martes, 25 de enero de 2011

A propósito de "También la lluvia", de Icíar Bollaín.


Como viene siendo costumbre, con visos de volverse sempiterna, de nuevo la elección de la candidata a llevar el estandarte patrio a la justa cinematográfica por excelencia, los Oscar, se ha visto sembrada de polémica. Esta vez la misión de traer a casa ese prestigioso y codiciado Toisón que es el Premio a la Mejor Película de Habla no Inglesa recae en También la lluvia, de la madrileña Icíar Bollaín. La película se impuso a la celebradísima Celda 211 (2009, Daniel Monzón) y a Lope (Andrucha Waddington, 2010), exitazo de crítica la primera y superproducción con pretensiones la segunda.

Las pataletas al conocer el fallo de la
Academia del Cine tienen su origen en la, al parecer, contrastada calidad entre la nueva película de Bollaín y la teórica favorita, Celda 211 (por supuesto, a favor de esta última, que, por cierto, no he tenido el placer de ver), así como en la temática y el enfoque ideológico adoptados por la directora y su guionista Paul Laverty, que se encuadran sin ningún género de dudas en el llamado cine de compromiso (o social, o de denuncia), generador de resquemores en parte de la audiencia y la crítica. Tras la decisión académica y el estreno de la película, ha venido la consiguiente campaña de publicidad (oportuno reportaje en Informe Semanal incluido) para intentar convencer al respetable de que la candidata se merece ganar la estatuilla. Si prescindimos, no obstante, del ruido de fondo, ¿qué tal está, en puridad, la apuesta de Bollaín?

Pero antes, una breve introducción. También la lluvia relata las andanzas de un equipo de rodaje que filma en la región de Cochabamba (Bolivia) una película sobre el descubrimiento de América en clave "revisionista". Es decir, haciendo hincapié en los desmanes que los conquistadores infligieron a la población indígena. Los inmaculados propósitos de los artistas se ven puestos en entredicho al estallar la "Guerra del Agua", cruento episodio del devenir de Bolivia ocurrido en el año 2000, y durante el cual la población de Cochabamba se rebeló contra el gobierno boliviano debido al acuerdo que éste había firmado con una multinacional para privatizar el suministro de aguas.

Las metas que se proponen Laverty y Bollaín no pueden ser más ambiciosas: conjunción de realidad y ficción, de pasado y presente, de la concepción de un mundo en permanente desarrollo frente a la desoladora certeza de que la historia se repite (la represión de los colonizadores españoles en el siglo XVI frente a los abusos de las multinacionales en la actualidad), y de que los damnificados siguen siendo los mismos hoy y hace cinco siglos... A todo esto hay que añadir la que, para mí, supone el punto fuerte y de mayor originalidad de la película, que es la reflexión sobre el propio cine de denuncia y los que lo hacen posible.

El hecho de incluir un rodaje ficticio en el contexto de un suceso real, y observar cómo este suceso (el conflicto por el agua) va salpicando de una u otra manera a los miembros del equipo cinematográfico es una idea, como poco, novedosa. Y más si tenemos en cuenta el juego de espejos que se establece entre lo filmado (la película sobre el descubrimiento) y lo real (las protestas ciudadanas), aunque este "real" sea a su vez una recreación. Es perfecta en este sentido la escena donde presenciamos el rodaje del ajusticiamiento de un grupo de indígenas rebeldes a la autoridad española, al cabo del cual aparecen fuerzas militares con la orden de detener a algunos actores envueltos en las protestas contra la subida de la tasa del agua, siendo estos actores los encargados de interpretar el rol de ajusticiados.

Este ingenioso manejo de los distintos niveles temporales y ficcionales en la película no queda en simple malabarismo: siempre permanece al servicio de la narración y de su mensaje. La puesta en escena de Bollaín ayuda en enorme medida a que el espectador no se sienta abrumado ni perdido por el juego conceptual desplegado, sino que asista con creciente interés, e incluso emoción, a las andanzas de los personajes. Unos personajes, por otra parte, con suficiente enjundia y complejidad como para no desvirtuar la calidad de la película. Lejos de manipulaciones, cada uno revela sus aristas y sus motivaciones. Los indígenas no son ni mucho menos angelitos, ni son precisamente personas de las que te puedas fiar (aunque no les falta razón en sus reivindicaciones).

Los responsables de la comprometida película no son ni mucho menos tan comprometidos como ellos quieren plasmarse en la pantalla (con matices en cada caso, por supuesto). También hay que atribuir cierto mérito al reparto, que cumple bastante bien. Decir que Luis Tosar lo borda ya se perfila como perogrullada, así que destaco a Karra Elejalde en su doble papel de Colón/Actor alcoholizado, una auténtica sorpresa dentro de la buena tónica general.
Bollaín expone con sencillez, que no simpleza, los puntos de vista de todos los implicados en la trama, sortea con habilidad piruetas formales, innecesarias por otra parte, y traza una película directa, asequible a cualquier espectador y que no esconde sus intenciones.

Podríamos decir que la directora practica una "puesta en escena" invisible: tiene la facultad de hacer coherentes, aprehensibles y transparentes unos materiales complejos y difíciles de casar, y que en otras manos más inexpertas (o más pretenciosas), habrían resultado un completo batiburrillo indigerible. La naturalidad del conjunto es asombrosa si atendemos a todos los ingredientes antes mencionados (en un primer momento se puede pensar en un cóctel explosivo de
La noche americana, Queimada y El año que vivimos peligrosamente) y a su interesantísimo juego (meta)ficcional, elemento en el que ninguna crítica, por lo menos de las que he leído, se ha fijado en exceso, para mi sorpresa.
De todos modos, tampoco debe extrañarnos la estrategia de Bollaín. Sin excesivo bombo, ha ido construyendo durante los últimos veinte años como directora una carrera solidísima y profundamente coherente, con una serie de temas bien definidos y un estilo propio. Una autora de los pies a la cabeza, que diría Cahiers. Sólo que, a diferencia de otros directores más reconocidos del panorama nacional, como Almodóvar o Amenábar, su trayectoria nunca ha transitado el estilo rupturista, el impacto estético o las temáticas o presupuestos hinchados. Incluso en esta película, una superproducción en toda regla, no cae en la tentación de impresionar al espectador con espectacularidades de ningún tipo, de manera que el interés siempre recae en la narración y no en imágenes aisladas.

Icíar Bollaín recoge algunas de las mejores características de los cineastas clásicos y las mezcla, con sabiduría, con gotas del cine de preocupación social. Desde su debut lleno de desparpajo con
Hola, ¿estás sola?(1995), pasando por las desgarradoras Flores de otro mundo (1999) y Te doy mis ojos (2003), y finalizando por la muy estimable Mataharis (2007), Bollaín ha demostrado una enorme pericia en el manejo de situaciones y personajes, enarbolando siempre mensajes sinceros y comprometidos con nuestra actualidad. Por sorprendente que les parezca a algunos, creo que está entre los mejores realizadores de este país. Otra cosa es que sus películas estén enfocadas a una temática de denuncia, con visible compromiso de izquierdas, lo que creo que redunda en aceptaciones tibias o directamente en el rechazo de la crítica y el público.

Lo cierto es que este tipo de cine no goza del predicamento de unas décadas atrás. Cada vez más a menudo se tacha a una película de maniquea, falsa, utópica, lavado de conciencia burguesa y otros epítetos, simplemente por explorar temas de plena actualidad con mirada crítica. Parece como si el descreimiento hiciese presa en el público y todo intento por hacer un cine "útil", o con vistas a remover al espectador, fuese algo
demodé. El cine reivindicativo, excepto el de dos o tres figuras intocables, se rechaza de pleno, centrando esa aversión en el mensaje y no en la calidad del producto. Esta ceguera hace mella en la recepción de un modelo de narrativa de calidad como es el cine de Icíar Bollaín.

Seguramente, estos sean algunos motivos de la polémica al principio aludida, ahora algo apagada después de que la película pasase la primera criba de selección. (No estoy muy seguro de que vaya a ganar el Oscar, -ojalá- vista su abierta crítica a una multinacional estadounidense).
Por mi parte, me declaro seguidor de Bollaín, tanto en su cine como en sus intenciones. Considero que sus películas, además de buenas (muy buenas) son necesarias. Los posmodernos podrán enarcar una ceja y denigrar a este cine supuestamente hecho para llenar plateas a base buenas intenciones y corrección política. No digo que bajo esta etiqueta no salgan auténticas estupideces. Pero cuando uno se topa con filmes como También la lluvia, no puede menos que reivindicarlo. Cabe que la película esté destinada a llenar plateas, pero qué diablos, cuanto más público mejor. Nunca está de más que nos recuerden cuatro cositas sobre el mundo en que vivimos. Es posible que, por mucha calidad, También la lluvia sea un artilugio para calmar resquemores de conciencia que nosotros, público acomodado, podamos sufrir de vez en cuando. Bueno. A mí me vale.


El sur también existe - Mario Benedetti, Joan Manuel Serrat

martes, 18 de enero de 2011

Paolo Sorrentino: La bomba del Nuovo Cinema Italiano.


Si en los últimos años ha surgido en el panorama europeo un cineasta al que merezca la pena seguir con lupa, ese es sin duda el italiano Paolo Sorrentino (1970), autor de una filmografía tan breve como explosiva que ha venido a rescatar una cinematografía estancada en producciones comerciales sin brillo autoral, nostálgica de los tiempos en que renovó el cine mundial gracias al neorrealismo. Sorrentino, nacido en Nápoles hace cuarenta años, se ha revelado a lo largo de sus cuatro largometrajes como poseedor de un estilo propio que bebe tanto de las adrenalíticas puestas en escena de Martin Scorsese y Quentin Tarantino como de la sequedad y el cinismo de Jean-Pierre Melville o de la grotesca extravagancia de Federico Fellini, aunque si por algo se caracteriza su cine es por la creación de unos personajes antológicos, posibles retratos de un país dominado por el exceso y las contradicciones en todos sus ámbitos. Hagamos un repaso por su filmografía, que aun no siendo muy extensa no tiene desperdicio.


“Ellos le suicidaron, pero no me suicidaran a mí. Porque hay una única cosa que siempre recuerdo: que amo la libertad. Ustedes no tienen ni idea de qué coño significa eso. Yo amo la libertad. Yo soy un hombre libre”

En 2001 debuta en el largometraje tras varios años realizando cortos: L’Uomo in Piú, cuya posible traducción sería algo como "El hombre de más". Película inédita en España, narra las historias paralelas de dos hombres, un futbolista y un cantante, durante los años 80, época de bonanza en Italia. Ambos se llaman igual y ambos comparten una trayectoria parecida, pues ven como el éxito del que gozan en sus respectivas profesiones desaparece repentinamente por sendos avatares del destino. A partir de ese momento intentarán retomar sus carreras, sin conseguirlo ninguno de los dos.

L’uomo in piú marca algunas de las características del futuro cine del realizador: la utilización de tomas de larga duración como base de su caligrafía cinematográfica (con un plano-secuencia en una discoteca inspirado en Brian De Palma y Martin Scorsese) y de una banda sonora tan ecléctica como desconcertante; un aire ambiguo y misterioso proveniente de la introducción de fragmentos oníricos cuyo sentido nunca llega a explicarse explícitamente; el interés por personajes característicos de la sociedad italiana a los que se exagera sin llegar a caer en la caricatura más plana; y, por último, la colaboración con Toni Servillo, gran intérprete protagonista de tres de sus cuatro filmes. Es este un apreciable debut que demuestra el pulso narrativo de Sorrentino y su capacidad para desarrollar satisfactoriamente personajes complejos, llenos de aristas y matices, ni ángeles ni demonios, que igual sufren que hacen sufrir. No está tan trabajada estéticamente como sus siguientes obras, y quizás podía haber profundizado más en el vínculo entre los dos protagonistas, pues el intento de unirlos queda como un guiño antes que como una verdadera conexión, pero de todas maneras es un notable drama que da comienzo a una apasionante filmografía.


“Yo no soy un hombre frívolo, lo único frívolo que tengo es mi nombre: Titta Di Girolamo”

Así comienza el segundo largometraje de Sorrentino, Le Conseguenze dell'amore (Las consecuencias del amor, 2004), y así se presenta su misterioso protagonista, un hombre de unos cincuenta años que ha pasado los últimos ocho recluido en un elegante hotel del sur de suiza, sin trabajo, sin contactos, recibiendo cada cierto número de días una maleta que debe ingresar en un banco del país. Así transcurren sus días monótonos y grises, entre partidas de póker con otros inquilinos del hotel (como él, viviendo allí de manera perpetua) e interminables noches en vela debido a un problema de insomnio, noches en las que espía a sus vecinos mediante un auscultador. Su voz en off transmite al espectador ciertas reflexiones, pues si para algo tiene tiempo este hombre es para reflexionar:

“Lo peor para un hombre que pasa mucho tiempo solo es la falta de imaginación. La vida, ya de por sí tediosa y repetitiva, se vuelve, a falta de fantasía, un espectáculo mortal”

"La mala suerte no existe. Es un invento de los fracasados, y de los pobres."

Lo que podía convertirse en un tedioso (por excesivamente literario) retrato del vacío, en manos de Sorrentino adquiere vida cinematográfica gracias a una puesta en escena en la que travellings, planos secuencia y otros movimientos de cámara son armónicamente combinados con una estupenda banda sonora repleta de temas pop, logrando que la simple contemplación del filme se convierta en una experiencia, aunque sin dejar nunca de lado una intención narrativa. Y es que en los primeros compases se nos presenta la extraña rutina de Girolamo mediante una serie de escenas cuyo objetivo último a veces resulta difícil de inferir, pero que en última instancia contribuye a la creación de una hipnótica atmósfera en la que cualquier espectador receptivo podrá sentirse inmerso. Sin embargo, a medida que transcurre el relato este adquiere una dirección más sólida, primero con la aparición de una tímida historia de amor entre el protagonista y una joven camarera del hotel, y más tarde con el descubrimiento del motivo por el que Titta está recluido, el cual provoca que la cinta acabe entrando de lleno en el género negro.

Las consecuencias del amor resulta finalmente un cóctel de géneros tan explosivo como desconcertante que, si bien en su tramo final no logra encajar la historia criminal con la elegancia de la que hace gala el resto, se ve compensado por uno de los finales más emocionantes que servidor haya visto en mucho tiempo, una secuencia de clausura que, aunque totalmente inesperada para el espectador, resulta un hermosísimo homenaje a la memoria de aquellas personas que han formado nuestra vida y que por más años que pasen nunca olvidamos.


“No es que yo no crea en Dios, es él quién no cree en mí, porque si no me hubiera hecho algo más atractivo, ¿no cree?”

Aclamado por la crítica italiana y galardonado con cinco premios David de Donatello, Sorrentino creó una gran expectación que no se vio defraudada con su siguiente obra, presentada en el festival de Cannes de 2006 y titulada L’amico di familia (El amigo de la familia, 2006). Esta narra la historia de Geremia Di Geremia, un prestamista feo y enfermizamente tacaño que utiliza su profesión de sastre para encubrir sus actividades usureras, vive en una destartalada casa junto a su madre postrada y tiene como único amigo a un matón amante de la cultura country. Tan extravagante ser ve cómo su vida da un vuelco el día que un hombre acomodado le pide un préstamo para pagar la boda de su hija, una hermosa joven de la que Geremia se enamora, y a la que intentará conseguir mediante los sucios métodos a los que está acostumbrado.

Una premisa tan grotesca como esta encuentra su eco en la nada convencional realización de Sorrentino, que lleva un paso más allá el estilo desarrollado en L’uomo in piú y Las consecuencias del amor y transforma el guión en un delirio posmoderno en el que la mezcla de géneros, la música pop, las secuencias ambiguas o inconclusas y los personajes esporádicos cohabitan en extraña armonía. Geremia Di Geremia, que tiene algo de la casposidad del Torrente creado por Santiago Segura combinada con la capacidad reflexiva del protagonista del anterior filme del director italiano, resulta un ser tan fascinante como repugnante y amoral, un personaje tan poderoso que acaba devorando otros aspectos de la película (como por ejemplo, la coherencia de la línea argumental) que sin él mostrarían su debilidad y perjudicarían el resultado final. Sin embargo, el retrato de este desagradable usurero y su evolución desde el cinismo absoluto hasta una cierta humanidad que pasa por el descubrimiento de un cariño que le había sido vedado en el ámbito familiar, resulta totalmente coherente dentro de las excéntricas pautas marcadas desde el comienzo y disculpa lo aleatorio de la narración (que comienza líneas argumentales que luego abandona sin explicación) y lo excesivo de algunos momentos que parecen sacados de la saga American Pie (¡!). De esta manera el vanguardista y algo caótico estilo de la película encuentra su equilibrio en la evolución de Geremia, heredero natural de los personajes marginados de Fellini. Y es que, como él mismo dice:

“Nos dijimos que debíamos ser malos porque los buenos mueren pronto. Sólo nos olvidamos de aclarar cuál era el límite. Porque hay un límite. Sólo que yo no lo conozco.”




“Todos los que pronosticaban mi caída han muerto, y yo no. Como contrapartida, me he pasado toda la vida luchando contra unos atroces dolores de cabeza. Ahora estoy probando con un remedio chino, pero ya lo he probado todo. Durante un tiempo el Optalidón trajo alguna esperanza, e incluso llegué a enviarle un frasco a un periodista, Mino Pecorelli. Él también está muerto”

Así da comienzo Il Divo (2008), cuarto largometraje de Sorrentino que, al igual que L’amico di familia, se estrenó en el festival de Cannes, suponiendo la definitiva consagración del realizador, principalmente por el controvertido tema que se atrevía a tocar en esta cinta: la vida de Giulio Andreotti (1919), político italiano de longeva vida biológica y profesional, involucrado en todos los escándalos importantes que han afectado a Italia en los últimos cuarenta años. En concreto Il Divo se centra en la séptima elección de Andreotti como Primer Ministro de Italia a principios de los años 90 en medio de todo tipo de acusaciones de corrupción y contactos con la mafia.

Sería complicado resumir en estas líneas la vida de Giulio Andreotti. Puedo apuntar lo básico: que es una de las figuras claves de la política italiana de la segunda mitad del siglo XX, miembro del partido de centro Democracia Cristiana, elegido tres veces Primer Ministro y otras tres presidente del Consejo de Ministros, que en la actualidad, a sus más de noventa años, es senador vitalicio en el Senado italiano, y que a finales de los años noventa fue procesado por su presunta responsabilidad en el asesinato del periodista Mino Pecorelli en 1979, siendo definitivamente absuelto en 2003. En resumen, un personaje tan inamovible como hermético que ha sabido mantenerse en el poder a pesar de sufrir todo tipo de tormentas políticas y mediáticas. Paolo Sorrentino debió ver en él alguien muy acorde con sus inquietudes, pues la traslación cinematográfica que hace del político tiene bastante de la misteriosa opacidad de Titta Di Girolamo combinada con el cruel cinismo de Geremia Di Geremia, dando como resultado un personaje memorable al que da vida un irreconocible Toni Servillo digno de todos los premios de interpretación existentes.

“Si tienes un gran secreto no debes confesártelo ni siquiera a ti mismo, porque nunca hay que dejar huellas”

Al igual que la anterior cinta de Sorrentino Il Divo no lleva una línea argumental clara, y salta de una situación a otra con soltura, haciendo repaso de algunos de los puntos más importantes de la vida de Andreotti, como su relación con el secuestro y asesinato de Aldo Moro, líder de la Democracia Cristiana y colega suyo, por parte de las Brigadas Rojas, o sus presuntas relaciones con el capo di tutti capi Salvatore “Toto” Riina y con las ejecuciones ordenadas por este, para finalizar en el mediático juicio celebrado contra él en 1998. Rehuyendo cualquier austeridad Sorrentino opta por una puesta en escena frenética y descaradamente pop, con una brutal secuencia inicial que homenajea uno de los momentos más recordados de Casino (Martin Scorsese, 1995) y otra que sirve para presentar a la cúpula de Andreotti y que parece haber sido prestada por Quentin Tarantino. Una potente banda sonora, combinación de música clásica, rock y temas electrónicos, contribuye a redondear un espectáculo puramente posmoderno que, irónicamente, tiene como base un tema tan árido y complicado como la política italiana y un personaje que, a diferencia del actual Primer Ministro Silvio Berlusconi, no se caracteriza por su tendencia a dar espectáculo, más bien todo lo contrario.

“Yo no creo en la casualidad, sólo creo en la voluntad de Dios”

En última instancia Il Divo funciona mejor como serie de fragmentos separados que como conjunto coherente. Y es que resulta deliciosamente irónica y mordaz en su retrato de un ser oscuramente maquiavélico, pero cuando hace repaso de hechos históricos se demuestran las flaquezas de su propuesta cinematográfica, pues resulta imposible asimilar semejante bloque de información sin un conocimiento previo, y en todo caso este no aporta nada al desarrollo dramático del filme, que hasta ese momento había funcionado como acumulación de anécdotas del personaje sin necesidad de explicar el contexto en el que se encuentra. Es por eso que Il Divo resulta un vibrante ejercicio de estilo y un interesante acercamiento a la figura de Andreotti, pero no la cinta definitiva sobre la política italiana que podía haber sido.


“Sé que soy un hombre de estatura media, pero cuando miro a mi alrededor no veo ningún gigante”

Esta frase, atribuida al “Divino Andreotti”, podría aplicarse a Paolo Sorrentino, que con cada nuevo proyecto se supera a sí mismo en ambición y talento. Actualmente se encuentra ultimando su primera película en inglés, una cinta protagonizada por Sean Penn que trata sobre una decadente estrella de rock embarcada en la búsqueda de los nazis que torturaron a su padre durante la II Guerra Mundial. Una vez más el tema del Holocausto y de la memoria de los judíos, pero podemos contar con que, al igual que ha hecho con la historia reciente de su país, bajo la mirada del italiano este encontrará un enfoque nunca visto, que puede maravillar y ofender a partes iguales. Será cuestión de tiempo comprobar si la industria de Hollywood es capaz de asimilar a este extraño fuera de serie.


Nux Vomica - The Veils

martes, 4 de enero de 2011

El último Kazan. "El último magnate", 1976.




Un tipo curioso Kazan. Prestigioso director teatral convertido en realizador cinematográfico desde finales de los años 30, famoso por su buen hacer con los actores (no es casualidad que fuese uno de los nombres principales del venerado Actor's Studio), arropado por papá McCarthy gracias a sus chivatazos. Un canalla con algo más que talento que alcanzó su esplendor creativo tras destinar al ostracismo a algunos de sus amigos, y que durante dos décadas no hizo más que estrenar obras maestras, para mayor amargura de los que le vilipendiaban. Un director que parecía que obra a obra se iba despojando de holgados presupuestos, manierismos o tópicos del cine hollywoodense en el que había hecho sus pinitos. Su penúltimo film, The visitors (1972), una obra de ínfimo presupuesto rodada en 16 mm, muy cerca de los parámetros de cineastas como John Cassavetes, así lo atestiguaba.

Sin embargo, cuatro años después de esta pequeña película, Kazan volvía a la industria por todo lo alto.
El último magnate parece una de esas películas que basan su atractivo en la caterva de nombres que aparecen impresos en los títulos de crédito. Y, la verdad, echar un vistazo al personal currante del film es como para caerse de espaldas. Comprobémoslo. A la dirección, por supuesto, Kazan. Vale. En la producción, el legendario
Sam Spiegel. Bueno. Dando la cara frente a la cámara: Robert De Niro, Robert Mitchum, Ray Milland, Dana Andrews, Tony Curtis, Jeanne Moreau, John Carradine, Jack Nicholson, Donald Pleasance, Anjelica Huston... Esto no es todo: el guión lo firma el gran dramaturgo Harold Pinter, adaptando la novela de Francis Scott Fitzgerald. Como colofón, a las partituras está Maurice Jarre.

El último magnate se perfilaba como una de las arquetípicas producciones de los grandes estudios, en la línea de aquellas ostentosas adaptaciones de novelas de Agatha Christie, y que aspiraba a arrastrar a los espectadores a las salas con una fórmula que la gran competidora caja tonta (aún) no era capaz de conseguir ¿Ingredientes? Años 20-30, ambiente lujoso-decadente, reparto fulgurante, director de probada solvencia, presupuesto holgado, obra literaria de éxito/prestigio/ambos como base ¿Qué es lo que hacía un ego como Kazan en una producción en principio tan impersonal como correcta? Y más en un momento en que su carrera derivaba hacia sus obsesiones y vivencias más personales (véanse América, América, El compromiso o la citada Los visitantes).

Tampoco era el mítico y maldito Scott Fitzgerald un autor con muchas concomitancias con el director de origen armenio. Los ambientes urbanos, pomposos y decadentes, los personajes tan poderosos y refinados como hastiados del primero no concordaban con la problemática más obrera o
middle-class de la mayor parte de la filmografía del segundo. Aunque, por supuesto, ambos poseían el rasgo común de la visión crítica del american way of life
(si bien es verdad que desde presupuestos muy distintos), además de tratar con personajes que, más allá de su contexto más o menos pudiente, comparten tormentos, destinos trágicos y cierta grandeza épica. Personajes que tienen su peor enemigo en ellos mismos. Así que, por qué no. Kazan se despediría del cine con una película sobre la Meca del Cine en sus tiempos más gloriosos (pero no más felices). La última película de Kazan sobre la novela póstuma de Scott Fitzgerald. La jugada no podía ser más poética.

¿Y qué tal le salió dicha jugada? Pues magistral, no. A ratos, la película alcanza cotas del mejor Kazan. En otros momentos, la historia languidece y llega a aburrir. Esto no tendría importancia si se tratase de detalles aislados, pero resulta que donde el film hace aguas es en su tramo fundamental: la historia de amor imposible entre el protagonista, el productor cinematográfico Monroe Stahr (perfectamente encarnado por un joven Robert De Niro) y una misteriosa mujer, interpretada por
Ingrid Boulting. La pasión y el desgarro que debían desprenderse de la relación no se transmiten para nada. Queda una sensación de frialdad y desapego más propia de la poética del absurdo practicada por el guionista Harold Pinter en sus piezas teatrales, pero que se revela mucho más efectiva allí que en un film como este. De todos modos, quizás a la que hay que achacar el naufragio de buena parte del metraje es a la sosísima partenaire de De Niro, Ingrid Boulting. Por muy guapa que fuese la chica, lo cierto es que era una mala elección de casting.

A su favor, hay que decir que su ácido retrato del Hollywood esplendoroso de los años 30 es interesantísimo. A diferencia de otras producciones con los rasgos ya señalados, la película de Kazan no se corta un pelo en mostrarnos las miserias de la sociedad que enmarca la acción. La crudeza y crueldad de muchas de las situaciones presentadas dan lo mejor de la película. Pinter y Kazan dibujan a la perfección un mundo amargo, con el capitalismo como dios absoluto cuyos sumos sacerdotes son productores sin escrúpulos. El tono ligero de las películas de los años 30 desaparece. En su lugar, toman cuerpo las corruptas relaciones de poder, la persecución a los comunistas (detalle significativo, viniendo de Elia) las drogas, el alcoholismo, la prostitución y otras perlas. Estamos ante un mundo de productores capullos, sindicalistas trepas, guionistas etílicos, actores y actrices en decadencia, entre los que asoman personas –más bien bichos raros– que intentan algo tan poco rentable como es vivir con bondad y dignidad. Pasados traumáticos, relaciones que ahogan, arribismo, fatalidad y autodestrucción: este es el pasado revisitado por Kazan. Lo hace ayudado por figuras que alguna vez disfrutaron de las mieles y el esplendor, pero que aquí desmontan su leyenda. Ray Milland está calvo, Robert Mitchum es viejo, gordo y ya no liga (aunque sigue fumando mejor que nadie), Jeanne Moreau sólo encandila cuando está delante de una cámara, Tony Curtis interpreta a un galán impotente... Los recuerdos ya no son lo que eran. Asistimos a la muerte de un modo de vida, de una estirpe de todopoderosos que serán derrotados por su propia megalomanía, dando paso a un Hollywood de inversores y banqueros más que de creadores. Finalmente, Monroe Stahr, pálida invocación de la figura del omnipotente Irving Thalberg, reconocerá su derrota mientras deambula por platós vacíos y fantasmales, susurrando "No quiero perderte", internándose poco a poco en la oscuridad, acompañado por la melodía de Jarre, interpretada con el sonido triste y quejumbroso del saxofón. Queda la nostalgia, parece querer decirnos Kazan.

La austeridad y clasicismo del filme, extraños en una época de rupturas y manierismos propulsada por genios como Coppola o Scorsese; su extraño simbolismo; secuencias como la que muestra a Monroe Stahr explicando a un novelista metido en tareas de guionización
cómo "hacer cine", o aquella en la que el joven productor mantiene un duelo dialéctico y físico con el personaje de Jack Nicholson, son otras razones de peso para reivindicar este filme. Sin duda, muy alejado de la obra maestra, pero la mejor adaptación que yo haya visto de una historia de Scott Fitzgerald. Y una estupenda despedida del cine de ese tipo tan curioso, Elia Kazan.