemente, propone, pero pocas veces da respuestas. Su pretensión es incomodar, y a fe que lo consigue. Al igual que en White material, la cineasta "no hace prisioneros": aquí las expectativas están para desbaratarse.

Por tanto, los que busquen una película con espectaculares giros de guión, emociones bien repartidas y moraleja subrayada, lo llevan claro. A pocos pasos de los cines donde proyectan esta dolorosa, fascinante y estupenda película es probable que encuentren cosas como Dallas Buyers Club u Ocho apellidos vascos, que seguramente les dará todo lo anterior y les hará salir bien tranquilos, cómodos y relajados de la sala. Avisados quedan.

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