jueves, 31 de marzo de 2011

James Bond (II). Cambios estructurales: del éxito pleno al fracaso rotundo.

Tras Operación Trueno, último título abordado en mi anterior post, la saga Bond contaba, como decía, con un seguimiento a nivel mundial, y le surgían numerosos imitadores (ayer mismo, me topé en un canal regional con una película llamada Agente 077: Desde Estambul con furor, un tipo de imitación que me remite a la típica falsificación de marca de todo-a-cien Adidas-Acliclas; Sony-Sonia; etc. También existe OSS 117, encarnado por Frederick Stafford, el protagonista de Topaz [Alfred Hitchcock, 1969]). Precisamente en 1967, surgirá el título paródico Casino Royale, un fracasazo con estrellas de la talla de Orson Welles, Peter Sellers, David Niven o un jovencísimo Woody Allen, una película que no hay por donde cogerla, entre otras cosas, porque está dirigida por 5 personas (entre las que se encuentra John Huston), encargadas de partes distintas,y gran parte del metraje se sustenta en los cameos de famosillos.

El siguiente título oficial será Solo se vive dos veces (Lewis Gilbert, 1967), con el que, para mí, la saga alcanza una de sus cotas más altas de calidad. Escrita por Roald Dahl, se trata de una película de gran envergadura que vuelve a superar a sus predecesoras (en medios técnicos, ingenio, sorpresas…). La acción y el ritmo no decaen.

Ambientada en Japón, en esta película Bond se las verá por fin cara a cara con Ernst Stavro Blofeld (mostrándose por primera vez su cabeza pelada y su rostro, atravesado por una gran cicatriz), quien, con una nave espacial que oculta en un volcán extinguido, intercepta cohetes estadounidenses y rusos con el fin de provocar la Tercera Guerra Mundial. Al final de la película, Blofeld (encarnado por Donald Pleasence) escapa, prolongando sus apariciones en la saga.

Los impresionantes decorados (como el del interior del volcán), las réplicas de los misiles, las innumerables localizaciones, el enorme reparto (extras incluidos), así como las innovadoras escenas de acción, entre otros muchos factores más, hicieron que Solo se vive dos veces costase lo mismo que la suma de los presupuestos de todas las producciones bondianas anteriores.

A estas alturas de la serie, Connery ya se había planteado seriamente dejar el papel que le había dado la fama, pues el acoso mediático estaba destrozando su matrimonio con Diane Cilento y, además, quería evitar quedarse encasillado para desarrollar su carrera como actor en otro tipo de papeles, dado que en los 60 su único rol de importancia aparte de James Bond había sido el de coprotagonista de Marnie la ladrona (Alfred Hitchcock, 1964).

Tal y como había anunciado, Connery abandonó el papel de Bond y los productores se encontraron con que la saga más rentable del mundo se había quedado sin protagonista. Para el papel se hizo un casting muy amplio según los criterios de elegancia y masculinidad que requería el personaje, resultando elegido George Lazenby, un australiano de escasa formación actoral.

Lazenby, convencido de que la popularidad que le daría participar en la saga le catapultaría al estrellato más absoluto, anunció que dejaba el papel una vez acabado el rodaje. (Conviene observar que Lazenby quedó relegado a producciones de segunda y de porno blando tan pronto como se estrenó la película que protagonizó).
007 Al servicio secreto de Su Majestad (Peter Hunt, 1969) no tuvo el éxito por parte del público que se esperaba debido sobre todo a la sustitución de Connery. Aunque la interpretación de Lazenby no es de lo más loable, sí es correcta, pero no por ello debemos apartar la mirada de la que es única de las mejores películas de la saga. Acompañan a Lazenby en el reparto Diana Rigg como su futura mujer, Gabriele Ferzetti (¡sí, el de La aventura, de Antonioni!) como su suegro, y Telly Savalas (mítico Kojak, como Blofeld). La película adapta la que para mí es la mejor novela de Fleming con el personaje de Bond y, aun a pesar de que todavía hoy sigue infravalorada por algunos, es la joya de culto de la serie.

Al servicio secreto de Su Majestad
contiene algunas de las mejores escenas de acción de todo el cine Bond, con un vertiginoso e impresionante montaje de John Glen (el futuro director de los títulos de los 80) que hacen que el visionado del filme sea necesario e ineludible para los fans. Si en Operación trueno las secuencias pioneras de acción son bajo el agua y Solo se vive dos veces destaca por la pelea aérea entre helicópteros y avioneta, aquí el reto lo suponen las trepidantes persecuciones sobre la nieve, peligrosísimas de rodar (los cámaras llegaban a filmar esquiando hacia atrás).


Me levanta de la silla la secuencia de los trineos, compuesta por innumerables planos de complejísimo montaje, un verdadero alarde de técnica y de oficio, con una capacidad de generar tensión gracias a la estupenda dirección totalmente admirable. Se trata de una escena de acción asombrosa, como en general todas las de la cinta. No he encontrado todavía ninguna película de la época o anterior que la iguale o supere. Lo más parecido en ritmo, tensión y dinamismo visual lo encuentro en el asedio final de la casa de Perros de paja (Sam Peckinpah, 1971), huelga decir que, como ésta, también una de mis películas favoritas.Es importante destacar la espectacular música de John Barry, una de las partituras más míticas de la saga, recuperada en otros títulos más actuales como Los increíbles (Brad Bird, 2004), dada su efectividad.

Es aquí donde la megalomanía de los títulos de los 60 llega a su cénit, es aquí donde las chicas son más numerosas y los malos son más malos. Al servicio secreto de Su Majestad
sorprende, además por una serie de rupturas argumentales con la fórmula de la serie como el hecho de que Bond actúe durante la mayor parte de la cinta al margen del Servicio Secreto Británico o al final acabe casándose. Sin embargo, al final de la película, Blofeld volverá a escapar, y además asesinará brutalmente a la mujer de Bond. La saga promete mucho y deja la tensión en lo más alto.

Vista la encrucijada en la que se hallaban los productores (se habían vuelto a quedar sin actor para Bond y su última película había sufrido un injusto batacazo en taquilla), decidieron hacer todo lo posible para recuperar a Sean Connery, quien finalmente volvió a golpe de talonario. Una oferta tan tentadora que no podía ser rechazada: sería el actor mejor pagado de la historia. Si bien

Diamantes para la eternidad
(Guy Hamilton, 1971) recuperó a Connery, decidió dejar la dinámica excesiva y de acción pura de los títulos anteriores para apostar por un tono más cómico e ingenioso que tendría continuidad durante toda la década: la seriedad y la violencia propias de títulos anteriores se tornaron aquí en clara autoparodia y descafeinamiento.

A pesar de que garantizó la continuidad de la serie, Diamantes para la eternidad es un título bastante más flojo que los Bonds de los 60 en el que pueden decepcionar muchas cosas (como la falta de referencias al asesinato de la mujer de Bond o la fatalmente rodada muerte de Blofeld). Así pues, si lo que busca el espectador es una obra contundente y solemne en la línea de las anteriores entregas, se sentirá defraudado; pero si lo que busca es un entretenimiento estándar, palomitero y un tanto chorra (con poca tensión y habilidad tras la cámara, errores de raccord y gazapos abundantes), ésta es su película.



Si bien Sean Connery tenía 41 años el día que abandonó definitivamente el papel de Bond, Roger Moore estrenó su primera película con 45. Ésta fue Vive y deja morir (Guy Hamilton, 1973), un filme de interesante estética y atmósfera en el que destacan sobre todo Yappet Kotto (interpretando al Doctor Kananga, el malo, que lidera una organización de negros narcotraficantes) y el trepidante tema principal, escrito por Paul McCartney, hoy día un clásico de su producción.

Roger Moore se muestra aquí más comedido que en sus sucesivas entregas (la sombra de Connery era demasiado alargada entonces), pero sin duda logró algo muy difícil: crear su propia versión del personaje, adaptándolo a sus cualidades. El nuevo James Bond será más ingenioso e irónico, aprovechando la tendencia inaugurada en la serie por Diamantes para la eternidad de autoparodia y descafeinamiento.

Moore jugaba con una gran baza a su favor que garantizó, junto a la efectividad del título, la continuidad de la saga: a esas alturas de su carrera ya era internacionalmente conocido por su papel en la serie de televisión El santo. Su forma de levantar la ceja se convirtió en el nuevo signo distintivo del personaje, aunque el actor no se mostraría completamente desenvuelto con él hasta La espía que me amó. Para llegar a ese momento, y visto el éxito y aceptación que había conseguido Vive y deja morir, tuvo que rodarse antes El hombre de la pistola de oro, en la que el humor que lastraba algunas partes de su predecesora se convierte en el peor de los enemigos del filme.

El hombre de la pistola de oro
(Guy Hamilton, 1974) es una película mediocre comparada con las obras de los 60, en la que el sexo y la violencia se hallan tan suavizados y olvidados en virtud del humor casposo y facilongo que se había impuesto que resulta aburrida, sosa y prescindible. A pesar de que el malo, Scaramanga, fuese encarnado por el legendario Christopher Lee, entre el reparto se encuentran un enano irritante como su asistente (que se haría popular en España años más tarde imitando a Felipe González en un famoso sketch con Javier Gurruchaga) y una chica Bond muy discreta, casi tanto como el tema central.

La crítica y el público notaron todas estas carencias y debilidades y respondieron negativamente: El hombre de la pistola de oro recaudó menos que ninguna de sus predecesoras en taquilla. Con esta cutrez, y los síntomas de enfermedad que estaba arrastrando últimamente, James Bond estaba tocado de muerte. Como prueba de la flojera de este título, fue el único excluido de la reposición que Antena 3 hizo de los filmes de Roger Moore como 007 hace algunos veranos.

lunes, 28 de marzo de 2011

Sobre la responsabilidad ética de los creadores: 'Los renegados del diablo' (Rob Zombie, 2005).


Con la reciente polémica a raíz de A Serbian Film (Srdjan Spasojevic, 2010) y la imputación de Ángel Sala, presidente del Festival de Sitges, ha vuelto a saltar al candelero el tema de los límites de lo mostrable en una pantalla de cine. ¿Dónde está el límite de lo que puede ponerse en escena y lo que no? Este debate, que lleva existiendo desde comienzos del cine, aunque seguramente alcanzó su momento de máxima intensidad tras el estreno de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), ha envuelto a sociólogos, filósofos, psicólogos, artistas y simples tertulianos sin mucha idea pero con ganas de crear escándalo. Sin embargo a mí me gustaría centrarme en algo un poco más abstracto que los límites de la violencia que es (ética o moralmente, como prefiera llamarse) aceptable representar. Lo que me interesa es el punto de vista que el creador de la obra (ya sea película o libro) fuerza a adoptar al receptor (ya sea lector o espectador), y las consecuencias de esta decisión. Para ello me centraré en una película que he visto recientemente y que me ha impactado sobremanera: me refiero a Los renegados del diablo, película del 2005 firmada por el músico Rob Zombie, fundador del grupo White Zombie para más señas. Pero pongámonos primero en antecedentes.

En 2003 Zombie da el salto del mundo del heavy metal al del cine con la película La casa de los 1000 cadáveres, que supone una delirante y gozosa incursión en el cine de terror más desatado y referencial, una espectáculo posmoderno con el que Zombie se propuso reescribir en clave de comedia negra la truculenta mitología de la América profunda implantada por la mítica La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974). De este modo el rockero se adelantó unos años a Quentin Tarantino y Robert Rodríguez en su proyecto Grindhouse (2007; proyecto para el cual, por cierto, dirigió unos de los falsos trailers que servían de bisagra entre las dos piezas centrales) a la hora de homenajear/parodiar/imitar las películas de serie B (o Z), naturales habitantes de grasientos cines de barrio, que llenaron su adolescencia. La casa de los 1000 cadáveres funciona durante gran parte de su metraje dando la vuelta a los tópicos de esta clase de cine, pervirtiendo los ya conocidos estereotipos de la familia de paletos psicópatas, los jovencitos desprevenidos que meten las narices donde no deberían o la incompetente autoridad, y sólo se desinfla en su tramo final, en la que el homenaje pierde la mala baba que poseían hasta ese momento y se convierte en un cansino y algo vulgar paseo por una barraca del terror. Sin embargo, y a pesar de sus irregularidades, se trata de una película injustamente olvidada que vale la pena reivindicar, aunque sólo sea porque en cierta manera se adelantó al cacareado proyecto del dúo Tarantino/Rodríguez.

Dos años después de La casa… Zombie se embarcó en una secuela no oficial de esta última, la cual recuperaba a la familia protagonista con unas intenciones bastante diferentes… Recordemos brevemente el argumento: la familia Firefly, tras años cometiendo secuestros, torturas, violaciones y asesinatos en su casa perdida en medio de la nada, es asaltada por un batallón de policías comandado por el hermano de una de las víctimas de la anterior película. La matriarca es detenida y dos de los hijos huyen, buscando reunirse con el ausente patriarca, que resulta ser uno de los personajes secundarios de La casa de los 1000 cadáveres, el siniestro payaso conocido como Capitán Spaulding. A partir de ese momento se suceden una serie de secuencias en las que los Firefly pasan de ser sádicos verdugos a indefensas víctimas a manos del sheriff sediento de venganza.

La principal diferencia de Los renegados del diablo respecto al anterior filme de Zombie es la estructura, pues esta ya no responde a los cánones del cine de terror sino a los de la road-movie, más concretamente a la que tiene como protagonistas a forajidos al margen de la ley. La segunda diferencia, que supone la clave de este artículo, es el tono: y es que la manierista La casa…, plagada de delirantes insertos visuales y violentos cambios de género tan propios del cine posmoderno, deja paso a una puesta en escena mucho más clásica y a un estilo seco que, exceptuando un par de momentos (los créditos iniciales y la escena final), se centra en narrar la historia de la manera más clara posible, involucrando al espectador en la acción mediante los recursos habituales del cine clásico (búsqueda de la empatía con los personajes a partir de la plasmación de unas reacciones emocionales con las que resulte fácil identificarse, creación de tensión mediante la alternancia de acciones paralelas…) y reduciendo al mínimo los elementos distanciadores que puedan invitarle a reflexionar sobre lo que está viendo.

Esto último no es nada especial o destacable de por sí: una enorme cantidad de cintas lo hacen, incluyendo prácticamente todo el cine clásico estadounidense, y muchas de las películas más alabadas de todos los tiempos. Sin embargo, hay una diferencia que me llama mucho la atención en esta película, y es, por llamarlo de alguna manera, el “objeto” sobre el que se aplica esta puesta en escena y este tipo de narración: y es que los miembros de la familia Firefly son, sin ninguna ambigüedad, seres despreciables, gentuza de la peor calaña, malvados 100%. No estamos hablando de antihéroes o personajes de comportamientos dudosos, como el Harry Callahan de Clint Eastwood o los personajes de Sam Peckinpah, ni siquiera de criminales amorales como los protagonistas de algunos filmes de Quentin Tarantino, sino de auténticos monstruos humanos que torturan y matan por simple diversión. Es decir, el prototípico villano de película de terror, convertido en protagonista de la función.


Esto no es algo nuevo, desde luego. Stanley Kubrick y Oliver Stone ya llevaron a cabo una operación parecida en sus respectivas películas La naranja mecánica y Asesinos Natos (1994), en las que los “malos” pasaban a ser protagonistas y objetos del seguimiento del espectador. La diferencia entre estas y la obra de Rob Zombie es que el tono de ambas era deliberadamente excesivo y caricaturesco, tanto en la puesta en escena (la ambientación “futurista” de La naranja mecánica, los ralentizados y la banda sonora de las secuencias de ultraviolencia, que acaban perdiendo su sentido original y convirtiéndose en ritualizadas estilizaciones que poco tienen que ver con la realidad; el histérico montaje de Asesinos Natos, que se apropia impúdicamente de las formas de la televisión, el videoclip y el cine) como en la caracterización de los personajes (visiblemente caricaturesca en ambas, aunque, dentro de lo grotesco, la película de Kubrick es más sutil que la ultra-efectista propuesta de Stone), mientras que Los renegados del diablo juega la baza de un realismo sucio y áspero, el cual puede apreciarse tanto en la descripción del contexto y de los personajes como en la plasmación de sus reacciones. No hay distanciamiento irónico, no se parodia ni exagera las situaciones para que puedan entenderse como metáfora o distorsionado reflejo de la realidad; pero es que tampoco se limita a mostrar los hechos desde la distancia, sino que busca la activa identificación del público con los monstruos; ¿por qué sino esas escenas en las que vemos a los psicópatas viviendo situaciones tan cotidianas como inofensivas?, ¿por qué esa insistencia en el dolor de los asesinos cuando son torturados por el sheriff? Se puede alegar que Zombie pretende hacer reflexionar sobre la ambivalencia de nuestra empatía, que primero centramos en las víctimas de los Firefly y luego en la propia familia, pero encuentro su discurso demasiado centrado en componer una narración clásica (en cuanto a la expectación que se pretende crear con el confrontamiento entre los personajes o los giros “inesperados” que dan un vuelco a una situación aparentemente finiquitada) para plantearme esa posible intención como algo más que un desvarío de teórico con mucha imaginación.

Es por todo ello que concluyo que el realizador pretende que nos identifiquemos con los psicópatas, lo cual, por sí mismo, tampoco me molestaría demasiado; pero lo que más me perturbó de esta película, lo que me hizo sentir incómodo cuando aparecieron los títulos de crédito, es esa secuencia final, que supongo un homenaje a Peckinpah y su Grupo Salvaje (1969) y que encuentro de un mal gusto enorme. Y es que, y aquí va la pregunta comprometida, ¿tiene algún sentido ensalzar de una manera tan evidente (por los ralentizados, por la canción que suena como fondo, por el hecho de que la violenta conclusión no se muestre…) a una gentuza de esa calaña? Y que conste que no me opongo a centrar una historia en seres que en la vida real consideraríamos despreciables: ahí están, por poner dos ejemplos, Lolita (Vladimir Nabokov, 1955) y Te doy mis ojos (Iciar Bollaín, 2003), dos obras en las que se intenta generar cierta empatía, o al menos comprensión, hacia un pederasta y un maltratador, respectivamente. La diferencia es que en ellas se plasma sus comportamientos como una carga a soportar y se analizan las causas (tanto exteriores como interiores) de los mismos, primer paso para solucionar el problema, mientras que en Los renegados del diablo no hay ninguna intención de criticar o comprender las despreciables acciones de los protagonistas, y la única idea que desde la puesta en escena se lanza es, en la secuencia final, un ensalzamiento de los asesinos y de su libertad personal (¿?) en oposición a la autoridad que intenta detenerles (que la autoridad comete y ha cometido siempre injusticias y tropelías es un hecho, pero en este caso no hay absolutamente nada que reprocharle). Conclusión: nihilismo absoluto, el mal por el mal, sin término medio ni asidero al que poder agarrarse.

No quiero que se me malinterprete: estoy a favor de la libertad de expresión, no propongo que se coarte o censure a los autores, pero me gustaría formular una pregunta que no me deja de rondar la cabeza desde que ví Los renegados del diablo; ¿qué necesidad hay de que exista esta película? Sé que a priori la pregunta parece absurda, pero especificaré más: ¿con lo mal que está el mundo (y aunque no lo estuviese) aporta algo a alguien rodar este filme, gastar tanto talento, esfuerzo y tiempo en componer este discurso? Porque la película es brillante cinematográficamente, eso no lo discuto, y precisamente por eso el resultado me repugna más que si se tratara una cinta mediocre. Porque la deslumbrante forma tapa un fondo carente de horizontes morales o de cualquier idea que valga la pena, más allá de un nihilismo tan cool como gratuito. Y es que, volviendo al primer párrafo de este texto, considero más grave una película como esta que una en la que se muestre con toda explicitud la violación de un bebé recién nacido, por más que resulte más fácil escandalizarse ante lo segundo.

A favor de la libertad creativa, pero también de la responsabilidad de los autores. Que cada uno opine lo que quiera, pero espero que este artículo al menos sirva para hacer reflexionar. Muchas gracias, y al que no esté de acuerdo siempre puede expresarse en las simpáticas casillas de debajo…

jueves, 24 de marzo de 2011

'En Grand Central Station me senté y lloré' (1945), de Elizabeth Smart.


Elizabeth Smart (1913-1986), canadiense adinerada y hermosa, descubrió a George Barker a través de sus poemas durante su estancia en Londres con 24 años. Motivo suficiente para enamorarse y decidir que sería el hombre de su vida. Tres años después se conocerían personalmente, tras la búsqueda incesante de Smart, a pesar de que Barker ya estaba casado y su catolicismo le impediría renegar de su familia. Vivirían un romance ilícito, tendrían hijos y pondrían fin a una relación tormentosa y autodestructiva que para ella nunca cicatrizó.

La historia fue trasladada al papel por Elizabeth Smart en En Grand Central Station me senté y lloré (1945), mientras se encontraba embarazada por primera vez. Novela adelantada a su tiempo y sepultada en seguida al olvido por su erotismo pagano, el carácter proeuropeo de Smart chocaba con el conservadurismo americano y las normas reguladoras de la época, freno ante el arrebato permanente de la pasión por un hombre casado (leitmotiv del relato), en un amour fou que alcanza su memorable culminación con la detención policial de los amantes en la frontera, repugnante triunfo del orden y la moral mal entendida.

El texto supone un alegato desgarrado en defensa del amor absoluto y universal en un mundo programado en el que todavía no hay espacio para algunas palabras criminales y el ritmo de las certezas. ¿Usted no cree en él? se pregunta Smart ante el fracaso. Más de 65 años después y evolucionada la recepción de la obra, su aullido está considerado un himno al amor y a la supremacía de este sobre el resto de emociones humanas, albergadas en el delirio de poder que ejerce, lo que conduce a una adicción patológica y devastadora con todos sus síntomas y consecuencias.

Canto de liberación femenina, de mentalidad renovada y fuerte personalidad, pese a seguir una vida cotidiana y ofrecer un breve muestrario productivo, Smart sitúa su pensamiento en paralelo al de muchas otras artistas e intelectuales de primera mitad de siglo partícipes de movimientos de vanguardia, como Gertrude Stein, Virginia Woolf, Djuna Barnes, Natalie Barney o Jean Rhys.

Elisabeth Smart
Encajonada en la difusa etiqueta de prosa poética, En Grand Central Station me senté y lloré se define por su agotadora intensidad, alternativamente sugerente y molesta, siempre con un tono hiperbólico y sincero, con el ímpetu de una urgencia poética que adelanta revelaciones formales. La novela, discontinua y escrita a diferentes niveles del lenguaje que combinan la genialidad con inesperados trazos juveniles, ofrece con su monólogo interior la única solución posible a algo que ni se puede ni se debe contar de otra forma, dando carpetazo a la narración clásica con técnicas que ya Virginia Woolf y la línea de modernismo anglosajón anticipaban. En indiscutible clave poética, en su frontera entre géneros, todavía experimental, apenas resiste la lectura como novela con un hibridismo narrativo presidido por características líricas. Los diferentes vaivenes de su amor, en la eterna dualidad carnal-espiritual, se cuentan de modo poético, abundando la descripción de sentimientos, el ritmo vertiginoso y excitado y la fuerza de unas imágenes que en ningún momento desaparecen.

Muestra de tradición y vanguardia, constituye un escrito de riquísima intertextualidad, con paradas bíblicas (desde el propio título) y mitológicas, alusiones a clásicos grecolatinos y humanistas, y especialmente un deslumbrante recorrido por la tradición poética inglesa, en permanente diálogo desde el periodo isabelino con Shakespeare y Marlowe hasta el giro modernista, contemporáneo en la fecha en que se inscribe la novela, pasando por los poetas metafísicos del siglo XVII (Herbert, Marvell), el impacto revolucionario de John Milton, el romanticismo de Blake, Wordsworth o Robert Southey, el reflejo de la sociedad victoriana (Hopkins, Beddoes) o el misticismo de Francis Thompson. El tejido literario que concentra Smart es el ejemplo absoluto de como la literatura trasciende y transforma la experiencia personal. En su caso, metamorfoseada ya con el mundo contemporáneo, entendiendo y vivificándolo a través del mencionado intertexto en una fusión carente de límites, tanto literarios como humanos.

El mejor ejemplo de vigencia e innovación, trasladado al lenguaje musical, es el caudal de inspiración que supuso para el imaginario de Morrisey y sus Smiths, convirtiendo pasajes concretos de la obra en incontestables éxitos de la cultura popular (What the said, Well i wonder o Reel around the fountain).

Publicada en España por la Editorial Periférica, En Grand Central Station me senté y lloré abrió en 2009 la colección Largo Recorrido, serie que daría cabida meses más tarde a la continuista Los pícaros y los canallas van al cielo (1978). Tras un largo silencio editorial, Smart recuperaba su obsesión emocional situándose en el Londres de postguerra. Se nos presentaba ahora como madre soltera y desgastada, redactora de artículos y anuncios, perdida en sus pesares cotidianos entre andenes de metro y colas en el mercado, en un discurso si cabe más solitario e infernal, asumiendo en un ejercicio autocrítico las secuelas del frenesí con un profundo hastío y la carga de aquel amor de pasos erróneos, cuatro hijos no deseados que la arrastran sola contra el mundo hacia la mediocridad que tanto desprecia, la de la pérdida de fe, desesperanza y ausencia de pasión.

Es el lamento de la mujer en su condición histórica de subordinación al hombre desde el único punto de vista posible, el de la feminidad moderna, liberada y ambiciosa, que no ha salido indemne de un mundo en el que todavía no encaja. Y también es, apagando ya la eternidad del instante (único y colosal, único tiempo de existencia y verdad) concedido por la fuerza de aquel amor más poderoso que la muerte narrado en su primera novela, algo tan universal como inevitable, la evolución de plenitud de un deseo hacia otro de aceptación mucho más vulgar, deforme y fracasado, guiado por la inercia, despegue definitivo del dolor esclavizador que deja paso a la comodidad que conduce al fin.

sábado, 19 de marzo de 2011

James Bond: medio siglo disparando a la pantalla (I). Sean Connery y el éxito mundial.


La serie James Bond es, sin duda, una de las sagas cinematográficas más exitosas y longevas de la historia del cine. Desde su primera aparición en la pantalla grande en 1962 en la recordada Agente 007 contra el Doctor No (Terence Young, 1962), el popular agente ha vivido en el inconsciente colectivo a lo largo del medio siglo que en breves va a cumplir, cinco décadas de momentos altos y bajos en las que más de una vez se le ha dado por muerto. Cinco décadas, como es evidente, dan para mucho, y en ellas el personaje ha ido variando para tratar de adaptarse a las exigencias de cada época: nació humildemente, se convirtió en un fenómeno mundial precursor del cine de acción, murió, se convirtió en una franquicia de lo más estándar, volvió a morir, etc etc… Parece que con las últimas cintas de Daniel Craig se quiere dotar de una nueva entidad al personaje, pero los problemas económicos de la Metro Goldwyn Mayer hacen dudar de su futuro. En cualquier caso, resulta interesante ver la evolución del personaje y de su 'subgénero' (chicas, coches, gadgets, etc…).

De la mano y la pluma de Ian Fleming, ex–marino y militar británico metido a escritor con su retiro, nació James Bond en 1953, año en el que se publica su primera novela, Casino Royale. Éste y sus sucesores le granjean bastante popularidad a su autor. Fleming se apoderó del nombre de un ornitólogo que no conocía y le añadió al personaje una serie de rasgos que en parte eran autobiográficos: el autor había visitado muchas partes del mundo así como había servido al gobierno británico. También era “un hijo de la Guerra Fría”, tal y como el autor definía al personaje. Desde su casa de Jamaica, “Goldeneye”, Fleming escribió más de diez títulos de la saga. Falleció en 1964, dejando sin acabar El hombre de la pistola de oro.
James Bond era en ese momento, junto a los Beatles, un auténtico fenómeno de la cultura pop. Juan Tejero, autor de, probablemente, el mejor libro en español que hay sobre el personaje, afirma que el empuje de las primeras películas de los sesenta es el culpable de que hoy día “uno de cada 3 habitantes de la Tierra conozca a James Bond”.

En 1962, los productores británicos Harry Saltzman y Albert R. Broccoli decidieron financiar la primera película, tras los intentos infructuosos de Ian Fleming de introducir su personaje en el mundo del cine (llegando a contactar con directores como Alfred Hitchcock, que rechazaron el proyecto). Después de pensar en actores como Cary Grant, David Niven o Roger Moore (descartado entonces por considerarlo “poco varonil”), finalmente se decantaron por Sean Connery, un escocés relativamente desconocido qua había participado en el concurso de Mister Universo. Fleming se mostró de acuerdo con la elección del actor, motivada sobre todo por su evidente masculinidad.

Agente 007 contra el Doctor No (Terence Young, 1962) presenta muchos de los rasgos de la serie en potencia, pero aún sin desarrollar. En ella, Bond se enfrenta a un científico chino desertor que planea sembrar el caos en la carrera espacial entre EEUU y la URSS. Se trata de una película artesanal e ingeniosa, fresca en su planteamiento y, como sus sucesoras, bastante adelantada a la época en su manera de presentar el sexo y la violencia (es inolvidable la escena de Ursula Andress saliendo del agua en bikini, que puso de moda esta prenda). El Kremlin y el Vaticano condenaron la película, que conquistó al público. En contra de las expectativas, esta relativamente modesta producción británica se abrió también paso en el mercado internacional.

La grata respuesta del público y los beneficios obtenidos con Doctor No (que cubrieron de sobra los gastos del rodaje) provocaron la aparición de una secuela al cabo de un año, Desde Rusia con amor (Terence Young, 1963), en la que se subió la apuesta por el suspense y el erotismo, así como por la intriga en la línea del cine de espías más clásico.

Desde Rusia con amor es una gran película, un título de lo más entretenido y loable. Su impacto fue mundial, garantizando la continuidad de la saga. Sin duda, este filme cumplía con las expectativas creadas por su predecesora y daba aun más. Destacan el planteamiento, las localizaciones, el tema principal de la película interpretado por Matt Monro y las escenas de acción, sobre todo la pelea del tren entre Bond y uno de los sicarios de SPECTRA. El equipo técnico repitió casi al completo y de nuevo dirigió Terence Young, para algunos la esencia de James Bond y quien realmente educó a Connery en el refinamiento que requería el papel.


En Desde Rusia con amor –aunque se había mencionado en Doctor No- se presenta formalmente a la organización criminal SPECTRA que tendrá continuidad en la saga durante todo el periodo Connery (con la excepción de Goldfinger). Es particularmente recordada la caracterización del jefe de la organización, Ernst Stavro Blofeld, al que nunca se ve la cara, y al que siempre le acompaña un adorable gato blanco. SPECTRA, cuyos miembros tienen asignado un número, es una organización que será copiada y parodiada hasta la saciedad en posteriores películas que llegan a nuestros días, pasando del Austin Powers de Myke Myers a la serie de animación Inspector Gadget.

La tercera película de la saga, James Bond contra Goldfinger (Guy Hamilton, 1964), podría considerarse la más distintiva de todas, así como la primera en la que la fórmula para hacer películas de James Bond queda perfectamente definida con una serie de elementos que tendrán continuidad en sus sucesoras. Goldfinger es el patrón mediante el que se crearon las películas posteriores, y es por eso que algunos críticos la consideran la mejor de la saga: está incluida en prestigiosas listas y libros como 1001 películas que hay que ver antes de morir. Esa fórmula del éxito de la que hablo es la siguiente: una secuencia de créditos con figuras femeninas acompañada de una canción (de Shirley Bassey, en este caso), música de John Barry, inigualables platós de Ken Adam, vehículos con sorprendentes gadgets, villanos megalómanos con perversísimos e increíbles planes, un teaser (secuencia precedente a los créditos) lleno de acción que presenta el final de otra aventura, Martini con vodka mezclado no agitado,…

Algunos críticos creen que con Goldfinger la saga de Bond deja de ser cine de espías (si es que alguna vez lo había sido puramente) para convertirse en una especie de cómic en movimiento.

En este título, Bond aquí se enfrenta a Auric Goldfinger, un poderoso hombre dispuesto a acabar con la economía de los Estados Unidos detonando una bomba nuclear en Fort Knox. Su capacidad de seducción llega al extremo, al conseguir incluso que una lesbiana en el bando de los malos deje de serlo y se preste a colaborar tras revolcarse con él en un pajar. También es capaz de ser sometido a cualquier prueba, hacer cualquier cosa y acabar con “los malos” sin mancharse su traje ni despeinarse. Huelga decir que la película fue un éxito rotundo en la fecha de su estreno.


Operación trueno (Terence Young, 1965) retoma la lucha entre Bond y SPECTRA: aquí se las ve con el número 2 de la organización, Emilio Largo, que pretende crear el caos mundial amenazando con destruir una importante ciudad (finalmente Miami) si el gobierno de Gran Bretaña no accede a un multimillonario chantaje. Conviene resaltar que, de una película a otra, la saga Bond mejora sus efectos visuales, aumenta su presupuesto y es, asimismo, precursora de género del cine de acción, pues presentar situaciones que, aunque hoy día las tengamos reconocidas como características del mismo, no eran tan habituales para el público de la época. Estoy hablando de las persecuciones de coches y las peleas cuerpo a cuerpo, cada vez mejor realizadas. Algunos especialistas en este tipo de cine ven en Bullit (Peter Yates, 1968) la primera persecución de coches de la historia –entendiendo el término como lo conocemos actualmente-, pero ya en Desde Rusia con amor y Goldfinger se presentan persecuciones en distintos medios, aten diendo a ciertos patrones con los que las conocemos hoy en día.

También las peleas, muy bien coreografiadas y dirigidas, serían mundialmente imitadas y mejoradas. Teniendo en cuenta la buena acogida de los títulos anteriores y la necesidad de subir la apuesta para satisfacer a un público cada vez mayor y más internacional, Saltzman y Broccoli, los productores, apostaron en Operación trueno por las escenas submarinas (algo que no era precisamente habitual en el cine comercial), entre las que se encuentra la batalla final. Aunque algunos opinan que esta última película es más floja que las anteriores, personalmente considero Operación trueno un espectáculo fascinante y se sitúa entre mis películas favoritas. Destacan el tema principal, interpretado por Tom Jones y la belleza de la chica Bond de la película, Claudine Auger, ex-Miss Francia.



Tom Jones - Thunderball

sábado, 12 de marzo de 2011

Tragicomedia del pequeño antihéroe. 'El mundo según Barney' (Barney's version) de Richard J. Lewis.


Desde sus primeros tiempos, la industria del cine recurrió, para rentabilizar sus productos, a fórmulas de "producción en cadena": películas enmarcadas en un género, en unos determinados giros dramáticos, en un cierto tono de la historia... Prototipos que aseguraban que los espectadores fueran al cine sin encontrarse grandes sorpresas, pero sí una buena ración de entretenimiento controlado. Uno de estos prototipos es el que yo llamo la "película de actor". Desde Clark Gable a Arnold Schwarzenegger, de Stewart Granger a Bruce Willis, pasando por Charles Bronson o Steven Seagal, siempre han existido intérpretes que con su sola presencia condicionaban los derroteros por los que iba a transitar el film correspondiente. Como habrá podido observar el atento lector, he citado únicamente a héroes de historias de acción y aventuras. Sin embargo, el plantel no se reduce a ese listado, ni en cuanto a la temática ni, por supuesto, en cuanto al sexo del intérprete (recordemos a las grandes divas femeninas, como Mae West o Marlene Dietrich). Dentro de esta clasificación, hay que señalar un importante sub-grupo que corresponde a los filmes pensados para el lucimiento de un actor, no necesariamente encasillado en un género. Tenemos el ilustre caso del versátil Alec Guinness y su trabajo en la Ealing, o el de Vittorio Gassman en su época de la comedia italiana. Actores de gran capacidad y probada versatilidad que afrontan estos filmes como un particular tour de force.

Barney's version (Richard J. Lewis, 2010) (o El mundo según Barney, Premio del Público en la última edición del festival de San Sebastián), es una película que perfectamente se puede ajustar a lo descrito. Todo en ella gira alrededor de Paul Giamatti. La historia, el resto de personajes... son meras excusas o buenos complementos para el espectáculo central. Nada que objetar. Giamatti, como siempre, lo borda. En esta ocasión, nos ofrece otro personaje marca de fábrica: tipo sencillo, mundano, de apariencia poco amigable, pero de buen corazón en el fondo. La nueva personalidad de Giamatti se llama Barney Panofsky, un judío de clase media de Montreal, con buena mano para los negocios y no tanta para las mujeres, si bien llega a casarse tres veces. La película nos cuenta su bagaje vital, marcado por sus sucesivos matrimonios y algún que otro punto oscuro. Mezcla de drama y comedia romántica, Barney's version se estructura en sucesivos flash-back con los que el protagonista va rememorando, desde su vejez cada vez más senil, todas las etapas de su existencia. La película se encuadra, por tanto, en ese sub-género, tan grato al público anglosajón, que podemos denominar como de "repaso de una vida", con sus consiguientes auges y caídas. El caso que nos ocupa nos muestra a un hombre corriente, de vicios ancestrales y aspiraciones sencillas que, sin comerlo ni beberlo, consigue protagonizar una vida, cuanto menos, rocambolesca. Extranjero bohemio en Roma a mediados de los 70, vuelve a su Montreal natal tras un desgraciado matrimonio. Allí, conocerá a su segunda mujer, una chica rica de respetable familia judía con un máster en Harvard (ella no deja de recalcarlo) con la que se casará. Pero, ah, cosas del destino, encontrará a la mujer de su vida el mismo día de su boda.

Con estos mimbres se edifica una película que extrañará al espectador que se espere una comedia romántica al uso. Para empezar, el protagonista no es precisamente un atractivo seductor sin mácula en su comportamiento. Nuestro Barney es testarudo, egoísta, en ocasiones torpe y con unos fuertes hábitos dipsómanos. Asimismo, la historia no termina de ser todo lo empalagosa que puede parecer, ni todo lo trágica que quiere ser en ciertos momentos. Quizá resida aquí uno de los puntos flacos de la película: no termina de decidirse por ningún tono ni ningún género en concreto, y la transición entre escenas ligeras y escenas de fuerte carga dramática se hace muchas veces excesivamente brusca. El tercer tramo del metraje, perteneciente al tercer matrimonio de Barney, se hace, además, muy largo, sin la chispa ni la magia que, de vez en cuando, animaban el primer (aunque innecesario) episodio y el segundo. "Barney's version" es una historia que avanza a trompicones, con escenas muy bien resueltas frente a otras completamente anodinas. Posiblemente, este handicap se deba a la dificultad de adaptar a guión para la pantalla el libro original del canadiense de origen judío Mordecai Richler, una extensa novela con multitud de tramas secundarias y giros argumentales, imposibles de reflejar por entero en un filme de duración estándar.

Sin embargo, todas estas carencias quedan suplidas en buena parte por la actuación. Giamatti imprime hondura, complejidad y encanto a un personaje que tiene todas las papeletas para cosechar la antipatía del público, pero del que finalmente se acaba prendado. Le siguen un hilarante Dustin Hoffman, en el papel del padre de Barney, un ex-policía corrupto con mucha labia y poca vergüenza, que anima la función cada vez que aparece, y Minnie Driver en el rol de la insoportable, pija y superficial segunda esposa del protagonista. Algunos golpes de humor aislados, un puñado de apuntes satíricos sobre la comunidad judía y un par de escenas de dramatismo bien conseguido hacen de ésta una película agradable, "bonita de ver".

Por supuesto, no es una película trascendental (ni pretende serlo) ni creo que vaya a cambiar la vida del espectador que a ella se acerque, y tampoco la presencia de Giamatti garantiza una experiencia tan gratificante como la de Sideways (Alexander Payne, 2004). Pero Barney's version tiene la virtud de dejar al espectador, una vez finalizada la proyección, un buen sabor de boca (el colofón pelín cursi, pero lindo, ayuda), y sobre todo, da darle la oportunidad de regocijarse, entristecerse o carcajearse, en fin, de identificarse con la figura de este simpático antihéroe, un Jack Lemmon redivivo, capaz de enternecer a la platea con torpeza, buen corazón y un chupito de humildad como eficaces armas. Un anti-galán más cercano a nosotros, pobres mortales, que al arquetipo del seductor hollywoodense, pero que consigue meternos en el bolsillo, y a veces, si hay suerte, hasta ligarse (con esfuerzo) a la chica soñada. Un tipo simpático, a fin de cuentas que, como antihéroe que es, no tendrá un final glamouroso ni espectacular. No obstante, su dignidad y "buena onda" quedarán inmaculadas en el espectador, más allá de las trampas y los fangales a los que condene la ficción a nuestro amable protagonista. Con esto (con Giamatti y su personaje) me quedo de esta tragicómica historia. Larga vida al simpático antihéroe.





jueves, 10 de marzo de 2011

Victor Sjöström (y III). Periplo hollywoodiense: 'El que recibe el bofetón' (1924) y 'El viento' (1928). La retirada del genio.


Tras el éxito de La carreta fantasma, Victor Sjöström dirigirá alguna película más en Suecia hasta recibir una invitación de Louis B. Mayer para trabajar en sus estudios. Mayer, junto a Irving Thalberg, llevaba el control de la recién nacida Metro Goldwyn Mayer. El primer título americano de Sjöström es Name the man, de 1923, título a partir del cual el director firmará con su nombre americanizado (Victor Seastrom).

EL QUE RECIBE EL BOFETÓN (1924). Citada por muchos por ser la primera película en la que figuró el león mítico de la Metro Goldwyn Mayer como icono distintivo de la productora, He, who gets slapped, traducida torpemente al castellano como El que recibe el bofetón, merece ser distinguida dentro de la obra de Sjöström como una de sus grandes películas. Cuenta con un reparto de lujo para la época: como secundarios, se encuentra el galán John Gilbert y la esposísima de Thalberg, Norma Shearer; pero destaca sobre ellos el colosal protagonista, Lon Chaney, "el hombre de las mil caras", interpretando un complejo papel en el que, como era habitual en él, aparece fuertemente caracterizado.

La historia es la de Paul Beaumont, un científico al que su mecenas le roba el gran descubrimiento en el que lleva años trabajando y su mujer. Además, le pega una hostia delante de toda la academia de científicos ante la que presenta su proyecto, provocando las carcajadas de todos ellos. Arruinado personal y profesionalmente, decide replantearse su vida y, años después, le veremos trabajar en un circo, decidido a trabajar en lo único en lo que es reconocido públicamente. Caracterizado como el payaso "He", goza de un grandísimo éxito con un número circense basado en que una legión de payasos le da de hostias, una tras otra, le patalean y tiran al suelo, le sacan el corazón de peluche que lleva puesto y se lo entierran. Luego se lo llevan muerto. La gente ríe sin parar.

"He" está enamorado de Consuelo (Shearer), hija de un noble venida a menos, a la que cortejan un trabajador del circo (el citado galán Gilbert) y el mecenas que arruinó la vida del protagonista años atrás (no le bastó con su mujer, ahora también quiere a Consuelo).

Puteado de nuevo por su otrora mecenas, no dudará en acabar con él para librar a Consuelo de su inminente boda y garantizar su felicidad con su amado circense. Desafortunadamente, "He" será gravemente herido y acabará muriendo de verdad delante del público que le admira, que no sabe cómo tomárselo. El sufrimiento que antes hacía reír ahora hace llorar.
He who gets slapped es una maravillosa fábula sobre el mundo del circo. Mientras la historia se desarrolla, Sjöström no duda en meter insertos de un payaso riéndose que juega con una bola del mundo: ¿qué es, al fin y al cabo, la vida, sino eso?

Algunos critican cierta debilidad en la subtrama amorosa Gilbert-Shearer, pero sinceramente no creo que sea tan grave, teniendo en cuenta que casi todo está pensado para hacer que Chaney se luzca. Ojo, ¡y cómo se luce! Cambiando de maquillaje y apariencia en varias ocasiones, se entrega a un difícil personaje en el que ideas como la humillación y el sacrificio están presentes en todo momento. La cinta, ni que decir tiene, está muy bien rodada por Sjöström (estupendos números de circo; gran habilidad en todo tipo de escenas; bonitas analogías y metáforas, destacando las transiciones entre la arena del circo y el mundo que gira;...). Su gran capacidad como narrador es elevada todavía más por la entrega de Chaney, dando como resultado escenas de lo más conmovedoras e incluso épicas (como el martirio final de "He"). Un visionado más que recomendable.

Como curiosidad, tuvo en 1948 un remake argentino, El que recibe las bofetadas, escrito por Alejandro Casona y protagonizado por el papá de Chicho Ibáñez Serrador, Narciso Ibáñez Menta.
Los siguientes títulos de Sjöström siguieron enmarcados en la política de estudios de la Metro: Confessions of a queen (El trono vacante, 1925), The tower of lies (cinta de reencuentro con Lon Chaney y Norma Shearer de 1925, adaptación de una novela más de Selma Lagerlöf, perdida a día de hoy), The scarlet letter (La mujer marcada, 1926, primero de sus dos encuentros con la actriz Lillian Gish), The divine woman (La mujer divina, 1928, con su compatriota Greta Garbo como protagonista; se trata de una película perdida de la que solo se conserva un rollo, un fragmento de unos 9 minutos), The masks of devil (1928), The wind (El viento, 1928) y A lady to love (La mujer que amamos, 1930, protagonizada por Edward G. Robinson y ya sonora).

EL VIENTO (1928). La segunda gran obra maestra de Sjöström cuenta, como La carreta fantasma, con bastantes entradas y reseñas en internet, pero dada su importancia me gustaría revisarla personalmente.

Cuenta la historia de Letty, interpretada por Lillian Gish, una frágil mujer que viaja a una zona desértica de Texas, dejando atrás su pasado para vivir en el rancho de su primo, la única persona que le queda en el mundo. Se trata de un entorno hostil y agobiante, en el sentido geográfico (en viento no cesa, el polvo y las tormentas secas son constantes, interminables) y en el sentido humano (los pueblerinos no la ven con buenos ojos, descargan sus prejuicios contra ella). La mujer de su primo tiene celos de ella y decide echarla de casa. Tres hombres la codician como animal de compañía, uno de ellos casado. Parece que casarse es la única forma con la que tener un futuro y es así como Letty acaba con un hombre al que no quiere. No adelanto más: el resto hay que verlo y asombrarse.

Lillian Gish hace un papelón. Sobran las palabras. Ella fue la que sugirió a Thalberg adaptar la novela homónima en la que se basa la película, así como también impuso a Sjöström (como dije, allí rebautizado Seastrom) como director. El estudio decidió retocar el final original de la novela, con vistas a los resultados comerciales que podría tener la cinta. Se trata, sin embargo, de un título marcado por el personalísimo estilo de Sjöström, por más que viese la luz dentro de la producción de la gran Metro.

Siguiendo la línea de algunas de sus obras nórdicas más importantes, el gran mérito de El viento, desde mi punto de vista, es el tratamiento que se hace del entorno físico. Ese viento al que se alude en el título, ese tiempo cambiante y agresivo no es más que el reflejo de la angustia de Letty, de sus contradicciones, su sufrimiento, sus miedos. Es un co-protagonista que en todo momento está presente, determinando la historia y la vida de Letty en Texas. Sjöström sabe crear una poderosísima atmósfera de emociones a través del viento, el paisaje desértico y la arena, que atrapa al espectador con una increíble fuerza dramática. Uno no puede sino asentir embobado y dejarse llevar por el subyugante torrente de imágenes y sensaciones que propone Sjöström. Y todo sin sonido. ¿Quién necesita el sonido en una película como El viento? The wind es un peliculón, un manual de cómo hacer cine, una jodida obra maestra.

Tras la realización de su primera película hablada, ya mencionada, La mujer que amamos, Victor Sjöström regresó a Suecia, donde rodó un nuevo título, Markurells i Wädkoping (1931, en el que volvía a actuar como protagonista) y su versión alemana, que no contaron con el éxito esperado. Probó suerte como director por última vez en Reino Unido con Under the red robe (Bajo el manto escarlata, 1937), protagonizada por Conrad Veidt, pero de nuevo sin cumplir con sus expectativas. Ya solo volvería al cine como actor, ocasionalmente, y como responsable artístico de Svensk Filmindustri. A partir de finales de los años 30, la mayor parte de su tiempo profesional lo dedicaría al teatro.

Son particularmente recordados sus papeles de estos últimos años en Hacia la felicidad (Ingmar Bergman, 1950) y Fresas salvajes (también de Bergman, 1957, a la que ya dediqué un post hace varias semanas). Su interpretación de Isak Borg en esta última, por la que recibiría diversos premios, sería su despedida del mundo del cine. Victor Sjöström murió en Estocolmo el 3 de enero de 1960.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Victor Sjöström (II). Esplendor sueco. 'Los proscritos' (1918), 'El monasterio de Sendomir' (1920) y 'La carreta fantasma' (1921).

'Los proscritos'. Considerado un hito cinematográfico, este filme supone la confirmación de la buena reputación como creador de Sjöström. Si bien hasta ahora su cine podía resultar difícil para el espectador actual, a partir de este título la modernidad de su lenguaje lo hace perfectamente asequible. Dicha modernidad visual ya había empezado a vislumbrarse en Terje Vigen. Aunque en algún momento decaiga su ritmo, no aburre como pueden aburrir sus antecesoras, es decir, si por ejemplo hace falta esfuerzo para acabar Ingeborg Holm, no cuesta ver Los proscritos.

La película cuenta la historia de un hombre, Ejvind, que llega al norte de Islandia huyendo de su pasado. Acusado de ladrón, tuvo que huir del sur dejando a su familia. En el norte, entrará a trabajar en la finca de Halla, una mujer que acabará enamorándose de él. Cuando sea descubierto y reconocido por su pasado delictivo, ambos huirán a refugiarse en las montañas, donde tendrán un hijo y su amor les bastará para sobrevivir. Hacia el final, su estabilidad se verá quebrada, perderán a su hijo y, perseguidos, morirán congelados años después, entre discusiones, solos y viejos.

Basada en una obra de teatro de gran popularidad en la época, Los proscritos es recordada sin duda por el uso narrativo que Sjöström hace del paisaje. Es un tercer personaje, sumado a la pareja. El norte de Suecia en el que se rodó viene a sustituir el de Islandia –donde se sitúa la historia- de la manera más creíble y emocionante. Es insólita en el cine de estas fechas la manera en la que se retrata la naturaleza más bella y salvaje, ante cuya inmensidad el ser humano queda diminuto. Las abruptas montañas, géiseres y lagos naturales son la proyección en imágenes de la manera de sentir apasionada y desarraigada de los protagonistas.

De nuevo, Sjöström desempeña el papel protagonista, algo muy a destacar en un género como el drama, pues los roles de director-guionista-protagonista ejercidos por un solo individuo tan solo eran habituales en la comedia. Sus películas, a pesar de tender a enmarcarse en ciertas convenciones argumentales debido a las exigencias y limitaciones de la época, revelan una manera de contar de lo más personal. Su estilo es visible en todo momento y llegará a la cumbre en los años venideros.

Como bien he señalado al principio, en este periodo Sjöström ya se ha labrado una gran reputación como cineasta. La escritora
Selma Lagerlöf le autoriza, tras ver Terje Vigen, a que su productora, Svenska Biografteatern, adaptara al menos una de sus novelas por año, lo cual es sorprendente pues hasta entonces se había opuesto a que se trasladara al cine algún texto suyo. Como director, acabará un promedio anual de 2 películas en este periodo. Predominan las adaptaciones literarias y teatrales, empleando como reclamo para los espectadores de la época cierta idea de qualité en el cine, así como confiando en el éxito de la versión original para que la cinematográfica resulte exitosa.

'El monasterio de Sendomir'. Un grupo de nobles van de camino a Polonia y deciden pasar la noche en un monasterio. Preguntan a un monje por el origen del edificio y éste les cuenta la historia del conde Starschensky, un hombre rico y poderoso cuya felicidad desapareció en el momento en que se enteró de las infidelidades de su mujer. El conde trata de cazarla en acción, la caza, y acaba matándola y quemando su castillo para hacer de él un monasterio. Ante la sorpresa de los nobles a quienes cuenta la historia, el monje se revela como el conde Starschensky, anciano y triste, todavía atormentado por su crimen y la traición de su mujer.

Si bien el recurso de los saltos temporales en forma de flash-back había tenido lugar en algún momento de Los proscritos, El Monasterio de Sendomir está contada prácticamente con este recurso. Terje Vigen, aunque podría ser considerado casi en su totalidad uno, no lo valoro como tal por tratarse puramente de un relato del pasado que no tiene ni origen ni continuidad en el presente.

Destacan como protagonistas absolutos de la cinta Tore Svennberg y Tora Teje como el conde y la condesa, respectivamente. El interés de El monasterio de Sendomir, más allá de su inevitable flashback, radica en que la historia se desarrolla casi en su integridad dentro de un castillo. La gran mayoría de las escenas son interiores y, sin embargo, el resultado no es un filme teatral: mediante el lenguaje cinematográfico, cada vez más desarrollado en la filmografía de Sjöström, se logra involucrar al espectador en el puro drama. Puede que estén trasnochados ciertos aspectos de los personajes (no hay que olvidar que se basa en un relato escrito un siglo antes), como por ejemplo el hecho de que sean nobles y ricos los protagonistas y los problemas maritales transcurran en un castillo, pero quedarse en eso no hace justicia a la película. La cinta cuenta un drama matrimonial en toda regla, con infidelidades, engaños, trampas y celos y los temores y sorpresas que se va llevando el conde a lo largo del metraje, que se transmiten perfectamente al espectador. No es el drama de alta alcurnia habitual, sin duda. El hecho de que Sjöström apueste por el intimismo y se desenvuelva tan bien en este ámbito después de dos grandes producciones como Terje Vigen y Los proscritos, dice bastante del talento como narrador de este director.

'La carretera fantasma'. En 1921, Sjöström dirigiría la que probablemente es su mejor película. De lo que no hay duda es de que fue la que le lanzó definitivamente al mercado internacional y la que facilitó su acceso a Hollywood dos años después.

La carreta fantasma es la primera producción de la mítica Svensk Filmindustri, que décadas más tarde produciría las películas de Ingmar Bergman. Esta productora fue el resultado de la fusión entre Svenka Biographteatern, para la que trabajaba Sjöström, y Filmindustri AB.

Con un guión de estructura compleja, el director cuenta –y protagoniza- la historia de David Holm, un hombre atormentado que, consciente o inconscientemente, hace la vida imposible a sus seres queridos y también a sí mismo.

Dado que en estos post quería centrarme en las obras relevantes de Sjöström que no tienen apenas tratamiento en internet y, para no escribir sobre lo que ya está escrito, recomiendo a los interesados en La carreta fantasma que pinchen en el siguiente
enlace: me parece el mejor comentario sobre esta película que he encontrado en internet.

Por lo demás, creo importante señalar la enorme influencia que ejerció esta película en la manera de entender el cine de Ingmar Bergman, quien la descubrió a los 15 años y, décadas después, retirado en la isla de Faro, acostumbraba a verla cada verano. La manera de presentar temas como la desintegración familiar, la falta de fe y la angustia vital que ofrece Sjöström en La carreta fantasma son un claro antecedente de todo aquello que Bergman desarrollará en su cine muchos años más tarde. A modo de homenaje, una de sus últimas películas, rodada para la televisión, Creadores de imágenes (2000), aborda la creación de La carreta fantasma por parte de
Sjöström y Lagerlöf.