lunes, 25 de abril de 2011

De amor, dolor y despertares. 'Tierras de penumbra' de Richard Attenborough.

Desde sus comienzos, la carrera de (lord) Richard Attenborough como director pivota alrededor del bienamado por el público anglosajón sub-género del biopic. Si bien en un principio el potencial de este oriundo de Cambridge parecía restringirse a la actuación, perfilándose desde su debut en Sangre, sudor y lágrimas (In which we serve, 1942, de David Lean y Noël Coward), como un más que solvente intérprete especializado en papeles secundarios enjundiosos (memorable en La gran evasión, El Yang-Tsé en llamas o El vuelo del Fénix, aunque muchos le recordarán como el sabio megalómano del clásico contemporáneo Jurassic Park) y algún que otro brillante protagonista (El estrangulador de Rillington Place, realizada por Richard Fleischer en 1970), a finales de los años sesenta se convierte en uno de los primeros en su gremio en dar el salto a la dirección (con el apoyo de capital propio, todo hay que decirlo), con el musical Oh, what a lovely war (1969). La vena de los biopics y películas históricas (con cierto regusto crítico en su caso) comienza con su segunda película, El joven Winston (1972), pero su labor no será unánimemente reconocida hasta una década y un par de filmes después, con su monumental y muy estimable Gandhi (1982), ganadora con merecimiento de ocho Oscars de Hollywood. Este éxito le encasilla, y sus películas siguientes prosiguen la línea anterior, sin lograr ninguna las mieles recogidas a principios de los 80: Grita libertad (Cry freedom, 1987), sobre el apartheid en Sudáfrica y el líder negro Stephen Biko, Chaplin (1992), irregular cronología del genio del séptimo arte, y la película que nos ocupa, Tierras de penumbra (Shadowlands, 1995). Después vendrían una floja recreación de las peripecias amorosas de Hemingway durante la I Guerra Mundial, En el amor y en la guerra (In love and war, 1997), y otra semblanza poco inspirada sobre un supuesto indio defensor del medio ambiente a principios del siglo XX, Búho Gris (Grey Owl, 1999). Su última incursión en la pantalla grande es un melodrama a caballo entre dos épocas, de nombre Cerrando el círculo (Closing the ring, 2007), que ni merece ser comentado.

C.S. Lewis
Finiquitada la introducción de rigor, vayamos al grano. Tierras de penumbra supone la culminación del estilo Attenborough. A saber, una historia de época, en la que el contexto social y el tono intimista se dan la mano, en una narración de cariz clásico, y en la cual los puntos de interés residen en los conflictos de los personajes, personificados por unos actores exquisitamente dirigidos (no podía ser menos viniendo de un director con un prodigioso historial interpretativo a sus espaldas). William Nicholson y George Fenton, respectivamente guionista y músico habituales de Attenborough, redondean la apuesta del director, una auténtica rareza en el panorama cinematográfico de los 90: una historia de insultante simplicidad, sin apenas afectaciones, de sobriedad clásica que nunca cae en el academicismo, basada toda su fuerza en interpretaciones y guión. Attenborough centra su narración en la vida de Clive Staples Lewis, profesor de Literatura en Oxford, y famoso por sus Crónicas de Narnia. Su quehacer vital es, precisamente, ése del que los niños protagonistas de aquella saga de fantasía querían escapar: cincuentón, eminencia académica y literaria, perteneciente (junto a nombres como J.R.R. Tolkien, Charles Williams u Owen Barfield) al círculo de intelectuales cristianos llamado Inklings, comparte cotidianeidad y caserón familiar con su hermano, criatura fosilizada como él. Su actividad se reparte entre sus clases "cuasi-pontificias" y las reuniones tabernarias de los Inklings, retratados como un grupo de solterones conservadores que encuentran su paralelismo en las venerables señoronas anglosajonas que acuden a escuchar las conferencias del protagonista sobre la necesidad del dolor y el sentido de la vida: "El dolor es el martillo que utiliza Dios para despertarnos" proclama con seguridad y satisfacción el paradójicamente inexperto Lewis. Todo cambia (y ahí reside el quid de la película) cuando aparece en su vida una poetisa norteamericana, Joy Davidman Gresham, con la que mantenía correspondencia. Divorciada, con un hijo a cuestas, independiente, con simpatías hacia los comunistas, educada en el judaísmo pero de convicciones ateas, y profundamente vitalista, no puede chocar más con el anglicano conservador Lewis y con el entorno cerrado y asfixiante de la Inglaterra de los años 50, auténtica tierra de penumbra que sirve de perfecto escenario a las sombrías experiencias de los protagonistas.

Joy Davidman Gresham
Poco a poco, se va gestando entre estas dos figuras antitéticas una profunda historia de amor que, como toda peripecia imposible que se precie, se salta los cánones sociales (a las circunstancias expuestas hay que añadir la diferencia de edad de más de una década entre los amantes) y los prejuicios de los propios implicados (Lewis se verá inmerso en la singular batalla entre su reputación y la rendición ante el primer amor). Cuando parece que triunfa el amor, el destino hace acto de presencia: la vitalista Joy se ve atenazada por un cáncer de huesos irreversible. Es entonces cuando Lewis se replantea de modo radical sus creencias: el sentido del dolor ya no parece tan claro, y la presencia de Dios se difumina ante la agonía de su mujer. De pronto, Clive Staples despierta, golpeado por la experiencia. Por vez primera, el veterano profesor recibe una lección de vida que le hace consciente de la inanidad de su existencia, camuflada, amortiguada entre erudición, teorías literarias, conferencias, legajos y litros de té. El amor, una vez asentado, le deja indefenso ante la realidad, con sus crueldades y bandazos, que hasta entonces Lewis había sabido esquivar tan cobardemente bien. Nuestro académico, igual que el hijo de Joy Gresham, Douglas, que descubre que el armario de la buhardilla de su escritor predilecto sólo alberga pieles viejas y un fondo de madera, se ve repentinamente zarandeado por la experiencia, obligado a abandonar la segunda infancia en la que estaba estancado a sus casi sesenta años. El dolor obliga, tanto a Douglas como a Clive, a crecer, a despertar de su inocencia, de su letargo.

Attenborough retrata con mano maestra una historia hermosa y triste como pocas, un prodigio de sensibilidad que halla en la transparencia y simplicidad de su puesta en escena su mejor arma. Sin aspavientos, consigue una película reflexiva, emocionante (aunque para esto, debo reconocer, existen espectadores de todos los temples), y sorprendentemente bella. Un ejemplo de cómo una concepción clásica del cine puede dar excelentes frutos. Aunque sea a costa de traicionar ciertos episodios reales que estropearían la contundencia de la ficción...

El guión de la película se basa muy por encima en la biografía de Lewis y Gresham y en el libro escrito por aquel, A Grief Observed, escrito tras la muerte de Joy, en el cual plasma con sinceridad y desgarro inusitados sus sentimientos y reflexiones tras la muerte de su esposa. Sólo que, mientras en el libro Lewis ofrece el sentimiento cristiano y la esperanza de un más allá como consuelos para los males del mundo terrenal, la película "se conforma" con dejarnos a un literato escéptico, desengañado, aunque crecido por la experiencia. Asimismo, se soslayan otros aspectos de la historia real, como el segundo hijo de Joy Gresham o el alcoholismo del hermano de Lewis (inexistentes en el celuloide).

Pero no importa. Independientemente de su adecuación a la verdadera historia del afamado académico oxoniano, Shadowlands queda como una de las mejores crónicas que nos ha brindado el cine contemporáneo sobre un despertar a la vida tan mágico como dramático. A ello ayudan, por supuesto, unos intérpretes de excepción. Anthony Hopkins se marca una de sus mejores recreaciones, y la maravillosa Debra Winger (¿qué ha sido de ella, dios mío?) le da la réplica de manera perfecta.

En resumen. Penas en observación. Sentimiento trágico de la vida. Las consecuencias del amor. Attenborough regala algo parecido a una obra maestra atemporal, un conmovedor viaje por los abismos de la vida, la alegría y el dolor, del cual el espectador sale con la certeza de Lewis, de que "la tristeza de ahora es parte de la felicidad de entonces. Ese es el trato".


George Fenton - Shadowlands OST (End credits)

jueves, 21 de abril de 2011

'Teorema' (1968), de Pier Paolo Pasolini. La humanidad perdida.


Aun consciente de que me queda por publicar un post sobre los últimos años de James Bond en el cine (1995-2008), me apetece demasiado escribir este post sobre una de las grandes películas que firmó en su día el escritor y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini. En este caso, Teorema nació en 1968, en forma de una novela y una película, dos hermanas siamesas, independientes pero complementarias entre sí. Al menos para mi experiencia, la lectura de una enriqueció el visionado de la otra, y viceversa. En cualquier caso, para todo aquel que no sea un motivao pasoliniano vocacional como el que aquí escribe, tanto la novela como la película se pueden disfrutar por separado, sin necesidad de haber pasado por ambas.La novela se compone de breves capítulos y se ve mezclada con frecuencia con arrebatos de poesía del autor. Creo que esta idea es interesante porque se ve reflejada en la película. Ésta se compone de escenas claramente diferenciadas en las que se aborda las situaciones de cada personaje por separado y su forma de relacionarse con el personaje central, tal y como en la novela, y asimismo, sus arranques líricos tienen eco en la película en forma de poderosas imágenes con una plasticidad y belleza admirables.

Pero vayamos por partes, antes de adentrarme en párrafos más analíticos, creo que es importante hablar del argumento o anécdota que da pie a las situaciones y reacciones de Teorema. La película arranca con imágenes de una fábrica, una fábrica que no volverá a ser la misma. Reporteros y cámaras interrogan a ciertos sujetos. Mientras tanto, las sombras de las nubes bajo el sol se arrastran por un paisaje volcánico desolado. La cinta está arrancando con imágenes del final.

Una familia burguesa del norte industrial italiano, Milán, lleva una existencia gris (en el sentido estricto, les vemos en blanco y negro). El padre dirige una fábrica (Massimo Girotti), su mujer es un adorno de la casa (Silvana Mangano). Tienen un hijo, una hija y una criada (Laura Betti). Y una casa enorme con jardín. Reciben un mensaje: “LLEGO MAÑANA”.
Se instala entre ellos un desconocido, un tío bellísimo con una mirada azul impecable (Terence Stamp). En distintas situaciones, va acercándose a cada miembro de la presunta familia. Les atiende, les ama, en el sentido más espiritual pero también en el más físico. Uno por uno, se entrega a ellos, reconfigura sus formas de entender la realidad o, al menos, su realidad particular, lo que entienden por vida. Llega un nuevo telegrama a la casa, el desconocido se va y nada vuelve a ser como antes. Cisma y decadencia.

Teorema no es una película fácil. Su ritmo es lento y su discurso no es directo. Hay que saber entrar en Teorema, y es por eso que divide al público. Cuando la vi con 16 me quedé bastante fuera, me atrajo la idea pero no me acabó de seducir el conjunto. Hace un par de años leí la novela y me convenció mucho. Ahora, con 19, sin recordar demasiado la obra literaria me ha resultado admirable. Me ha asombrado lo bien rodada que está, su lucidez plasmando ideas, me ha apelado muy personalmente. Pasolini caerá bien o mal, se compartirá su discurso político e ideológico o no, pero es innegable que era un grande.

No soy muy amigo de cintas pedantes y de ultraautor. Generalmente no me convencen lo más mínimo. La sustracción de elementos tanto en forma como en contenido hace que me plantee si el director realmente sabe rodar o si realmente está trabajando de una manera coherente. Apostar por una simpleza máxima puede esconder un minimalismo brutal, la capacidad de transmitir con muy poco todo un universo, pero también puede esconder farsantes que por colocar un plano fijo de duración infinita pretenden hacernos creer que son Ozu o gente así que SÍ que sabía lo que hacía.
En este sentido, a pesar de tener un discurso político-religioso-etc-etc muy evidente, Teorema me convence del todo. Eso tan academicista de denominar a algo “poesía visual” lo encuentro aquí. Las imágenes son el todo, hipnóticas, subyugantes, mágicas. Se detiene el tiempo, la cámara se recrea en las situaciones, en los detalles. No son necesarios los diálogos, más palabras harían perder fuerza a lo que se está viendo. La cámara es temblorosa, parece indecisa a veces, mete zoom, no hace encuadres ideales, pero no puede resultar más directa.

Podría detenerme en hacer un análisis, de esos que tanto molan a los teóricos, explicando qué significa cada parte, cada personaje, cada acción, ese contenido oculto que solo ‘Los Más’ pueden descifrar. Yo le doy al Play pensando que no sé nada de nada, y empiezo a ver imágenes. Más allá de esa criada que representa al proletariado, de esa familia burguesa que queda destruida, de esas analogías religiosas (el milagro, la anunciación), que resultan tan entretenidas de investigar (y que, desde luego, son muy interesantes de leer en entrevistas y análisis), más allá de todo eso, me quedo con el mensaje humano. Creo que en Teorema hay una nostalgia innegable de otra forma de vida, de otra forma de ser y de comprender al ser humano y lo que le/nos rodea.

Dejemos fuera las cuestiones de clases sociales (burguesía, proletariado, etc). ¿No somos muchos o todos los que vivimos en grandes ciudades, esclavizados al trabajo o no, parte de esa familia de Milán? La calle está llena de esos seres alienados, discapacitados emocionales (yo me incluyo) que responden a esquemas e ideas preconcebidas, de lo que uno es y debe ser. De repente, el personaje de Terence Stamp (que está buenísimo y no tiembla al desenfundar su codiciado rabo), es capaz de demostrar a esos engendros que conviven en un mismo espacio que existe la posibilidad de amar, de que alguien les quiera de verdad, sin tener que responder a una etiqueta, a un cliché, a un estereotipo de relación personal, a una duración determinada. Puede follar con un señor o una señora, con una jovencito/a, con la criada a la que nadie hace caso, y también puede ayudar a un chaval a ser creativo, atender al papá cuando se encuentra mal, mirar sin juzgar a Silvana Mangano cuando en un ataque de deseo se quita la ropa porque quiere que le den calor.

Las imágenes de Pasolini son metafóricas, sí, unas veces las analogías son más rebuscadas, otras más evidentes (ese puño que no se abre, p. ej). Pero pienso que hay que ver más allá de ese “desciframiento entretenido”, detenerse ante el conjunto y preguntarse qué nos pasa. Me sorprende que la cinta sea de 1968.
He aquí la TÍPICA PREGUNTA - ¿Y Terence Stamp es Dios?
-Terence Stamp es esa persona que te gustaría tener cuando nadie te hace caso, cuando tienes miedo y te acuerdas de rezar, cuando necesitas afecto, cuando necesitas desahogarte. Terence Stamp está dispuesto a interactuar contigo sin juzgarte, está dispuesto a que le reveles qué narices esconde tu corazón, por más de que te olvides de que lo tienes. Este personaje está dispuesto a recordarte, ciudadano de Milán o de cualquier gran ciudad desarrollada del mundo, que eres humano, que por más que te esfuerces en negarlo y aunque te duela reconocerlo, eres también en el fondo un mamífero con necesidades al que lo desconocido hace buscar respuestas.

Como no podía ser de otra manera, Teorema resultó motivo de escándalo, en su versión literaria (Pasolini retiró la novela del premio Strega tras una primera votación) y en su versión cine (en Italia la prohibieron y la Iglesia la condenó, aunque también la premió en el Festival de Venecia). Hay homosexualidad, desnudos, se cuestiona la religión… ¿Nos parece poco para la época? Teorema es, según creo, la película más interesante del segundo periodo de la filmografía de Pasolini, ese que arrancaría tras Pajaritos y pajarracos (1965) y acabaría con Medea (1970). Que luego sus siguientes títulos, Pocilga (1969) y Medea, resultaran demasiado flojos, es harina de otro costal. Ya se pondría a la altura con la 'Trilogía de la vida'.

jueves, 14 de abril de 2011

A ambos lados de la frontera. 'Norte' (2011), de Edmundo Paz Soldán.

Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) consolidó su impulso hacia la escritura ante la efervescencia literaria bonaerense de su juventud universitaria. Entre los 19 y los 23 años experimentó un ambiente novedoso para él, limitado hasta entonces por la ausencia de tradición en las letras bolivianas. Expatriado y asentado desde comienzos de los noventa en Estados Unidos, en sus primeros textos se apartó del realismo social boliviano dominado por campesinos y mineros, lo que le provocó insistentes críticas en su país e incrementó a raíz de ello su madurez lectora. Sin negar el influjo de clásicos como Alcides Arguedas, Oscar Cerruto o Augusto Céspedes, la carencia de grandes referentes nacionales benefició su libertad creativa, aunque solo en sus dos últimas obras ha podido desligarse del escenario de su infancia, sobre el que ejerce una mirada ambigua y cuestionadora reflejada en Río fugitivo (1998), su novela más personal. Como ya mostró en Los vivos y los muertos (2009) y ahora en su última novela, Norte (2011, Mondadori), Bolivia ha dejado el terreno literario para convertirse en objeto periodístico socio-político, con el desafío a distancia de crear en sus narraciones literatura norteamericana en español. Su crecimiento y evolución están marcados por el desprendimiento panorámico que ejerce sobre Bolivia hacia la intimidad de los microambientes estadounidenses, haciendo gala de un eclecticismo temático que le permite afrontar desafíos como el de su próximo proyecto, una novela de ciencia ficción.

Paz Soldán formó parte de la fallida generación McOndo, reacción posmoderna contra la escuela del realismo mágico, publicada en una antología en 1996 por una nueva hornada de narradores latinoamericanos que posteriormente separaron sus caminos. Actualmente, la literatura latinoamericana asume el vacío de un movimiento imperante favoreciendo una multiplicidad de voces alejada ya de los grandes grupos del realismo mágico o anteriormente el realismo social, pero con un elemento inherente en común: la realidad virtual. Gracias a su imaginación, frescura y capacidad experimental, Paz Soldán se ha confirmado como un autor representativo del periodo actual, en el que los medios de comunicación y la tecnología estrechan relaciones con artes y materias dispares, explotando una cantidad de temas nuevos poco tratados por la literatura, generalmente reacia a salir de sus márgenes. Estas características, conjugadas con el choque que provocan en los eternos sentimientos humanos, fueron explotadas a fondo en Sueños digitales (2000) y aparecen de nuevo en el relato contemporáneo de Norte, ya como una constante pazsoldaniana, reflejando un mundo juvenil sometido a la burbuja de la sobreinformación y el continuo llamamiento a referentes de la cultura popular.

Actualmente Paz Soldán combina su faceta de escritor con las de periodista y profesor en la universidad de Cornell, Ithaca (EEUU). Referente de opinión en temas bolivianos e internacionales, es el escritor más asentado de su país. Novena en su producción, Norte relata tres historias separadas en el tiempo que abarcan los últimos 80 años con un cauce común: la vida en los estados fronterizos de México y Estados Unidos a través de seres inestables sujetos al peso del desarraigo en la inmensidad de América del Norte; tres Latinoamericanos perdidos en EEUU, al modo de los Mexicanos perdidos en México de Los detectives salvajes.

Hábil en el manejo de los tiempos adaptando su escritura a la cronología de lo narrado para después encajar coherentemente sus piezas, Soldán desechó el rumbo de un proyecto ecuménico para reflotar a tres de sus personajes. Dos primeras historias basadas en hechos reales contribuyen a organizar el esqueleto temporal para modelar desde ahí la psicología de los personajes y una tercera, en cambio, luce un yo contemporáneo aceptando la estrechez tecnológica cotidiana en nuestra sociedad. Las historias se tocan, pero no se cruzan, resaltando con esta independencia el simbolismo de vasos comunicantes en vidas dispares y alejadas con un conjunto de circunstancias paralelas. El vanguardismo de trama y estructura en la novela evidencian la madurez de un autor que no duda en remitir a Cormac McCarthy y David Mitchell como maestros contemporáneos para su ambicioso asentamiento como "novelista americano", manteniendo el registro del mexicano coloquial, el sentir del lenguaje de la calle elevado a alta cultura inspirado en su gran maestro, Vargas Llosa.

Martín vive la miseria de los inmigrantes mexicanos en los años de la Gran Depresión, obligado a dejar atrás a su familia y desempeñando ocupaciones abyectas junto a otros compatriotas desplazados, como la construcción de trenes, metáfora maldita de su mísero destino. Autista y de salud delicada, encerrado en un psiquiátrico californiano los últimos 33 años de su vida, el tiempo le convertirá en uno de los mayores pintores art brut del siglo. Sus obras regresaban a una vida pasada de jinetes y caballos, paisajes, mujeres, trenes y túneles, obsesiones de unas raíces profundamente mexicanas. Jesús, centro del relato, vive una difícil infancia con precoces brotes de violencia. En su natal Villa Ahumada, Norte de México, arranca una leyenda que le convertirá en el Railroad Killer, el asesino más buscado por el FBI, en la llamada Operación Stop Train que exaltaría la generalizadora hostilidad histórica hacia los mexicanos en EEUU. Asesinatos a sangre fría, trabajos de contrabando, robos, violaciones, burdeles y drogas le convierten en un ser desarraigado y obligado a huir, alrededor de una línea fronteriza sin secretos para él. Un instinto asesino creciente que forja un odio hacia Norteamérica repleto de dolor, rabia y amargura, consecuencias de la hostilidad y el rechazo. Michelle es una joven desorientada afincada en Texas, con familia procedente de Bolivia, raíces que le impulsaron a estudiar un post-grado de literatura hispanoamericana. La universidad deja paso al trabajo junto a su obra creativa de dibujante de comics, tan estancada e inconstante como una vida social alterada por los problemas de la contemporaneidad.

La violencia de Jesús extendida en la frontera unifica las partes y a una minoría oprimida percibida con una mirada de desconfianza por la comunidad estadounidense con Ciudad Juárez como referente del horror, el silencio y el miedo, núcleo de la creciente cultura del narcotráfico, una mafia perfectamente organizada con la complicidad policial y política estadounidense. Un infierno, espejo de frustraciones, que ha estimulado a escritores como Elmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra o el Bolaño de 2666, y un psicópata, fruto de la filia del autor hacia las novelas policiacas de su biblioteca paterna, que representan hiperbólicamente el pánico del ciudadano americano ante una inmigración latina incapaz de olvidar fronteras psíquicas y culturales, de asimilar su nueva sociedad como si hicieron las anteriores, inadaptada pero imparable en su avance.

sábado, 9 de abril de 2011

James Bond (III): el renacer de la saga, la ceja de Roger Moore y la invisibilidad de Timothy Dalton.

Tras haber sido abandonado por su colaborador habitual Harry Saltzman, Albert R. Broccoli se erigió como el gran único productor de la serie que, tras el fiasco de El hombre de la pistola de oro, se impuso como misión demostrar que Bond todavía era rentable.

Después de 3 años congelado, James Bond regresó con La espía que me amó (Lewis Gilbert, 1977), película que rompe con sus predecesoras y que actualiza el patrón a imitar que ya se fijó en Goldfinger para las sucesivas entregas. Este modelo se ha imitado desde entonces hasta la última película de Pierce Brosnan, Muere otro día (2002), con alguna rara excepción como Licencia para matar (1989, fecha tras la cual la saga casi vuelve a morir). A partir de aquí aumentan considerablemente las dosis de gadgets y chicas atractivas y Bond se esforzará por estar siempre a la última y ser el mejor en todo: el más listo, el mejor luchador, el más ligón, adaptándose ocasionalmente a las modas más pujantes del momento, como resultará particularmente evidente en casos como el de Moonraker (1979).

En resumidas cuentas, La espía que me amó supone una enorme inyección de energía en la saga. En ella, Bond (Roger Moore) se alía con una bella agente rusa para combatir a Stromberg, un poderoso psicópata que pretende acabar con la vida sobre la tierra y trasladarla al mar. ¿Cómo? Muy sencillo, secuestrando submarinos rusos y americanos para provocar la Tercera Guerra Mundial.

unque el guión es una clara revisión del argumento de Solo se vive dos veces (parece mucha casualidad de ambas cintas tengan además el mismo director), se trata sin embargo de uno de los mejores filmes de la etapa Moore, en el que destacan el tema Nobody does it better y el gran invento del Lotus Esprit submarino.

El nuevo enfoque de la serie se aprecie ya desde el teaser (la secuencia precedente a los créditos). Bond acaba de acostarse con una rubia, recibe un mensaje de M en su reloj y, tras un par de gracietas, abandona la cabaña en los Alpes donde se encuentra para ser perseguido por los rusos sobre esquíes.

Una vez acaba con ellos (sin sofocarse mucho, y además, sobrado en sus habilidades: esquía de espaldas y hace saltos mortales), cae por un precipicio y, en el vacío, abre un paracaídas con la bandera del Reino Unido, salvando así su vida y dando paso a los créditos.La espía que me amó reenganchó al público perdido y resultó un grandísimo éxito comercial. Asimismo, sirvió para que Roger Moore acabara de sentirse cómodo con el personaje y empezara a hacerlo suyo.

En la siguiente entrega, Moonraker (Lewis Gilbert, 1979), todo se torna aún más excesivo. Visto el éxito que había cosechado La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) entre el público de la época, Broccoli, el procuctor, decidió enviar a Bond al espacio. Es exagerado el uso que se hace del slapstick y la comedia barata, que reducen considerablemente la tensión; sin embargo, la película tiene unos efectos especiales prodigiosos, acompañados por la deslumbrante banda sonora del habitual de la serie, John Barry. Me gusta mucho el teaser: una caída libre en la que Bond lucha por conseguir un paracaídas.
El exceso de humor fácil actúa en detrimento de la calidad del filme, muy difícil de tomar en serio. Aun siendo el título de la saga que más recaudó hasta la fecha, los fans reclamaban un poco de seriedad y serenidad, pues los nuevos títulos apenas tenían que ver con los míticos filmes de Connery. Así pues, y visto que James Bond había recuperado plenamente a su gran público, atrayendo también a la nueva generación de los setenta, Broccoli decidió compensar a los fans y volverse más formal con la siguiente entrega.

Solo para sus ojos
(John Glen, 1981) es una de las peores películas de la saga sin lugar a dudas y, personalmente, es la que más me cuesta ver, junto a El hombre de la pistola de oro. Su ritmo es pesado, la trama es un lío y en todo momento se tiene sensación de pobreza (estética, formal, intelectual...). Resulta ofensiva la caracterización que se hace de España, presentando Madrid como una ciudad puramente rural.
Hay que hacer hincapié también en lo mal dirigida que está: apenas se pueden salvar un par de escenas de acción (la persecución sobre esquíes y la de coches en “España”, un país en cuya capital la gente recoge aceitunas y tiene acento mejicano).

Resulta absurdo y en vano el intento de enlazar este filme con los de los 60 presentando en el teaser a Moore llevando flores a su esposa fallecida y más tarde enfrentándose a un villano misteriosamente parecido a Blofeld (a quien creíamos muerto). Por lo demás, a pesar del éxito de taquilla logrado (algo inferior al de Moonraker) y del aplauso de algunos críticos, creo no equivocarme al considerar Solo para sus ojos un patinazo. De ahí que muchas de las intenciones de recuperar elementos de las cintas clásicas desaparezcan de cara a la siguiente entrega, Octopussy, para mí, junto a Vive y deja morir y La espía que me amó, las tres más notables de la etapa Moore.

Octopussy
(John Glen, 1983) podría y debería haber sido la última aparición de Roger Moore encarnando a Bond. Ya antes del rodaje de Solo para sus ojos el actor había planteado a Broccoli que quería abandonar la saga; sin embargo, el productor le convenció y Moore siguió hasta 1985.

Aunque al principio abusa del humor que se estilaba en las entregas de los 70, se trata de una película de acción muy bien resuelta. Conviene destacar el tema principal (All time high, interpretado por Rita Coolidge), la recuperación del otrora galán Louis Jourdan (visto en títulos como Gigi [Vincente Minelli, 1957] o Carta a una mujer desconocida [Max Ophüls, 1948]) como Kamal Khan (el malo), así como todo el metraje que tiene que ver con el intento de atentado en el circo de Octopussy, durante el que el interés y la tensión van en aumento hasta el final: se trata de un tramo de película muy bien montado y desarrollado.

La edad a estas alturas le estaba pasando factura a Moore, ya cerca de la sesentena, cosa que nadie duda: las arrugas le pesan y cada vez necesita de más dobles para poder sacar adelante las escenas de acción. Bond se hace viejo y los guionistas lo saben; es por ello que en esta ocasión le colocan como mujer a conquistar a una mujer madura, la bella Maud Adams, inolvidable en su papel. Octopussy es una película que mantiene la atención del espectador hasta el final y que, al contrario que Solo para sus ojos y a pesar de los lastres con los que carga, tiene bastante vida.

Panorama para matar
(John Glen, 1985) es, como he dicho, la última intervención de Sir Roger en la saga con 58 años, repito, 58. A pesar de los liftings faciales y las curas de adelgazamiento, es innegable que el actor ya no estaba para el personaje: precisamente la edad de “Bond” y todo lo que ello acarrea le restan credibilidad al episodio, ya bastante falto de originalidad. El espectador no puede comprender por qué todas esas rubias en la flor de su juventud sucumben ante Moore, de quien dijo un crítico: “No es que esté ya madurito…¡Es que está a punto de caerse del árbol!”. Hay secuencias en las que tienen más planos sus dobles que él.

En esta película hay pocas cosas reseñables, para ser sinceros, pero entre ellas están los malos Christopher Walken (teñido de rubio, como Max Zorin) y Grace Jones (haciendo de la masculina May Day), así como el score de John Barry, cuyo tema principal, interpretado por Duran Duran, fue un éxito en su día.

La siguiente etapa de la saga, con Timothy Dalton como protagonista, se compone tan solo de 2 películas, entretenidas y más que aceptables, sobre todo la primera, pero en ella no existen demasiados aspectos reseñables a nivel global salvo el rejuvenecimiento de Bond y el cambio a un nuevo actor formado en el teatro clásico de Shakespeare, quizás algo más sosillo, que no logra adaptarse plenamente al personaje. Sin embargo, con estos dos filmes se recuperan en cierto modo la seriedad y la violencia tan olvidadas en los episodios protagonizados por Roger Moore.

En 007: Alta tensión (John Glen, 1987) destacan Jeroen Krabbé, actor habitual del director holandés Paul Verhoeven y el tema principal interpretado por el grupo A-ha, muy de moda en aquellos años, en el cual se inspira el resto de la banda sonora de John Barry. Conviene resaltar también el guión de la película, bien escrito y consistente. Sin embargo, los guionistas no saben cómo acertar del todo con Dalton, si dándole más o menos humor, más o menos acción: de lo único que están seguros es de que interpreta a un Bond más humano, y es por ello que en el siguiente título deciden romper con la fórmula habitual.
En Licencia para matar (John Glen, 1989), los guionistas optan por imitar de alguna manera a los filmes de acción de moda producidos en aquella época por productores como Joel Silver (responsable de títulos como La jungla de cristal, Arma letal, Por encima de la ley, con Bruce Willis, Mel Gibson y Steven Seagal como protagonistas, respectivamente). En esta película se presenta a Bond sediento de venganza y al margen de la ley y del Servicio Secreto Británico, decidido a vengar a su amigo Felix Leiter y a su esposa, maltratado el uno y asesinada la otra por unos contrabandistas latinos entre los que ya apunta maneras el jovencito Benicio del Toro. Lo más notable de la película son él, el malo (Robert Davi) y la persecución de camiones cisterna del final, potencialmente imitada de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981). Por lo demás, y a pesar de presentar de una manera bastante gráfica la violencia, se trata de una película olvidada, al igual que en general Timothy Dalton y su intervención en la saga.