sábado, 25 de febrero de 2012

El lugar de la utopía. La invención de Hugo, de Martin Scorsese.


Se me hace muy difícil ponerme a escribir (con serenidad y rigor, se entiende) de una película que, a pesar de sus carencias, me ha encandilado completamente. Vamos a intentarlo. Marty (Scorsese), reconozcámoslo, no tiene un pelo de tonto. El aparente salto al vacío que le ha supuesto realizar por primera vez en su carrera una película para toda la familia lo ha superado, al menos a ojos del que esto escribe (y a buen seguro que de un puñado de cinéfagos más), recurriendo a su archiconocida faceta de amante nostálgico e irredento del séptimo arte. Faceta en la que, claro, no puede salir perdiendo. Jugada astuta, efectivamente, pero muy buena jugada.


La oda a los comienzos del cinematógrafo envuelta en una más o menos previsible aunque muy digna (la novela original de Brian Selznick supone una delicia de lectura) peripecia infantil resulta el plato fuerte de la última invención del más cinéfilo de los cineastas norteamericanos actuales. Un hombre que, a pesar de haber dinamitado, allá en sus comienzos, los patrones clásicos de la narrativa hollywoodense, nunca se cansó de evocar su amor por el cine clásico, tanto en sus documentales (qué maravilla esa reciente y brevísima carta a Elia Kazan), como en los homenajes que consagra al cine musical (New York, New York, 1977), al melodrama (Alice doesn't live here anymore, 1974) o, desde otro punto de vista, en Cape Fear (remake del homónimo de J. Lee Thompson) o The colour of money (1986), la secuela de The hustler (Robert Rossen, 1961). Ahora es el turno de los pioneros franceses, Méliès a la cabeza, los que protagonizan la historia y el tributo de Scorsese. Un cineasta que, admitámoslo, ha descartado casi completamente su primigenia vertiente rompe-moldes, quedando de ello sólo su brillante esteticismo.

Subrayo: su paso por el cine infantil (qué denominación tan pobre) no es en modo alguno una ruptura con su discurso anterior, pues sus obsesiones y marcas habituales vuelven a aparecer, aunque bajo otro prisma (endulzado, si se quiere). Ya muchos se mostraron sorprendidos cuando el de Little Italy estrenó su adaptación de la novela de ambientes decimonónicos The age of innocence, y quedó sobradamente demostrado que el director había hecho tan suya la trama como la de Goodfellas. De nuevo aparecen en Hugo, aparte de la inigualable inventiva visual marca de la casa, personajes atribulados, atormentados, sin centro, prontos a encontrar o toparse con una iluminación que les redima, aunque sea parcialmente; un medio social mayoritariamente hostil del que esta vez es posible salir, etc. 

Por último, el 3D. Lejos de inútiles virguerías de pantallas Imax, pero sin abstraerse a sus encantos, Scorsese mira hacia atrás con nostalgia y a través de gafas estereoscópicas, consiguiendo, como ha escrito Jordi Costa en una bella frase, "explotar las posibilidades de un cine futuro a través de la reivindicación de sus raíces". Los puristas puede que enarquen la ceja al contemplar esta recreación tridimensional de un invento en esencia circunscrito a las fronteras del largo por el ancho, pero el esteta Marty puede felicitarse, pues ha logrado un espectáculo de gran belleza perfectamente trenzado con la historia y su tono de cuento. Uno se aventura incluso a pensar que el 3D actúa como un espejo de la máquina que, en la película, el niño-demiurgo (el propio Scorsese, por ejemplo) utiliza como instrumento para rescatar del olvido a Georges Méliès, el pasado abandonado en la cuneta de un arte en constante evolución.

Y sí, hay cosas que fallan. Lugares comunes, historias secundarias prescindibles, puntos algo ñoños. Pero los disculpan las estupendas interpretaciones, las múltiples referencias a esa porción de cultura francesa que suele entroncar con la infancia (Jules VerneNadar), la genial banda sonora de Howard Shore. Esta hermosa película, que podría conformar una suerte de "tetralogía de la nostalgia" con sus compañeras candidatas a los Oscar The artist, Midnight in Paris y War horse, viene a imaginar una reconciliación entre pasado y presente, y reafirma al cine, como ya hiciera Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo, como bálsamo de pesares, como lugar donde la utopía es posible. Scorsese parece creerlo, y lo contagia al espectador. ¿Acaso no es hermoso? Compruébenlo.

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