lunes, 11 de junio de 2012

«-¡¿Ruso?! -Ruso blanco, ¡claro!». Humor y crítica en «Uno, dos, tres» de Billy Wilder (1961).



El análisis de cualquier creación potencialmente artística está determinado por la existencia de dos ámbitos de interpretación diferentes: el discurso conceptual, y la relación entre este, el contexto histórico y político, y la realización en términos materiales. Ambas facetas se hallan estrechamente relacionadas, y su posible dependencia constituye siempre una compleja evaluación. En cualquier caso, el origen de la expresión intelectual y artística radica en el contacto con la realidad, lo cual supone asumir una metodología orientada a sintetizar un término medio entre las dos posibilidades mencionadas.

Esta reflexión inicial resulta fundamental, puesto que el objeto de estudio de este pequeño ensayo se sumerge de lleno en esa dialéctica entre creación y realidad. Uno, dos, tres (Billy Wilder, 1961) narra una historia aparentemente anecdótica y cómica, pero presenta una visión singular de una realidad histórica profundamente trascendente. El concepto artístico de la película podría incurrir en el vacío si se obviara cualquier parecido con los hechos reales. De este modo, es posible entender que lo formal cumple su función gracias a un discurso apegado a la realidad de la sociedad humana contemporánea. Sin duda, esta afirmación supone entrar de lleno en la complejidad antes mencionada, pero es necesario para comprender el papel del equipo de la película en la creación. Por otro lado, un análisis histórico requiere centrarse en el ámbito ideológico, en aquello que interpreta y describe la realidad, matizando la relevancia de los medios que permiten su elaboración «lingüística».

En primer lugar, resulta necesario introducir la figura del director y máximo responsable de la película analizada. Billy Wilder nació en 1906 en la región austrohúngara de Galitzia (actual Polonia), en el seno de una familia judía. Durante su juventud sobrevivió haciendo pequeños trabajos esporádicos y trabajando en el mundo del periodismo, gracias a lo cual entró en contacto con el cine y con la UFA (el estudio cinematográfico más importante durante la República de Weimar). En 1934, después de una temporada en Paris, decidió emigrar a EEUU por la presión antisemita que comenzaba a ejercer el partido Nazi en Alemania. Al llegar al Nuevo Continente, buscó trabajo como guionista de la Paramount. A partir de ese momento, entró en contacto con Ernst Lubisch y Howard Hawks, con los que colaboró en varias películas. La crítica cinematográfica (Rentero, 1987) no se pone de acuerdo en hasta que punto influyeron estas referencias artísticas en el lenguaje de Wilder, pero es posible encontrar similitudes. Del mismo modo, la relación de Billy Wilder con el éxito comercial le ha situado siempre en un plano secundario en las listas de cineastas con «firma».

Una de las características fundamentales de Billy Wilder y de su trabajo en el cine es su escepticismo casi cínico o irónico (según el espectador o el crítico). La diferencia en el calificativo se pone de manifiesto en la opinión de Boyero sobre el director: « […] la comicidad y el drama llevan el sello de un cerebro tan poderoso como original […] prefiere que los cretinos le etiqueten como un cínico en vez de un poeta del claro oscuro» (2 de abril de 2012). Wilder es un director y guionista de la etapa clásica de Hollywood, y, por tanto, su hacer técnico suele calificarse como impecable y trasparente (Rentero, 1987). Sin embargo, las diferencias que hay entre sus obras cómicas y sus obras dramáticas parece ser un motivo para poner en duda su «estilo». En cualquier caso, el aspecto «artístico» más relevante para este breve análisis de la película Uno, dos, tres es la acidez del humor de Wilder: «El cinismo como representación de una sociedad excesivamente sometida por presiones y puritanismos – que muchas veces se confunde con el sarcasmo y la ironía –, el escepticismo ante una realidad tan dura como la vida misma […] y la crueldad […], ejemplarizada en un sentido “americanizado” del vitalismo […]» (Rentero, 1987: 33).

Billy Wilder era claramente mordaz y perspicaz. Su reflejo de la realidad tangible y del «absurdo cotidiano», está influido por la constatación de que la existencia es una tragicomedia constante. Tanto es así, que este director continuó haciendo gala de su ironía a pesar de haber huido de su país y de haber perdido a una parte importante de su familia en los campos de concentración de la Alemania Nazi. Uno, dos, tres se puede establecer como ejemplo de esa dialéctica entre teórica y práctica que reside en el fondo de cualquier crítica escéptica. El argumento describe el desarrollo de la última etapa de la carrera profesional de C.R. McNamara, interpretado por James Cagney. Los planes para ascender en la estructura empresarial de la marca Coca-Cola en Europa obligan al protagonista a ceder su tiempo y su atención para complacer a sus superiores y lograr la consumación de sus ambiciones. La localización de la historia, la ciudad de Berlín en los años 60, y las órdenes que debe cumplir C.R. MacNamara, provocan el contacto directo con el mundo que se halla al otro lado del Telón de Acero. Por tanto, y gracias a los disparatados sucesos que completan el argumento de la película, los enemigos conceptuales de la Guerra Fría quedan reducidos al absurdo de su arquetipo.

Uno, dos, tres es un film frenético, que no permite ningún descanso ni renuncia nunca a captar toda la atención del espectador. Precisamente, el título transcribe el comienzo de una carrera. La combinación continua de humor sutil y humor obvio y absurdo, hace imposible realizar una correcta síntesis del argumento. Baste decir que el protagonista acepta cuidar a la única hija (Scarlett, interpretada por Pamela Tiffin) de su superior, de vacaciones en Berlín, sin prever que esta respeta limitadamente las normas que le imponen; lo cual acabará llevándola a cruzar la frontera hacia la República Democrática alemana. Allí, Scarlett se enamora del prototipo de joven revolucionario soviético (Otto, interpretado por Horst Bucholz). Con el fin de mantener su imagen de directivo responsable, C.R. MacNamara se encarga de eliminar la inconveniencia. Sin embargo, la hija de su jefe se ha quedado embarazada, lo cual es un problema mayor si no existe un padre reconocido. Mientras todo ello sucede, el superior de MacNamara decide viajar a Europa para visitar a su hija. Al enterarse, MacNamara urde otro plan para recuperar a Otto y convertirle en el modelo de perfecto marido capitalista en un tiempo record. 

Billy Wilder, en su larga entrevista con Cameron Crowe (2000), destacó que cualquier conclusión sintetizada a partir de la historia de esta película debe considerar que su objetivo principal era realizar una comedia delirante y acelerada. Siempre es arriesgado sobreintepretar el simbolismo de una creación artística, pero en el caso de Uno, dos, tres es posible marcar la existencia de una serie de temas fundamentales. Es importante recordar aquí el uso de personajes arquetípicos como recurso para simplificar la historia a favor de la conclusión. Así, aparece el modelo de alemán que ha colaborado con el gobierno Nazi pero hace lo posible por suavizar su participación, inventando todo tipo de situaciones en las que no se vea la más mínima colaboración voluntaria. Según el peculiar reflejo de Wilder, la herencia nacionalsocialista no ha desaparecido, ha sido enterrada bajo la presión de la intervención del mundo capitalista o del mundo comunista.

Igualmente, la película trata la teórica diferencia entre la idiosincrasia europea y el modo de vida americano. Tanto MacNamara y su familia, como la familia de su jefe, realizan multitud de bromas al respecto. En ese sentido, existe también una crítica radical contra la posibilidad de que exista una moral sólida dentro del mundo capitalista. Tanto la «libertad» americana como la tradición europea, acaban sucumbiendo al poder y la corrupción del dinero. Esto puede observarse en la reacción de los padres estadounidenses al saber que su hija Scarlett se ha casado, pero con un adinerado noble alemán; o en el proceso de transformación del revolucionario Otto en un digno representante de la alta sociedad. Del mismo modo, el papel de los representantes comerciales rusos pone en evidencia el orden de prioridades humanas.

La película también señala la preeminencia de los ciudadanos americanos en los territorios europeos controlados por los aliados. La importancia de los estadounidenses se asocia claramente con la existencia de un capital sólido y fundamental para el futuro de los países sumidos en la crisis de Posguerra. La propuesta de MacNamara de convertir a Coca-Cola en «the first american company to crack the Iron Curtain” (Daum, 2000) actúa en la película como la «vanguardia» del Plan Marshall en territorio de la URSS. Al mismo tiempo, los personajes protagonistas en el bando capitalista aparecen «sometidos» de algún modo a instancias superiores. La asociación del sistema occidental con Coca-Cola marca también una relación conceptual en la que el capitalismo coloniza el mundo a través de la «seducción azucarada» que supone el consumo.

Capitalismo y Comunismo sufren una radical crítica en Uno, dos, tres. Quizás el hecho de que la película sea un producto de la inversión capitalista determina que la parte dedicada a este bloque sea más sutil. En cualquier caso, eso solo aumenta la profundidad de la destructiva revisión del mundo bipolar que realiza Wilder. Al retratar el lado oriental del Telón de Acero, el director y guionista demuestra que conoce la pasión de los norteamericanos por demostrar su superioridad moral frente a aquellos que viven en un sistema colectivizado. Todo el lío provocado con el reloj de cuco y el globo de «Russki Go Home», o el hecho de que los representantes comerciales sean en realidad espías, no hace más que caricaturizar uno de los regímenes más autoritarios que ha conocido la humanidad. Además, casi todos los ciudadanos «comunistas» que aparecen en la película reniegan de algún modo de la doctrina oficial del Kremlin al verse tentados por la riqueza del capitalismo (los guardias fronterizos al requisar las botellas de Coca-Cola, o el representante comercial ruso al cruzar la frontera y desertar). Una vez más, se vislumbra el escepticismo satírico antes mencionado, ya que, cuando se recurre al ámbito más cercano a lo cotidiano, los grandes dogmas que dividen al mundo en dos bloques tienden al absurdo y a la heterodoxia.


Quizás el bloque argumental más significativo, teniendo en cuenta todo el desarrollo anterior, es el momento en el que Otto y Scarlett llegan a la embotelladora que dirige MacNamara, y este se entera de que los padres de Scarlett llegarán en 3 horas y media a Berlín. Como en un cuento infantil, antes del final y la moraleja, Billy Wilder da una sutil vuelta a todo lo sucedido. Este fragmento, que constituye algo similar a una escena muy larga, da pie a la reflexión teórica, que alcanza su culmen de la mano del despropósito humorístico. Esta escena abarca el encargo de las nuevas ropas para el revolucionario, la creación de una nueva identidad con mayor prestigio, la cesión de valores de Coca-Cola para avalar el gasto de la transformación, y la discusión continua entre Otto y MacNamara. Capitalismo y Comunismo se enfrentan a través de estos dos personajes siguiendo un modelo dialéctico típico. La síntesis se va vislumbrando, aunque el espectador no sabe si el revolucionario aguantará la tentación de aceptar su violenta introducción en el estátus más alto de la sociedad capitalista. 

La acción se desarrolla en dos escenarios principales: la oficina de MacNamara y la sala de conferencias del edificio de Coca-Cola. Entre ambos hay una transición que se corresponde con la sala principal, donde se hallan los trabajadores pegados a sus asientos y a sus mesas. El desarrollo de la historia parece prepararse en este momento para entrar en la «recta final» de esta frenética película. Siguiendo el modelo de la «calma que precede a la tempestad», la acción va in crescendo y la tensión acumulándose conforme el tiempo se acaba. Otto y MacNamara intercambian rápidos diálogos, con respuestas extensas y agudas, contraponiendo siempre el arquetipo capitalista y el arquetipo revolucionario. Esta lucha mantiene el incremento de excitación gracias al recurso de Wilder de introducir golpes que rompen el discurso y obligan a los personajes a ser más directos y a darse más prisa. Los más característicos son los taconazos del secretario de MacNamara (exmilitar de las SS), los comentarios naif de Scarlett, y el reloj de cuco que recuerda el paso del tiempo.

Se acerca el final, el ritmo sube proporcionalmente, y también lo hace el poder del capital sobre el joven comunista de Berlín Oriental. En el viaje en coche hasta el aeropuerto donde aterrizan los padres de Scarlett, Otto y MacNamara revisan cuánto ha costado el proceso de transformación. En tres horas de capitalista, Otto ha acumulado una deuda de 10.225 dólares americanos, y MacNamara responde a su sorpresa con la siguiente frase: «¡Por eso va bien nuestro sistema! Todo el mundo le debe algo a alguien». Es aquí donde se percibe que la sutileza de Wilder al tratar las incoherencias del capitalismo es sutil por sus formas, pero brutal en su contenido. Después de realizar una película en la que se pone en duda la ortodoxia real de las ideologías que dominan el mundo conocido, y por tanto de la «Palabra» del hombre, Billy Wilder rompe con todo haciendo que su personaje defina el sistema como una cuestión de fe.

Algunos críticos sugieren que analizar la obra de Wilder es complejo por ser «demasiado obvia» (Rentero, 1987). En el caso de Uno, dos, tres esa teórica obviedad esconde, a mi parecer, un recurso esencial para definir el humor como método de interpretación de la realidad. Del mismo modo que el Esperpento de Valle-Inclán deja en evidencia el funcionamiento real de la sociedad a través de una exageración radical de sus rasgos más notables, Billy Wilder plantea una revisión profunda de los dos grandes dogmas que dominan el sistema bipolar de la Guerra Fría. Tras el final de la II Guerra Mundial y tras el «trauma» que supone para el modelo tradicional de idiosincrasia occidental, aparece un amplio sector intelectual dispuesto a sumirse en el escepticismo más pirrónico y protonihilista. Aunque el desarrollo infraestructural que sucede al conflicto y a la destrucción permite a muchos continuar pensando en el progreso como aspiración máxima del ser humano, otros empiezan a plantear el absurdo de seguir orientados por una controvertida esperanza en la bondad. Las salidas ante esta frustrante perspectiva son múltiples. Una de ellas se reduce a asumir la irracionalidad del mundo contemporáneo y buscar una forma de sobrevivir ante una realidad que no se puede cambiar. Esa vía es el «humor recalcitrante».

Finalmente, y a pesar de que las trascendencia de la crítica que hace Wilder es fundamental y muy significativa, el director golpea de nuevo la cara del espectador controlado por la credulidad. La historia ha sido resuelta, el capitalismo ha ganado, el público americano y la productora están contentos por ver como su mundo es mejor que el mundo soviético. Sin embargo, cuando MacNamara extrae una botella de Pepsi-Cola de la máquina de refrescos y profiere un alarido de disgusto, el espectador se pregunta: «¿Y para qué?».

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