lunes, 25 de abril de 2011

De amor, dolor y despertares. 'Tierras de penumbra' de Richard Attenborough.

Desde sus comienzos, la carrera de (lord) Richard Attenborough como director pivota alrededor del bienamado por el público anglosajón sub-género del biopic. Si bien en un principio el potencial de este oriundo de Cambridge parecía restringirse a la actuación, perfilándose desde su debut en Sangre, sudor y lágrimas (In which we serve, 1942, de David Lean y Noël Coward), como un más que solvente intérprete especializado en papeles secundarios enjundiosos (memorable en La gran evasión, El Yang-Tsé en llamas o El vuelo del Fénix, aunque muchos le recordarán como el sabio megalómano del clásico contemporáneo Jurassic Park) y algún que otro brillante protagonista (El estrangulador de Rillington Place, realizada por Richard Fleischer en 1970), a finales de los años sesenta se convierte en uno de los primeros en su gremio en dar el salto a la dirección (con el apoyo de capital propio, todo hay que decirlo), con el musical Oh, what a lovely war (1969). La vena de los biopics y películas históricas (con cierto regusto crítico en su caso) comienza con su segunda película, El joven Winston (1972), pero su labor no será unánimemente reconocida hasta una década y un par de filmes después, con su monumental y muy estimable Gandhi (1982), ganadora con merecimiento de ocho Oscars de Hollywood. Este éxito le encasilla, y sus películas siguientes prosiguen la línea anterior, sin lograr ninguna las mieles recogidas a principios de los 80: Grita libertad (Cry freedom, 1987), sobre el apartheid en Sudáfrica y el líder negro Stephen Biko, Chaplin (1992), irregular cronología del genio del séptimo arte, y la película que nos ocupa, Tierras de penumbra (Shadowlands, 1995). Después vendrían una floja recreación de las peripecias amorosas de Hemingway durante la I Guerra Mundial, En el amor y en la guerra (In love and war, 1997), y otra semblanza poco inspirada sobre un supuesto indio defensor del medio ambiente a principios del siglo XX, Búho Gris (Grey Owl, 1999). Su última incursión en la pantalla grande es un melodrama a caballo entre dos épocas, de nombre Cerrando el círculo (Closing the ring, 2007), que ni merece ser comentado.

C.S. Lewis
Finiquitada la introducción de rigor, vayamos al grano. Tierras de penumbra supone la culminación del estilo Attenborough. A saber, una historia de época, en la que el contexto social y el tono intimista se dan la mano, en una narración de cariz clásico, y en la cual los puntos de interés residen en los conflictos de los personajes, personificados por unos actores exquisitamente dirigidos (no podía ser menos viniendo de un director con un prodigioso historial interpretativo a sus espaldas). William Nicholson y George Fenton, respectivamente guionista y músico habituales de Attenborough, redondean la apuesta del director, una auténtica rareza en el panorama cinematográfico de los 90: una historia de insultante simplicidad, sin apenas afectaciones, de sobriedad clásica que nunca cae en el academicismo, basada toda su fuerza en interpretaciones y guión. Attenborough centra su narración en la vida de Clive Staples Lewis, profesor de Literatura en Oxford, y famoso por sus Crónicas de Narnia. Su quehacer vital es, precisamente, ése del que los niños protagonistas de aquella saga de fantasía querían escapar: cincuentón, eminencia académica y literaria, perteneciente (junto a nombres como J.R.R. Tolkien, Charles Williams u Owen Barfield) al círculo de intelectuales cristianos llamado Inklings, comparte cotidianeidad y caserón familiar con su hermano, criatura fosilizada como él. Su actividad se reparte entre sus clases "cuasi-pontificias" y las reuniones tabernarias de los Inklings, retratados como un grupo de solterones conservadores que encuentran su paralelismo en las venerables señoronas anglosajonas que acuden a escuchar las conferencias del protagonista sobre la necesidad del dolor y el sentido de la vida: "El dolor es el martillo que utiliza Dios para despertarnos" proclama con seguridad y satisfacción el paradójicamente inexperto Lewis. Todo cambia (y ahí reside el quid de la película) cuando aparece en su vida una poetisa norteamericana, Joy Davidman Gresham, con la que mantenía correspondencia. Divorciada, con un hijo a cuestas, independiente, con simpatías hacia los comunistas, educada en el judaísmo pero de convicciones ateas, y profundamente vitalista, no puede chocar más con el anglicano conservador Lewis y con el entorno cerrado y asfixiante de la Inglaterra de los años 50, auténtica tierra de penumbra que sirve de perfecto escenario a las sombrías experiencias de los protagonistas.

Joy Davidman Gresham
Poco a poco, se va gestando entre estas dos figuras antitéticas una profunda historia de amor que, como toda peripecia imposible que se precie, se salta los cánones sociales (a las circunstancias expuestas hay que añadir la diferencia de edad de más de una década entre los amantes) y los prejuicios de los propios implicados (Lewis se verá inmerso en la singular batalla entre su reputación y la rendición ante el primer amor). Cuando parece que triunfa el amor, el destino hace acto de presencia: la vitalista Joy se ve atenazada por un cáncer de huesos irreversible. Es entonces cuando Lewis se replantea de modo radical sus creencias: el sentido del dolor ya no parece tan claro, y la presencia de Dios se difumina ante la agonía de su mujer. De pronto, Clive Staples despierta, golpeado por la experiencia. Por vez primera, el veterano profesor recibe una lección de vida que le hace consciente de la inanidad de su existencia, camuflada, amortiguada entre erudición, teorías literarias, conferencias, legajos y litros de té. El amor, una vez asentado, le deja indefenso ante la realidad, con sus crueldades y bandazos, que hasta entonces Lewis había sabido esquivar tan cobardemente bien. Nuestro académico, igual que el hijo de Joy Gresham, Douglas, que descubre que el armario de la buhardilla de su escritor predilecto sólo alberga pieles viejas y un fondo de madera, se ve repentinamente zarandeado por la experiencia, obligado a abandonar la segunda infancia en la que estaba estancado a sus casi sesenta años. El dolor obliga, tanto a Douglas como a Clive, a crecer, a despertar de su inocencia, de su letargo.

Attenborough retrata con mano maestra una historia hermosa y triste como pocas, un prodigio de sensibilidad que halla en la transparencia y simplicidad de su puesta en escena su mejor arma. Sin aspavientos, consigue una película reflexiva, emocionante (aunque para esto, debo reconocer, existen espectadores de todos los temples), y sorprendentemente bella. Un ejemplo de cómo una concepción clásica del cine puede dar excelentes frutos. Aunque sea a costa de traicionar ciertos episodios reales que estropearían la contundencia de la ficción...

El guión de la película se basa muy por encima en la biografía de Lewis y Gresham y en el libro escrito por aquel, A Grief Observed, escrito tras la muerte de Joy, en el cual plasma con sinceridad y desgarro inusitados sus sentimientos y reflexiones tras la muerte de su esposa. Sólo que, mientras en el libro Lewis ofrece el sentimiento cristiano y la esperanza de un más allá como consuelos para los males del mundo terrenal, la película "se conforma" con dejarnos a un literato escéptico, desengañado, aunque crecido por la experiencia. Asimismo, se soslayan otros aspectos de la historia real, como el segundo hijo de Joy Gresham o el alcoholismo del hermano de Lewis (inexistentes en el celuloide).

Pero no importa. Independientemente de su adecuación a la verdadera historia del afamado académico oxoniano, Shadowlands queda como una de las mejores crónicas que nos ha brindado el cine contemporáneo sobre un despertar a la vida tan mágico como dramático. A ello ayudan, por supuesto, unos intérpretes de excepción. Anthony Hopkins se marca una de sus mejores recreaciones, y la maravillosa Debra Winger (¿qué ha sido de ella, dios mío?) le da la réplica de manera perfecta.

En resumen. Penas en observación. Sentimiento trágico de la vida. Las consecuencias del amor. Attenborough regala algo parecido a una obra maestra atemporal, un conmovedor viaje por los abismos de la vida, la alegría y el dolor, del cual el espectador sale con la certeza de Lewis, de que "la tristeza de ahora es parte de la felicidad de entonces. Ese es el trato".


George Fenton - Shadowlands OST (End credits)

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