viernes, 31 de diciembre de 2010

Balada triste de trompeta (Alex De la Iglesia, 2010): Fallidos Suspiros de España




Ganadora del premio a mejor guión y del León de Plata a mejor dirección en el último festival de Venecia, uno de los más prestigiosos de Europa, Balada triste de trompeta, última película del actual presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, se intuía como obra cumbre de la filmografía de su autor. Y es que tras ese pomposo cargo no se oculta otro que Alex De La Iglesia, enfant terrible del cine español de los 90, autor tan personal como exitoso de filmografía tan fascinante como irregular.

Desde el perversamente divertido cortometraje
Mirindas asesinas el realizador bilbaíno se ha dedicado a fusionar una ácida mirada hacia la sociedad española, heredera en muchos aspectos del mejor Berlanga, con múltiples referencias freaks al cómic y al cine de serie B, mezcla que dio sus frutos en películas como Acción mutante, El día de la Bestia, La Comunidad o Crimen Ferpecto. Después de Los Crímenes de Oxford, en la cual dejó a un lado sus características más personales para llevar a cabo una fría adaptación literaria, parecía que volvía el De la Iglesia más desquiciado y estimulante con Balada triste de trompeta, y, aunque esto en cierto modo es verdad, no se puede decir que la película sea un triunfo, en todo caso lo contrario. Y es que, aunque se trata claramente de un proyecto honesto surgido de las entrañas del realizador, el bilbaíno no ha logrado llevar a buen puerto su idea, y es por eso que su fracaso duele más que si se tratara de una película de encargo.

1936. Estalla la guerra civil española, y un payaso del circo es reclutado por el bando republicano para combatir a los franquistas. Tras una violenta batalla será detenido y encarcelado, por lo que su hijo quedará huérfano, acumulando odio y resentimiento contra el bando ganador. Casi cuarenta años después, ya en la recta final del franquismo, ese niño se ha convertido en un hombre apocado e inseguro que desea trabajar en el circo, igual que su padre, pero que debido a las características de su vida sólo puede actuar como payaso triste, aquél del que se ríen los niños cuando recibe los golpes de su antagonista, el payaso tonto. Este es encarnado por un delincuente violento y autoritario que tiene subyugados a todos los miembros de la troupe circense, incluyendo a una atractiva y voluble trapecista de la que el payaso triste se enamora irremisiblemente. Debido a esta mujer un enfrentamiento de imprevisibles consecuencias se desata entre los dos hombres, un enfrentamiento que tiene como marco un momento de intensos cambios políticos y sociales en España.



Solamente leyendo la sinopsis cualquiera se da cuenta de que esta historieta de enemistades irreconciliables trasciende la anécdota para simbolizar “algo más”, algo que sería fácilmente interpretable como el eterno enfrentamiento entre las dos Españas, la nacional y la republicana, el cual lleva condicionando la vida en nuestro país desde hace casi ochenta años. De la Iglesia pretende convertir a los dos bandos en un par de payasos desquiciados, idea no sé si brillante pero desde luego sí que llamativa, que, llevada de manera adecuada a la pantalla, podía haber dado un resultado explosivo. Lamentablemente se queda en eso, una idea, debido a una serie de problemas que a continuación paso a enumerar.

El primero y más grave se debe a la ausencia del guionista habitual del director, Jorge Guerricaechevarría, que a partir de este momento debe ser considerado uno de los pilares básicos del cine de De la iglesia, pues sin él el personal mundo del director no encuentra una vía sólida a través de la que canalizarse, y se acaba perdiendo en la confusión y la incapacidad expresiva. Y es que los diálogos de Balada triste… son de una torpeza inimaginable en un realizador de probado talento como el bilbaíno, y de tan explícitos y repetitivos llegan a resultar dolorosos para el oído del espectador; es por ello que el desarrollo dramático de los personajes resulta tan brusco como incoherente (sólo hay que analizar la actitud de la trapecista hacia el payaso triste para comprobar esto último), y que los momentos freaks, los únicos en los que el director parece sentirse realmente cómodo, invaden el relato con una falta de naturalidad pasmosa en alguien que en anteriores trabajos había logrado fundir lo costumbrista y lo grotesco de manera magistral. Y es que esta es una película que avanza a trompicones, con una manifiesta inseguridad hacia lo que está narrando que la lleva a caer en torpes subrayados y a centrarse en personajes que no llevan a ninguna parte y cuyas acciones resultan poco menos que incomprensibles (me refiero a los restantes integrantes de la troupe circense, y en especial al motorista volador, cortésmente cedido por el programa vasco Vaya Semanita).

Sin embargo no sólo el guión supone un punto débil, pues estéticamente la cinta resulta sorprendentemente fea y descuidada, indigna de alguien que llevó a cabo las elegantes puestas en escena de El día de la bestia o La Comunidad. Por algún motivo De la Iglesia ha pasado a rodar con cámara temblorosa planos de apenas tres segundos, a cortar escenas sin dejar que las situaciones y personajes en ellas se desarrollen, y a filmar la violencia de manera tan efectista como carente de capacidad de impacto, a diferencia de, por ejemplo, El día de la bestia, en la cual las palizas y los disparos eran mostrados a bocajarro, manteniendo una continuidad en la puesta en escena que permitía identificarse con el maltrato físico que sufrían los personajes. Aquí, por el contrario, los momentos ultraviolentos son retratados mediante un montaje entrecortado que difumina la realidad de lo que está ocurriendo y lo hace más digerible para el espectador, en la estela de los peores thrillers hollywoodienses. Es una lástima, pues este realizador, notable heredero de Berlanga, había demostrado capacidad para moverse en el caos y retratarlo dentro de los límites del plano o del plano-secuencia, pero en esta ocasión ha caído en el embarullamiento más vulgar y mainstream.

Es cierto que hay algunos buenos momentos, no voy a negarlo, pero estos no hacen sino realzar el desastre del conjunto. Por ejemplo, me parece excelente la secuencia de la cena entre los miembros del circo, en la que una medida puesta en escena permite a los actores insuflar de vida a sus personajes, quedando magistralmente retratadas sus respectivas personalidades; también es destacable la desconcertante aparición de Franco en una secuencia plagada de simbolismos, así como los explosivos títulos de crédito, que, paradójicamente, pueden tratarse de lo mejor de todo el filme. Destellos de talento, de poder, que no hacen sino perderse en un maremágnum caótico… caótico para mal, claro.

Escribir estas líneas me ha dolido bastante, pues tenía grandes esperanzas en la susodicha balada; sin embargo he tenido que resignarme a comprobar que lo que podía haber sido una memorable gamberrada en la línea de Malditos Bastardos que a la vez actuara como metáfora de la realidad de nuestro país al final se ha quedado en una chufla inconexa y cansina. La próxima vez será, Álex.

domingo, 26 de diciembre de 2010

"El desencanto", de Jaime Chávarri. Escribir en España no es llorar.

1962, la ceremonia funeraria llora a su poeta. Astorga homenajea a Leopoldo Panero, miembro de la poesía arraigada post-guerra civil practicada por los vencedores, representantes del nuevo orden, en tiradas de versos religiosos que buscan estabilidad y equilibrio recuperando las formas tradicionales. Envuelta en un B/N con piano de Schubert, así abre El Desencanto (1976, Jaime Chávarri), película-documental que rompe y desenmascara la imagen de un hombre y un estado cargados de hipocresía y despotismo bajo su capa de fingida pulcritud.

Ideada con la modesta apariencia de un cortometraje sobre el recuerdo de Leopoldo, el proyecto sería desmesuradamente llevado a cabo en los últimos coletazos del tardofranquismo. Perteneciente a la escuela incorfomista del cine español, la de Zulueta, Drove, Gasset o Patino, Chávarri alcanza su primer éxito en una cinta que ante la evidente limitación de medios fía su consecución a los 97 minutos de improvisados diálogos con la familia Panero: el resultado es espontáneo y sorprendente, una joya de culto cotidiana y sin tapujos que arrasa todo plan inicial, un tratado de honestidad que exhibe los entresijos de la citada dinastía literaria y de la familia como concepto global en una época aporreada por la terquedad.

Cuatro figuras esenciales participan en la cinta, asumiendo acertadamente identidades complementarias. Felicidad Blanc, esposa del padre de familia, como afectada más directa, despojada de la holgura de la vida franquista para la burguesía acomodada, y sus hijos: enfrentados Juan Luis y Leopoldo María, con Michi (el popularizado por Nacho Vegas) cercano a su madre como elemento divertido y extravagante. Un anticipado fracaso de los excesos que traería el desenfreno posterior, resquebrajamiento retratado en la continuista Después de tantos años (1994, Ricardo Franco). El documento conmocionó al país y el impacto de la película fue censurado.

Esquizofrénico y drogadicto, ex-presidiario y suicida, Leopoldo Panero hijo se hace con el control a mitad del metraje tras sus reticencias iniciales a participar de él. Rebelde y maldito, dominado por ataques de locura (¿Qué es la locura?) que algunos creen intencionados y una desafiante y personalísima autonomía antisocial en su camino personal y poético, hablamos de un personaje diferente. Sus versos atroces, impregnados de ataques y aisladamente de insólita belleza, carecen de normas reguladoras, tomando voz para vivificar una característica incorregible y repudiada de quien fue la gran complicación familiar: molestar. Su visión vital rechaza aquello que Larra sentenció como "escribir en este país es llorar". O morir, como apuntó Cernuda. Escribir en este país es beber, y beber mal, en la incomprensión, en la rabia, en la sombra de la absoluta indiferencia.

Atormentado todavía en la ausencia por su autoritario padre y al lado de una madre atónita que aguanta estoicamente sus reproches e incontinencias, la relación familiar también queda relegada en ocasiones y el film se convierte en un manifiesto de lucidez. Panero se apodera de la pantalla y nos confiesa que el fracaso es la más resplandeciente victoria, que el colegio es una negadora institución penal, que la sociedad más que por intercambio mercantil se rige por el de humillaciones, que el alcoholismo conduce irrevocablemente a la soledad y que todo roce empieza en la autodestrucción; máximas del desencanto, reincidencias que revelan la pavorosa certeza mundana de que en la infancia vivimos, y en lo demás sobrevivimos.

viernes, 24 de diciembre de 2010

"Dos hombres contra el Oeste". Una película de Blake Edwards.


















He de reconocer que soy un aficionado a las necrológicas. Es una de mis secciones periodísticas predilectas, y tiene la ventaja de disfrutarse por igual en cualquier diario sin importar los tintes ideológicos que de él puedan destilarse. Al interés morboso que, indudablemente, me mueve a acercarme a estas páginas, suele acompañarle, sin que yo pueda evitarlo, un agudo miedo a que el finado del día sea algún ídolo mío perteneciente al campo de la cinematografía, la literatura o el teatro. Normalmente, esta aprehensión se disipa al comprobar que el obituario está dedicado a algún banquero, empresario, noble venido a menos, cirujano responsable de un trasplante imposible más o inventor de otro artefacto tecnológico revolucionario, con lo cual me dispongo a leer con plena calma la laudatio post-mortem correspondiente. Sin embargo, durante estos últimos meses la pequeña angustia ha visto cumplidos sus peores designios. Y es que, como todo cinéfilo que se precie debe saber (aunque no comparta mis repugnantes vicios lectores), la parca se está cebando con iconos, mayores o menores, del séptimo arte. Una temporada chunga, vamos. Arthur Penn, Claude Chabrol, Manuel Alexandre, Tony Curtis, Berlanga... El último en caer ha sido Blake Edwards.

Me ciño al tema. Director que encontró su Olimpo en la comedia, con joyas como La Pantera Rosa (1963), La carrera del siglo (1965) y sobre todo, la monumental El guateque (1968), Edwards era también un tipo que supo lidiar con solvencia en otros campos. Tenemos su tan mítico como sobrevalorado drama romántico mezclado con comedia Desayuno con diamantes, de 1961 (Días de vino y rosas, de 1962, es posiblemente su mejor incursión en el género dramático, esta vez de vertiente trágica), sus aceptables cintas de cine negro, como Chantaje a una mujer (1962) o Diagnóstico: asesinato (1972) o el musical ¿Víctor o Victoria? (1982). A su estela van ligados lo mejor de Peter Sellers y Henry Mancini, así como algunas de las cumbres del slapstick. Su carrera se fue devaluando a partir de mediados de los 70, aunque aún consiguió éxitos como 10, la mujer perfecta (1979), Cita a ciegas (1987) o las sucesivas e infumables entregas de la franquicia de la Pantera Rosa.

Blake Edwards, pues. Un artesano, como Don Siegel. Un empleado aventajado. Uno de los últimos grandes demiurgos de la comedia clásica hollywoodense. No obstante (y ahora ya sí que voy al grano) yo le recordaré por un film tan estupendo como poco reverenciado.

Se trata de Dos hombres contra el Oeste (1971), o Wild Rovers, sin traductores de por medio. La protagonizan William Holden y Ryan O'Neal, secundados por Karl Malden y Tom Skerritt. Cuenta las peripecias de dos vaqueros, maduro uno y joven otro, que deciden dejar atrás una existencia ahogada entre cabezas de ganado, ranchos insalubres (ha desaparecido la épica pintada por Ford, Mann o Hawks) y un patrón tiránico, anegada en raudales de whisky. ¿Cómo decide la arquetípica pareja hacer el corte de mangas? Nada más fácil y más clásico que robando un banco y escapando con el botín. Eso sí, como el espectador puede adivinar, el robo y su consecuente huida no saldrán tan bien como se planearon. Visto así, el film no pasa de ser una película más de perdedores de la etapa post-Wild Bunch. La trama y sus giros, los personajes (ese Holden maduro y desengañado...), el propio título e incluso figuras de estilo como la cámara lenta en momentos líricos o violentos parecen apropiadas de Peckinpah. ¿Qué es lo que hace especial a este western tan sospechosamente crepuscular? Pues que el realizador de verdad siente lo que está contando. Ayudan una ambientación realista y anti-épica hasta extremos impensables, cosa que (lo siento, Sam) Peckinpah llegó a lograr sólo a medias en su Grupo Salvaje; una fotografía maravillosa de Philip Lathrop, y una música legendaria, muy a la americana, firmada por el maestro Goldsmith.

El profundo cariño que profesa Edwards a sus torpes y fracasados personajes (lo que también le diferencia de otros autores del post-western) se manifiesta en toques de lo que mejor sabe dar Blake: comedia. Pequeños apuntes humorísticos, socarrones y tirando a lo cínico, acompañan a la trama y  puntean la entrañable amistad de los protagonistas, tipos corrientes, paletos que se meten en un lío que les viene grande, pero a los que no se deja de querer. El metraje contiene alguno de los momentos más representativos de la poética westerniana, donde actores, fotografía y música forman un conjunto de quitar el hipo. Sirva de ejemplo la secuencia en que Holden y O'Neal doman un caballo salvaje en medio de una planicie nevada, mientras la cámara lenta y la grandiosa partitura hacen de las suyas.

Considero Dos hombre contra el Oeste una de las últimas cimas del western crepuscular. Una historia poblada por seres sencillos, vastas praderas, ansias de aventura, animales salvajes (aunque no tanto como algunos hombres), cantimploras repletas de alcohol, prostíbulos, mesas de juego y gatillo fácil, hogueras en medio de la noche y tiroteos donde las balas perforan irremisiblemente la carne. Y claro, de compañerismo y amistad, de esa amistad a la que los personajes se agarran cuando se dan cuenta de que el destino les alcanza, cuando aquella promesa de bienestar que fue México se desvanece como un espejismo en el desierto de Texas, cuando ni siquiera se tiene la esperanza de morir dignamente. Como en todo clásico del género, la camaradería, el vínculo entre colegas, es el eje central del relato. La relación entre Holden y O'Neal y su caracterización como dos pobres diablos sin salida, fieros vagabundos que persiguen desesperadamente la libertad, escurridiza como un caballo salvaje, es conmovedora.

Wild Rovers fue un tremendo fracaso de taquilla, y la productora, MGM, redujo drásticamente su metraje en más de veinte minutos. Quedó como la obra maldita de Blake Edwards, que nunca lo volvió a intentar con el western. No obstante, es una de las preferidas de su director. Prueba de ello la tenemos en los títulos de crédito del comienzo. Es la única vez que Blake Edwards, en lugar de estampar su nombre bajo la archiconocida fórmula de "Directed by...", decidió que apareciese "A film by...". Una película de Blake Edwards. Los títulos de crédito están al principio del film. Pueden comprobarlo. Pero, por favor, no se queden sólo en la presentación. Vean la película entera. Igual (no lo sé) era la obra por la que Blake quería ser recordado.

lunes, 6 de diciembre de 2010

"À travers la forêt", de Jean-Paul Civeyrac: el amor y la muerte en plano-secuencia.


De vez en cuando aparecen en el panorama cinematográfico pequeñas piezas delicadas y valiosas que pasan desapercibidas entre el maremágnum de estrenos “importantes” que se suceden cada año; uno de estos casos es el de À travers la forêt, breve película francesa del año 2005 dirigida por un tal Jean-Paul Civeyrac, realizador que, como la mayoría de los cineastas independientes más señalados de la actualidad, trabaja en digital, y al que a partir de este momento habrá que seguir de cerca como a uno de los más interesantes estetas del cine posmoderno.

À travers la forêt se centra en Armelle, una atractiva joven que pierde a su novio Renaud en un accidente y que meses después sigue obsesionado con él, obcecándose en la idea de que Renaud se está comunicando con ella desde el más allá. Una de sus hermanas, la más joven, le recomienda que visite a una médium, mientras que la otra, pragmática, insiste en que se olvide de su amante perdido y continúe con su vida. Armelle acude a una sesión de espiritismo y allí se fija en un chico idéntico a Renaud, lo cual ella interpretará como una señal, haciendo todo lo posible a partir de ese momento por conseguir su amor…


Lo que sobre el papel parece un argumento propio de telefilme fantástico-romántico cobra una dimensión especial gracias al tratamiento visual que Civeyrac le otorga, pues el filme está concebido como una sucesión de diez planos secuencia en tiempo real, cada uno precedido por su respectivo título, en los que la steady-cam sigue a la bella Armelle a través de sus fluctuantes estados de ánimo. Ya sea en la primera secuencia, en la que un violento cambio de iluminación simboliza el paso del éxtasis amoroso a la desolación provocada por la pérdida del ser amado, o en aquellas en las que la protagonista es acompañada por sus dos hermanas, formando entre las tres un triángulo impenetrable, el realizador siempre hace gala de un control absoluto de la puesta en escena y la planificación con el objetivo último de crear un todo orgánico en el que cada secuencia tenga sentido por sí misma pero alcance uno mayor en conjunción con las demás. En este sentido recuerda a Irreversible (Gaspar Noé, 2002), otra película francesa también ideada como unas pocas secuencias rodadas en una sola toma, pero lo que en aquella era crudo hiperrealismo aquí torna en extrañamiento provocado por la fusión entre lo real y lo fantástico; como ejemplo de ello el perturbador capítulo titulado “La Noche” en el que la protagonista tiene una onírica experiencia (¿real o soñada?) que la transforma interiormente, o el siguiente “Encantamientos”, en el cual lo sobrenatural irrumpe en la cotidianeidad sin que prácticamente ni el espectador ni la protagonista lo perciban. Quizás la secuencia final sea la única parte en la que este tono propio del realismo mágico no acabe de encajar, pues parece forzada para dejar una conclusión ambigua cuando el viaje de la protagonista ya se había consumado anteriormente, o quizás sea una sensación mía provocada por el hecho de que la imagen digital consigue bellos contrastes de luz y colores en interiores pero resulta mucho más tosca y falta de vigor en el exterior, por lo que ese bosque del título pierde cualquier cualidad misteriosa que pudiera (y debiera) poseer.

En todo caso este mediometraje (dura una hora escasa) deja otro regalo para el espectador: la actriz protagonista. Y es que la tal Camille Berthomier puede pasar a engrosar las filas de jóvenes intérpretes galas de belleza discreta pero agradable que, como Charlotte Gainsbourg, consiguen enamorar a la cámara no gracias a un físico imponente sino a una mirada y una sonrisa hermosas y conmovedoras, tan capaz de expresar sincera alegría como la pena más profunda. A ella, igual que a Jean-Paul Civeyrac, también habrá que seguirla de cerca a partir de ahora.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Necesidad de libertad. Reinaldo Arenas.

La reciente publicación en España de Cartas a Margarita y Jorge Camacho (1967-1990), por parte de la editorial sevillana Point de Lunettes, sitúa de nuevo en órbita la marginal figura del poeta y narrador cubano Reinaldo Arenas.

Enmarcado en una prolífica generación, colectivamente afín a la revolución en sus inicios y dividida más adelante entre acomodados voceros del régimen y quienes aceptaron la humillación y el desprecio en defensa de sus principios, la inhumana represión sometida sobre Reinaldo Arenas, el más joven de aquellos que vieron la caída de Batista en 1959, es solo comparable al impacto del caso Padilla, germen de la ruptura entre la intelectualidad y el gobierno de Castro. En el caso de Arenas, fue su triple condición de escritor, disidente y homosexual la que le convirtió en uno de los grandes perseguidos de la (inevitablemente politizada) literatura cubana contemporánea.

Inéditas en España hasta este mes de noviembre, un año y medio después que su edición francesa, la citada correspondencia con los Camacho habla de una amistad sincera y generosa, con un tono auténtico, poético y práctico, como definió su prologuista Zoé Valdés, una especie de ‘making of’ de lo que constituiría su autobiografía Antes que anochezca. En los años de madurez del escritor, censurado y encerrado en Cuba, fue su intensa relación con la pareja la que le permitió publicar ilegalmente sus textos en Francia al extraerlos de manera contrabandista.

La vida de Reinaldo se inició en la más absoluta miseria, entre el fango y la escasez de Aguas Claras (cerca de Holguín, adonde pronto se trasladó), huérfano de padre pero muy unido a su numerosa familia, influenciado especialmente por sus abuelos. Ajeno a la escuela y desde niño con una entregada sensibilidad hacia la palabra y la naturaleza, la infancia marcó rasgos de su carácter personal (siempre distante y pasivo ante la rimbombancia del intelectualismo) y de su literatura: Su peculiar cadencia rítmica, reiterada, similar a su habla, a su poesía. Sin embargo, es al conocer La Habana cuando experimenta la obsesión por lo carnal, la de un hombre continuamente erotizado que le convierte en el escritor del instinto, reflejo del deseo de las playas habaneras exaltadas, gozosas. Y su conocimiento del mar, como elemento de libertad, de infinito, de amante fiel, protagonista principal en su escritura. Celestino antes del alba (1967), en la que exhibe el poderoso mundo imaginativo de su niñez, sería su única publicación en Cuba, preludio de unos años setenta que, durante algunos años, pasaría torturado, en aquellas cárceles para diferentes del castrismo. Y en 1980, el exilio, el éxodo del Mariel, destino Miami y Nueva York. Un falso exilio de dolor y desencanto, ya enfermo de SIDA y con la certeza de que un pobre exiliado carece de valor.

En su sentencia última y unánime obra cumbre, la emotiva autobiografía Antes que anochezca (1990), finalizada días antes de su suicidio en condiciones precarias, plasmó minuciosamente constantes reproducidas en su creación, en una visión tan lírica como amarga, extremadamente personal. La película homónima (Before night falls, 2000, Julian Schnabel), magistralmente interpretada por Javier Bardem, además de aumentar su popularidad mundial, consiguió lavar su imagen en Cuba.

Casi 20 años después de su muerte Arenas sigue sin ser publicado en su país, padeciendo la misma incomprensión que sufrió durante décadas y que le mantiene como el peor enemigo del régimen, como el muerto más vivo de Cuba. Reinaldo Arenas llevó al extremo la salvaje idea de que escribir es lo más importante. Escribir, y no el propio yo, como centro y motor de vida. Escribir para proclamar su: Grito, luego existo.

domingo, 21 de noviembre de 2010

"El alcalde de Zalamea", de Calderón de la barca. Recuperación del villano.


La de villano ha sido una palabra de aciago destino. Mucha gente identificará el vocablo con el rol del "perverso malvado". Nada que ver con su significado primigenio, que es simplemente el de "habitante de una villa". Es decir, un labrador, un pastor, un campesino, todo aquel que vivía en las pequeñas poblaciones rurales y que carecía de título nobiliario o trato social preferente. Otra de las pruebas de la absoluta tiranía del lenguaje y de su subordinación al poder, que destina un cómodo significado a noble, mientras hunde en los abismos semánticos a villano. Pero más allá de las resonancias foucaultianas que pueda tener este caso, centrémonos en el tema de este post, que viene a propósito de la reposición en nuestras tablas de El alcalde de Zalamea (1636), por la Compañía Nacional de Teatro Clásico.

No es habitual en este blog recurrir al Siglo de Oro español como tema principal, como tampoco el escribir necrológicas o reseñar cómics manga, pero allá vamos. El alcalde de Zalamea cuenta la historia del rico labrador Pedro Crespo, residente junto con su hijo y su hija en la localidad extremeña del mismo nombre, que durante una jornada debe alojar a los soldados de don Lope de Figueroa, destinados a la campaña de Portugal. En lo que hoy se conocería como un "argumento de invasión del hogar", Crespo se verá en un aprieto cuando un capitán canalla, pendenciero, donjuán y bravucón, Álvaro de Ataide, decida seducir y violar a su hermosa hija. Agraviado su honor, el de su hija y el de toda su familia, Pedro Crespo se verá obligado a actuar contra don Álvaro, ignorando las diferencias sociales en forma de privilegios ante la ley que protegen al capitán. En su afán por que se haga justicia (la cosa no va de venganza personal, ojo) le vendrá al pelo que sea nombrado alcalde por el concejo de Zalamea, con motivo de organizar la mejor bienvenida posible al rey Felipe II, que se dispone a visitar la villa.

El autor, don Pedro Calderón de la Barca, desarrolla un clásico drama de honor, subgénero predilecto en la época, con la particularidad de incluir el tema de las diferencias sociales. La obra rompía moldes en la España de entonces al presentarnos a un simple villano (por muy rico que sea, su casta es la que es) tomándose justicia sobre un noble de alta categoría, miembro del ejército para más inri. Y lo peor de todo, ese noble tiene pocos atributos que le hagan simpático al público, mientras que el espectador sólo puede admirar a Crespo y a su familia, y comprende sus acciones, por muy extremas que sean. Los villanos no son presentados como simples figuras cómicas o aderezos a la acción de los personajes de alta alcurnia. Son gente digna, orgullosa de sus orígenes, con sus miserias y sus simpatías, como todo hijo de vecino (o si se prefiere, de villano). Pedro Crespo es el perfecto modelo calderoniano del hombre sencillo, apacible, apegado a la tierra y a sus costumbres, compendio de sabiduría popular, pacífico y solícito con todo el mundo, pero que no tolera que le tosan. Porque importante es servir a los superiores, pero el honor... eso no se toca. Crespo no lo puede expresar mejor: "Al Rey la hacienda y la vida / se ha de dar; pero el honor / es patrimonio del alma / y el alma sólo es de Dios".

No obstante, maticemos algunas cosas. Como se puede adivinar en el fragmento, Calderón vive en la época que vive, no es Robespierre, y no llega a los extremos que el Fénix de los Ingenios, un espíritu mucho más libre, alcanzó en su Fuenteovejuna (1619). Don Pedro no dice que los nobles sean malos, sino que hay casos perdidos, y no atribuye al pueblo fuerza revolucionaria alguna: al final, el Rey siempre tendrá la última palabra. Nuestro dramaturgo quiere darnos más bien su ideal de justicia, que en cierto modo, va más allá de los cánones sociales. Pedro Crespo actúa con justicia, aunque para ello se salte conscientemente la norma legal. De nuevo nos sale al paso el conflicto de Antígona. Pero lo que yo destacaría de la pieza es la dignificación que hace de la figura del hombre sencillo, frente a las corruptelas de la clase alta. El héroe es en esta ocasión una figura del pueblo, con todas sus virtudes y todos sus defectos, un auténtico tipo del fondo (porque en el esquema de las sociedades estamentales, los campesinos estaban destinados, sin lugar a dudas, a ser tipos del fondo), que reclama su parcela de respeto, su autonomía, su dignidad. Reivindica su lugar, su entereza frente a la tiranía, su naturaleza humana, al fin y al cabo. "Que no hubiera capitán / si no hubiera labrador", dice uno de los personajes. Para la época, es un avance.

Todo esto pude observarlo en la representación de la obra que hizo la CNTC en el teatro Pavón de Madrid, bajo la dirección de Eduardo Vasco, con un plantel de actores magnífico, entre los que me gustaría destacar a Joaquín Notario mimetizado en el papel protagonista (Notario es Pedro Crespo, sin ambages), a Eva Rufo en el rol de Isabel, la hija, y a David Lorente como el gracioso soldado Rebolledo. Ellos y la minimalista escenografía obligan al espectador a meterse de lleno en la historia y en el fuerte conflicto de sus personajes.

Pero nada de esto habría sido posible sin un gran texto en el que sostenerse. Porque, y ya sé que no descubro la pólvora al decirlo pero ahí va, Calderón escribía condenadamente bien. Son realmente impresionantes, conmovedores y plenos de dramatismo pasajes como el monólogo de un enfebrecido don Álvaro justificando su pasión por una villana, la narración de Isabel tras haber sido raptada y violada, los consejos de Pedro Crespo a su hijo cuando éste parte a la guerra, o los duelos dialécticos de aquél con don Lope de Figueroa, jefe del destacamento militar (por cierto, personaje real), los cuales desembocan en una relación de "colegueo" entre dos personas de muy diferentes estratos, cuyas últimas consecuencias podríamos rastrear en las típicas buddy-movies norteamericanas (perdón por la comparación). La habilidad de Calderón en la construcción dramática se hace patente, pero la fuerza del texto es indescriptible. La obra, escrita en verso, como manda la tradición, fluye a ritmo de romances, redondillas y silvas, todos ellos hermosamente escritos, tan pronto rítmicos y contundentes, como serenos y repletos de sutileza. Calderón siempre fue dramaturgo, pero se le debe reconocer como uno de los mayores poetas de toda la Literatura.

Por todo ello, recomiendo la obra y por supuesto, su montaje. Pero, tempus fugit, el plazo acaba a mediados de diciembre. Apresúrense, disfruten con Calderón y con ese hombre sencillo pero orgulloso de sí mismo que es Pedro Crespo. Reivindiquen al villano. Corran, acudan, no pierdan ocasión de ver esta maravilla. Y que el Señor sea con vuesas mercedes.

jueves, 18 de noviembre de 2010

MW, de Osamu Tezuka.

Aunque el manga no es precisamente un tema muy recurrente en este blog, quiero lanzar una primera piedra a favor de este noble arte venido del este de Asia y para ello, en un gesto he de reconocer bastante contradictorio, voy a comentar una obra de uno de los grandes maestros del género que, sin embargo, me ha decepcionado profundamente, más que nada porque los referentes que tenía no podían ser mejores. Pero vayamos por partes.

Osamu Tezuka (1928-1989) es considerado unánimemente el padre del manga debido a su condición de pionero en pasar de las historietas de unas pocas viñetas a los story manga (o mangas de larga duración con una trama mucho más elaborada) y el desarrollo del formato tankoubon (volumen compilatorio de una serie inicialmente publicada por entregas, generalmente semanales), que actualmente triunfa en todo el mundo para la edición de manga. Con un estilo de dibujo heredero del de Walt Disney, Tezuka se vio influenciado por los horrores sufridos por su país durante la 2ª Guerra Mundial, y desde muy pronto intentó transmitir con sus trabajos mensajes optimistas y esperanzadores. En los años 50 consigue su primer éxito importante con la culminación de sus series de Astro Boy y La princesa caballero, y el éxito continúa en las décadas siguientes con obras como Buddha (1972-83), Fénix (1954) o Adolf (1983); sin embargo, la obra que dio un vuelco a su carrera y le hizo pasar de un estilo infantil y optimista a tratar temas mucho más oscuros fue MW (1976 - 1978), el cómic al que le dedico esta entrada.

MW se publicó por primera vez en 1976, y según el propio Tezuka surgió como intento de denuncia de algunos de los principales vicios que afectaban a la sociedad nipona por aquél entonces; sin embargo el principal detonante fue un escándalo de la época en el que el primer ministro aceptó un soborno multimillonario por parte de una empresa de armamento norteamericana. Esto movió al autor a escribir el argumento, que podría resumirse así:

Yuki, un joven bello e inteligente, trabaja en un banco de Tokyo y se oculta bajo una máscara de educación y buenas maneras, pero en su interior oculta a un monstruo cuyo principal interés es producir todo el daño posible a aquellos que le rodean; la única persona que conoce su secreto es Garai, sacerdote cristiano con el cual comparte una historia del pasado que les unió irremisiblemente, historia en la que se ve envuelto un arma secreta del gobierno con el nombre clave de MW (pronunciado Mu). Y hasta aquí puedo contar para no desvelar de la trama más de lo necesario. Sin embargo, como este no sólo es un
blog de divulgación sino también de análisis y crítica, voy a copiar mi texto sobre la novela en cuestión. Si os han entrado ganas de leérosla, por favor, no sigáis adelante, pues seguramente lo que sigue os desalentará. Si no, tenéis mi bendición:

Después de la genial
Adolf tenía las expectativas muy altas con esta otra obra de Tezuka, pero lamentablemente estas no se han visto cumplidas: y es que MW, aún resultando igual de dinámica narrativamente, se queda muy lejos de la intensidad y la solidez dramática de la obra ambientada en la 2ª Guerra Mundial. El problema es que Tezuka pretende hacer un repaso/crítica por los principales vicios que afectan a la sociedad nipona de los años 70, pero para ello elige un vehículo dramático que de tan rocambolesco pierde cualquier credibilidad, lo cual provoca que la lectura que se hace de esos males sociales se quede en anecdótica, superficial e incluso frívola.

Es difícil creerse la relación amor/odio entre el cura homosexual y el asesino ultrainteligente y escurridizo, pero en este caso el problema no es del lector sino de lo mal planteado que están los personajes, principalmente el de Yuki, una especie de super-villano invencible cuyo objetivo es destruir a la humanidad entera porque sí, por pura maldad. A lo largo del cómic uno espera que aparezca alguna motivación, algún matiz, que otorgue más dimensiones a un personaje tan extremo, pero no, Tezuka se queda en la superficie y se limita a utilizarlo para hacer avanzar la trama sin aportar más profundidad a su carácter; esto no me importaría si fuera un simple secundario, pero el problema se vuelve más grave al tratarse del principal protagonista, pues el núcleo de la obra pierde mucha sustancia debido a ello. Y su antagonista, el padre Garai, que debería actuar como contrapunto humano del implacable asesino, también se ve afectado por lo caricaturesco de las acciones de Yuki, pues su conflicto personal luce casi ridículo al lado de la magnitud de las barrabasadas cometidas por el otro; aún así, las partes de Garai resultan las interesantes de la obra, pues son aquellas en las que se vislumbra a un ser humano real y no a una caricatura de villano que casi deja al protagonista de
Death Note (2003-2006) en personaje de Shakespeare.


Y aún optando por la opción de que la trama principal actúa como vehículo para tratar otros temas tampoco Tezuka lograría su propósito, pues estos asuntos (utilización de armas químicas peligrosas por parte del ejército, tratos ilícitos con gobiernos extranjeros, atentados provocados por la izquierda radical, tratamiento hipócrita de la homosexualidad por parte de los medios de comunicación, corrupción política, falta de solidaridad...) aparecen casi como comentarios a pie de página sin profundidad alguna; obviamente una novela gráfica no puede tratar con exhaustividad problemas tan complejos, pretender eso sería ridículo, pero no hubiera estado de más que el autor los introdujera de una manera más sutil, y no como menciones esporádicas que poco o nada aportan a esa trama principal. En ese sentido me recordaba a la parte final de
Adolf en Israel, sin duda lo peor de aquél cómic, por la superficial manera de pasar por encima de una situación tan complicada; el problema es que lo que allí sólo duraba un capítulo aquí se extiende a toda la obra.

En fin, la idea de utilizar a un "diablo humano" como Yuki para azotar a los culpables de los males de Japón era brillante, pero se queda en casi nada debido al tratamiento demasiado
pulp tanto del personaje como de los problemas a denunciar. Lo más curioso de todo es que el mismísimo Tezuka comenta en el epílogo que siente no haber alcanzado sus objetivos debido a su pobre narrativa y capacidad de expresión, y si el propio autor realiza una autocrítica semejante por algo será, ¿no?

domingo, 14 de noviembre de 2010

Berlanga, el último ácrata.


No es la labor habitual de este humilde portal cibernético la redacción de obituarios. Pero la ocasión, qué demonios, lo merece, y con creces.

Ayer nos dejó el que ha sido, y aún es, sin espacio para la duda, el mejor director que haya tenido el cine español durante toda su andadura (no me salten con Buñuel, que películas genuinamente españolas tiene cuatro de casi cincuenta). Un tipo ubicuo, escéptico convencido, declarado erotómano, humanista y humorista, aunque su filosofía coquetee con la misantropía y sus comedias con la tragedia.

Pero ojo, no una tragedia a lo griego, no una tragedia "made-in-Shakespeare". Estamos en España, y quedan fuera los altisonantes dramas a la europea. Aquí se lleva lo bufo. "La tragedia nuestra no es tragedia", decía Max Estrella/Valle-Inclán. Y nuestro cineasta supo hacer suyo ese ideario. Si hay una persona que haya sabido trasladar el espíritu de Valle al séptimo arte, ése es nuestro hombre. Sus historias, donde el humor se hermana con el desgarro, y la fatalidad con el ridículo, retratan a la perfección ese mundo extravagante y medio salvaje que es España, a esa especie tan gilipollas como entrañable que es el género humano.


Este señor, también un especialista en tipos del fondo, siempre resultó incómodo. No contento con fustigar el esperpéntico régimen que marcó cuatro decenios de vida española, fue uno de los que se pedorreó en la épica de cartón-piedra de la Transición, denunciando las pústulas que esta se empeñó en maquillar. No se dejó dominar por ningún canon, político, social o moral. Todas sus películas son profundamente él. Fue un ácrata, un espíritu libre. Su cine, áspero pero divertido, popular y profundamente personal, hizo de la bufonada y el astracán un arte. Encontró su mejor expresión en el blanco y negro de sus imágenes, en los personajes perdedores, canallas o patéticos (o todo a la vez), en largos y complicados planos-secuencia, y en los compases del fox-trot y del pasodoble de sus bandas sonoras.

Con su muerte desaparece en casi su totalidad una generación fundamental para el cine español, que marcó una nueva forma de hacer películas, a la vez que tuvo que lidiar con la sociedad del momento, para conseguir expresarse con total libertad (no siempre lo lograron, qué se le va a hacer). Una generación de artistas, de trabajadores incansables, de héroes. José Luis López Vázquez, Manuel Alexandre, María Luisa Ponte, Rafaela Aparicio, Fernando Fernán Gómez, Agustín González, Amparo Soler Leal, Emma Penella, Rafael Azcona, Juan Antonio Bardem y tantos otros. Él era el último, y su principal seña de identidad.


Tuve mi primer contacto con Berlanga hace exactamente 10 años, cuando me regalaron, debido a mi temprana cinefagia, unos VHS con dos de sus obras: Bienvenido, Míster Marshall (1952) y El verdugo (1963). Por entonces, yo tan niño, me desternillaba de risa con la primera y me quedaba con una sensación extraña con la segunda. Más tarde fui adentrándome en materia, captando matices, compenetrándome con el señor Berlanga. Vi La escopeta nacional (1978), Plácido (1961), ¡Vivan los novios! (1970), La vaquilla (1985)... y finalmente este sarcástico caballero se hizo un hueco entre mis mitos básicos. Exactamente diez años después de ese primer contacto (ni un día más, ni un día menos), ha muerto.

Y qué más decir. Que hay que ver a Berlanga. Desde lo más encumbrado de su filmografía hasta lo más denostado. Vean y disfruten Bienvenido..., Plácido o El verdugo, pero no dejen de revisar sus mayores astracanadas, como Patrimonio nacional (1981) o Todos a la cárcel (1993), donde encontrarán al Berlanga más desatado. Y por supuesto, también sus estupendas primeras obras: Esa pareja feliz (1951, codirigida con J. A. Bardem), Novio a la vista (1954) o Calabuch (1956), donde combinaba su inconfundible mundo personal con el costumbrismo y cierto regusto neorrealista.

Berlanga es un maestro del Cine. Menos Dreyer, menos Bresson, menos iraníes trascendentes, dejémonos de gafapastadas: Berlanga es tan imprescindible como el que más. Ahora que se ha ido, reivindiquemos al más excelso creador que hemos tenido. Como dijo su deudor más aventajado, Álex de la Iglesia, ayer en la Academia de Cine, nadie tan grande como Berlanga. Compruébenlo.


miércoles, 10 de noviembre de 2010

"Cenizas y diamantes". Wajda y Cybulski. La fascinación polaca



Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, concretamente finales de los años 50, la sociedad occidental asistía atónita al aumento histórico de la demanda de clases de polaco entre las féminas. No es broma, no se asuste el lector. Esto fue real, y tiene su explicación. El culpable de esta repentina oleada de filo-eslavismo no era otro que Zbigniew Cybulski. ¿No les suena mucho, no? Resulta que este joven de nombre difícilmente pronunciable para aquellos poco familiarizados con la lengua polaca, era conocido como "el James Dean del Este."

Como el meteórico Dean, Cybulski era actor, estiloso, rebelde, especializado en personajes tan vivaces como conflictivos, y para colmo estaba destinado a morir en accidente, aunque esta vez de tren. Su capacidad imantadora para con el bello sexo provocó que bastantes jovencitas decidiesen aprender polaco para pronunciar su exótico nombre. La película que le catapultó a la fama internacional fue Cenizas y diamantes (1958). Dirigida por Andrzej Wajda, era el colofón de una gran trilogía de este mismo cineasta sobre la 2ª Guerra Mundial en Polonia, compuesta además por las estupendas Generación (1954) y Kanal (1956). El tríptico abordaba los temas de la guerra y la juventud, con una mezcla de realismo social, thriller, romance y acción bélica. Todo ello pasado por el filtro del comunismo que por entonces imperaba en Polonia. El cóctel puede parecer estomagante, pero milagrosamente deja un más que agradable sabor de boca. El cenit de la trilogía se alcanzó con la ya citada Cenizas y diamantes.

La película cuenta la historia de Maciek (Cybulski), un joven nacionalista polaco al que, el día de la rendición alemana, se le encarga el asesinato de un importante líder comunista. Alojado en el mismo hotel que su objetivo, los planes e ideas de Maciek se ven trastocados cuando se enamora de una bellísima camarera, y se plantea la posibilidad de vivir simplemente su vida, sin subordinarse a ideología alguna. Mientras, en los salones del hotel y en la calle asistimos al nacimiento de un nuevo Estado. ¿Mejor, peor? El tiempo lo dirá. La habilidad de Wajda para no caer en el panfleto comunista, dejar caer veladas críticas al régimen de su país y de paso sortear la censura, son cuanto menos encomiables. Pero la cosa va más allá. Wajda no se limita a la alegoría política. Sus personajes son de carne y hueso, profundamente románticos, con conflictos perfectamente entendibles por cualquiera, sea afiliado a la ideología que sea. La fatalidad del destino, el porqué de nuestros actos, la redención que supone el amor, los ardores e impetuosidades de la juventud... todo ello es retratado por nuestro demiurgo polaco con un estilo que oscila entre el expresionismo más barroco y el naturalismo, sin resultar para nada cargante. Las formas del thriller dominan la puesta en escena, mientras Cybulski se pasea, casi siempre embutido en sus gafas de sol, derrochando carisma y logrando una interpretación tan intensa como icónica. Con razón la película le convirtió en un mito de la época.



Pero en 1967 se le acabó el chollo. No así a Wajda. Murió su actor predilecto, pero él siguió regalando cine del bueno, con películas como La tierra de la gran promesa (1975) El hombre de mármol (1977) o Danton (1982), hasta la reciente Katyn (2007). Pero su fama se ha ido devaluando. ¿Por qué? Su cine, ejemplo de insuperable puesta en escena, adopta muchas veces los temas históricos y políticos como coartada. Y eso está pasado de moda. Tantas películas basura con mensaje político han conseguido que público y crítica metan a grandes figuras como Costa-Gavras o el propio Wajda en el saco del panfleto y la demagogia fílmicos. Ya no se llevan las películas de denuncia, aquellas en las que se hace cine político del bueno, aportando una necesaria visión de izquierdas (término que hay que usar con cuidado en el caso de Wajda, un tipo muy crítico con muchos postulados marxistas). La denuncia se tacha fácilmente de maniqueísmo, y la visión de izquierdas, de comunismo autista. Una pena. En fin...

Por otra parte, hay que señalar que Wajda es la punta del iceberg de toda una generación de cineastas polacos que marcaron un hito en la historia del cine, además de convertir a su país en fuente de prestigio, como hoy ocurre con el cine coreano o con el sudamericano. Directores muy recuperables como Jerzy Kawalerowicz (Madre Juana de los Ángeles, 1961) Andrzej Munk (La pasajera, 1963), o Wojciech Has (Manuscrito encontrado en Zaragoza, 1965), copaban la atención de la crítica y eran niños mimados a la vez que invitados obligatorios de los más prestigiosos festivales. Hoy han caído en el olvido. Y es que llegaron la "Nouvelle Vague" y el cine italiano de los 60, y pasó lo que pasó. Así que del prestigio del cine polaco quedan, si exceptuamos al peregrino Roman Polanski, más cenizas que diamantes.



Para hacer algo de justicia, convendría recuperar a Wajda y a los otros directores citados. Seguramente no se revivirá la pasión femenina por la lengua polaca, pero nunca está de más descubrir a una generación de estupendos cineastas, con cosas interesantes que contar y suficiente estilo como para captar a los espectadores. Creadores de mitos, comprometidos, innovadores. Sin duda, con una manera fascinante de entender el cine .


lunes, 8 de noviembre de 2010

The Chaser (NA HONG-JIN, 2008): EL Korean thriller golpea de nuevo


El cine coreano ha vivido un espectacular despegue en la primera década de este nuevo milenio con una gran cantidad de realizadores punteros que se han hecho un importante hueco en el panorama cinematográfico internacional: Boong Joon-Ho, Park Chan-Wook o Kim Ji-woon son sólo algunos ejemplos de esta nueva ola oriental, pero hoy vamos a hablar de alguien proveniente del mundo de la publicidad que irrumpió hace dos años con su primera película. Se trata de Na Hong-Jin, y la cinta en cuestión es The Chaser, thriller que en el año 2008 se colocó como la película más taquillera en Corea del Sur, convirtiéndose al parecer en un fenómeno social. Y si generalmente las películas que alcanzan tanta notoriedad a nivel popular suelen lograrla por razones ajenas a su calidad, no es este el caso, pues The Chaser es una auténtica joya, un prodigio a nivel narrativo que no descuida en ningún momento ni la puesta en escena ni la profundidad de un discurso profundamente crítico con las instituciones oficiales de su país. Pero vayamos por partes.

Un antiguo detective convertido en proxeneta descubre como varias de sus chicas desaparecen misteriosamente tras contactar con un cliente. Una vez localizado echa mano de una de sus prostitutas, que tiene una hija pequeña y planea dejar el negocio, para llegar hasta él. Pero lo que podía haberse convertido en una thriller convencional que girara en torno al enésimo enfrentamiento policía vs. asesino adquiere una dimensión nueva e inesperada cuando la policía entra en juego, situación que sirve para poner en tela de juicio el funcionamiento de la justicia en Corea del Sur. Para no desvelar demasiado evitaré entrar en detalles sobre el desarrollo de la trama, pero solamente me gustaría indicar que Hong-Jin consigue representar de manera brillante aquello que Don Siegel ya planteara en los 70 con su Harry el Sucio (1971), que no es otra cosa que la idea de que el mayor problema no es la existencia de psicópatas depravados, pues al fin y al cabo estos pueden contarse con los dedos de la mano, sino la ausencia de un sistema legal y judicial capaz de procesar adecuadamente esas anomalías sociales.

Pero mientras que en el filme de Siegel esta tesis se ponía en escena de manera burda y más como tosca excusa para exaltar al fascistoide protagonista que como auténtico análisis social, en The Chaser el formidable guión nos permite asistir paso por paso al proceso burocrático que acaba poniendo a un asesino en serie en la calle, sin descuidar las referencias a una sociedad deprimida en la que solidaridad ha desaparecido y los propios agentes de la ley se transforman en criminales por falta de motivación, pues la pura supervivencia se ha impuesto a cualquier moralidad. Esta es precisamente otra de las virtudes del filme, la cual lo diferencia de los thrillers manufacturados en masa por Hollywood, pues aquí el protagonista, al igual que en la notable Memories of Murder (Bong Hong-Jo, 2003), no tiene prácticamente ninguna virtud positiva con la que el espectador pueda identificarse, siendo su comportamiento al comienzo de la película totalmente amoral y egoísta; sin embargo, el desarrollo de la trama lo hace evolucionar hacia otro estado, revelándolo como un personaje multidimensional, algo siempre de agradecer en este género tan poco proclive a la complejidad psicológica como es el thriller policíaco.

Esta evolución se complementa y se cruza con la de su antagonista, un asesino de mujeres impotente que, si bien no pasa de cumplir el papel de villano de la función (tampoco el filme busca causas psicológicas a su comportamiento, no va de eso) no resulta tan exageradamente caricaturesco como el Scorpio de Harry el sucio, y precisamente por ello, por los detalles de su personalidad que el guión y la interpretación del actor van dejando caer (como la manera en que habla a la mujer policía, o la secuencia de la entrevista con el psicólogo), resulta mucho más creíble y terrorífico.


Sin embargo, un guión tan rico y complejo como este se quedaría en la mitad sin una puesta en escena a la altura; afortunadamente en ese apartado Hong-Jin también cumple con nota, y aunque es cierto que por momentos recuerda a otros thrillers coreanos como la mencionada Memories of Murder o la reciente I saw the devil (Kim Ji-Woon, 2010) por su estética lúgubre y decadente dentro de un contexto tan cotidiano que casi roza lo vulgar, el realizador sabe encontrar su propia voz. Planos como el del descubrimiento del siniestro mural de connotaciones cristianas que el asesino esconde en su antigua casa (por otro lado, quizás el único punto discutible de la trama), o el tratamiento que se le da a la subtrama del alcalde y el alborotador, demuestran que el director, aún colocándose de lleno dentro de la corriente de cine-espectáculo de su país, tiene una manera personal de tratar el material que rueda.

Como ejemplo de esto, hay que destacar la realmente valiente conclusión de la cinta, en la que no se opta ni por una defensa abierta de la justicia como medio para castigar a los culpables ni por una exaltación del ojo por ojo, dejando al espectador en una incómoda tierra de nadie en la que se ve obligado a reflexionar sobre temas tan importantes como la validez de la venganza o la necesidad de redención. Y todo ello después de pasar por un desarrollo ágil y dinámico (que no confuso, algo en lo que caen este tipo de thrillers en EEUU) y por uno de los desenlaces más tensos y angustiosos que servidor recuerda haber visto en mucho, mucho tiempo; lo cual le da al filme, sin duda alguna, mucho más mérito, pues consigue conjugar espectáculo y reflexión de manera ejemplar. A ver si unos cuantos realizadores veteranos y consagrados toman nota de ello.


miércoles, 3 de noviembre de 2010

"Myra Breckinridge", de Michael Sarne. Delirio postmoderno.




E
stimados lectores, hoy el objeto de mi post es Myra Breckinridge, un título que, como Desesperación, objeto de mi anterior artículo, ha caído en el olvido.

Dirigida en 1970 por el británico Michael Sarne, y basada en el libro homónimo de Gore Vidal (sí, ese señor que hace un cameo en Roma, de Fellini, justo antes que Anna Magnani), cuenta la historia de Myra, un transexual, antiguo crítico de cine, que decide matar su lado masculino para crear la persona / personaje de una mujer dominante y triunfadora y viajar a Hollywood. En el plano ideal, quiere acabar con el prototipo del macho americano. En el real, quiere hacerse con la mitad de las propiedades de su tío Buck Loner, antigua estrella del cine del Oeste que dirige una academia de actores cutre para jóvenes desorientados. Myra se le presenta como la viuda de su sobrino Myron y por tanto con derecho a reclamar esa mitad de sus propiedades (lo cual incluye la academia). Mientras Buck Loner investiga sobre ella para evitar ceder lo más mínimo, le asigna un puesto de profesora en su academia, en la que por fin podrá llevar a cabo sus ideales.

Cuando Gore Vidal publicó en 1968 la novela en la que se basa la película, la polémica le acompañó nada más salir a las librerías, tanto por el contenido de la misma como por su forma. La crítica literaria la apoyó, aunque con reticencias: la franqueza con la que se empleaba el lenguaje en algunos pasajes levantó ampollas. Sin embargo, la innegable calidad del texto, así como la reputación consolidada de Gore Vidal como político, guionista de películas como Ben-Hur y escritor de libros “serios” como Juliano el Apóstata prevaleció.

Cuando la Fox se hizo con los derechos del libro, la película generó toda clase de expectativas y los medios se dedicaron a publicar cualquier novedad respecto a ella.

El papel de Myra recayó en Raquel Welch (quien no por ello protagoniza la película, cosa que desarrollaré ahora después). Está estupenda, guapísima, lleva unos modelitos y unos peinados de lujo. Es esa mujer atractiva y cabrona que todos llevamos dentro. Se comprende que fuera un sex symbol de la época y, aunque no es Meryl Streep, se ajusta bien como actriz al difícil personaje de Myra. Interpreta a Buck Loner el prestigioso director y guionista John Huston. Se trata de una recreación bastante chocante: hace de viejo verde casposo de una manera muy creíble, cae mal y resulta repulsivo desde el primer momento. Aprobado. Uno se pregunta qué hace exactamente aquí, teniendo en cuenta su reputación (lo cual no evita que mencionemos que fue uno de los cinco directores de ese engendro que fue Casino Royale versión 1967), pero imagino que la Fox lo incorporaría convencida del éxito que tendría el film, así como para justificar cierta calidad o nivel. Hasta aquí bien.

La película se presentó como el regreso triunfal a la gran pantalla después de cerca de 30 años retirada de Mae West, en otro tiempo mujer fatal y mito erótico. Es ella precisamente uno de los grandes lastres de la cinta: parece a ratos tan solo un vehículo para su lucimiento. Su personaje, el de Leticia Van Allen, que en la novela es puramente secundario, aquí es engrosado sin aportar nada a la historia. Mae West, qué pillina ella a sus casi 80 años –decrépita, una momia- sale tirándose a jovencitos (incluso un italiano), cantando canciones golfillas, diciendo tacos y haciendo observaciones pícaras (¡uy, como en los buenos tiempos!). Creo que no dejo de ser objetivo si digo que sus frases dejan a las de La Veneno por citas de Oscar Wilde y que sus intervenciones provocan bastante vergüenza ajena, aunque no tanto como el detalle de que sea la primera persona que aparece en los títulos de crédito, seguida de John Huston, y finalmente, en tercer lugar, Raquel Welch, la que se supone que interpreta el papel protagonista.

Esto me parece un fiel reflejo de lo que es la película: por un lado, una suma de intereses comerciales por parte del estudio, apostando por las que creen sus bazas (los grandes nombres, la polémica, el reclamo de adaptar una novela de éxito); por el otro, el frustrado intento de un director despistado de ser un “autor”. No es casual que diga que está despistado, la desorientación detrás de las cámaras es visible en bastantes momentos: continuamente da el protagonismo a elementos que no aportan nada a la trama (Mae West, planos innecesarios, montaje incoherente), y no solo eso, sino que a veces da la impresión de que se queda corto y no deja claro qué es lo que quiere contar (parece que faltan planos por rodar, muchos de ellos se quedan cortos mientras que otros se quedan largos,…).

Más allá de estas cuestiones, se trata de una película osada para su época en la forma de abordar ciertos contenidos: transexualidad, identidad y liberación sexual. Unos ratos es muy moderna, no ha envejecido nada; en cambio, otros, bastante rancia, ha envejecido bastante mal. El tratamiento de la sexualidad es bastante eufemístico. El hecho de que en ningún momento se olvida al antiguo Myron y el final filmado, cambiado de la novela, dejan cierta impresión de haber visto un absurdo sin ningún sentido que no hace nada a favor de los derechos de los transexuales y homosexuales, pues todo resulta ser un error (no revelo más, por si alguien la ve). Sin embargo, se enmarca bien en el contexto de la revolución sexual.

Tiene bastantes puntos de interés. Además del reparto mencionado, supone el primer papel de futuras estrellitas como Farrah Fawcett o Tom Selleck. Es también un buen reflejo de los grandes cambios que estaban teniendo lugar en la industria del cine a finales de los 60: tanto en el star system como en la manera de hacer cine y los contenidos abordados. “Ahora solo se hacen películas para pervertidos en las que se fornica”, dice uno de los personajes. “Los antiguos dioses del cine dejan al envejecer su sitio en el panteón de los dioses que admiramos para que otros lo ocupen”, dice Myra.

Continuamente se recurre a imágenes de archivo del Hollywood clásico para reforzar chistes y emociones: parece haberse aceptado que esa forma de entender el cine ha quedado atrás, así como se hacen referencias al pujante –en aquellos momentos- cine europeo al mencionar como megaestrellas al nivel de las americanas a directores como Federico Fellini.

Dada la expectación que generó antes de su estreno, una vez éste tuvo lugar, predominaron la decepción y la indignación por ciertos contenidos de la cinta de dudoso sentido de la moralidad (no tan excesivos para el público de hoy). La revista Time dijo de la película: “Myra Breckinridge es tan divertido como un pederasta. Es un insulto a la inteligencia, una afrenta a la sensibilidad y una abominación para el ojo”, Gore Vidal renegó de ella y ha sido objeto de estudio en libros como Este rodaje es la guerra” o Las 50 peores películas de la historia. En la fecha de su estreno, algunas antiguas estrellas como Loretta Young o Shirley Temple exigieron que las imágenes que aparecían de sus películas fueran retiradas de la cinta, hecho que consiguieron. Michael Sarne no ha dirigido apenas nada desde entonces (evidentemente, nada en Hollywood), la carrera de Rachel Welch entró en declive y Gore Vidal acusó a la película de motivar que su novela no se vendiera apenas durante más de una década. De los cinco millones que invirtió la Fox en ella solo recuperaron tres y por tanto el estudio se apuntó un nuevo fracaso en la década tras otras películas como Cleopatra.

Vista en la actualidad, cabe pensar ¿es una de las peores de la historia? No, sin duda. No es una buena película, pero tampoco se merece tanto desprecio. Predomina la estética camp y al final triunfa la decepción, después de bastantes minutos de verdadero caos y desorientación a nivel de dirección y de guión, acumulados sobre todo en la segunda mitad. Tiene escenas buenas, graciosas y acertadas, y resulta entretenida, al igual que se aprecia cierta preocupación por la estética y el lenguaje visual. Indiscutiblemente, es una película floja, abusa de sus excesos y hace apología de sus carencias, pero no por ello es una de las peores de la historia, es tan solo un filme demasiado arriesgado para tener tan poco fondo y talento detrás de las cámaras. Cuando se publican rankings sobre peores películas, da la impresión de que destaca sobre todo cierto placer en la humillación de los “famosos”: una mala película desconocida nunca aparecerá en esas listas, por muy mala que sea. Myra Breckinridge es una decepción, sí, pues se trata de una buena idea mal llevada a cabo, pero no es un título puramente indignante (y lo digo como lector admirador de la novela). Se le puede echar un vistazo como curiosidad sin ningún problema.

Por mi parte, leí la novela a los 16, en plena adolescencia, y me quedé fascinado por el personaje de Myra. Tan inteligente, tan cinéfila, tan mujer y tan hombre a la vez, una especie de Terenci Moix superlativo en forma de tía maciza. Desde que acabé de leer el libro suscitó mi curiosidad la versión cinematográfica. Hoy que por fin he podido verla sentía el compromiso de hablar de ella.