viernes, 30 de marzo de 2012

Angelopoulos o lo sublime. 'La eternidad y un día'


Esta entrada llega tarde. Reconozco no haberme sumado a las lamentaciones por la (inesperada, trágica, otros tópicos) muerte de Theo Angelopoulos por puro prejuicio, contagiado de la (tópica, también) opinión que concibe al griego como un plusmarquista del tedio y el elitismo intelectual más odiable. Craso error. Que esto que escribo me sirva como penitencia y pequeño homenaje, no sólo a Angelopoulos, sino también a su guionista, el inabarcable Tonino Guerra que, para consternación de la cinefilia, no ha tardado en acompañar a su amigo.

La eternidad y un día (Mia ainiotita kai mia mera, 1998) es el relato del último día de vida de un anciano escritor. En un ambivalente recorrido por el pasado y el presente, el suyo y el de su país, el protagonista, encarnado con maestría por el legendario Bruno Ganz (que por algo le tenemos como cara visible en el logo), intenta recuperar su infancia mediante la amistad que establece con un niño albanés refugiado, se pregunta por qué hemos dejado de amar y, finalmente, en uno de los planos más acojonantemente hermosos (es así) que se ha tenido a bien rodar, se topa de bruces con la eternidad. Entre medias, Angelopoulos nos obsequia con un mágico viaje en autobús y la representación, no por onírica menos certera, de lo que significa una frontera. Con la oración funeraria más humilde e inocente, y con la historia de un poeta comprador de léxico.

Ante una obra como ésta, lo único que cabe lamentarse es la desaparición del hombre que tuvo a bien llevarla a cabo. Un hombre que, a pesar de entonar aquí uno de los más emocionantes cantos sobre el término de la existencia (con lo que eso suele tener de concluyente), aún tenía muchísimas cosas que contar. Lo mismo vale para Guerra, que no por casualidad era poeta antes que guionista. Cómo duele a veces el Cine.

lunes, 26 de marzo de 2012

La mirada de Haneke


O la mirada en Haneke.

Lo mismo nos da, pues ambas nos valen. Los que estén familiarizados con esa manía/obcecación del director austriaco por mostrar los (por otra parte abundantes) momentos "duros" de sus filmes mediante la radical sobriedad en la puesta en escena sabrán de lo que hablo. La visualización de momentos tan agresivos como la muerte del niño y la posterior reacción de sus padres en Funny games (1997 y 2007), la mutilación genital o el deprimente acto sexual en La pianista (La pianiste, 2001), la escena de acoso en un vagón del suburbano al personaje de Juliette Binoche en Código desconocido (Code inconnu, 2000) o los castigos corporales infligidos a los niños de La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), todo ello se podría circunscribir en buena medida a lo que se ha dado en llamar la "concepción baziniana de la puesta en escena", esto es, la fidelidad absoluta al curso de la acción narrada, lo que supone que dicho curso no se puede adulterar de ningún modo (cambiando de plano, por ejemplo) si no se quiere traicionar la realidad de lo mostrado. En este sentido, Haneke se distingue como uno de los más espartanos y rigurosos exégetas de la doctrina. El seguimiento de las acciones en planos largos, usualmente fijos, el desuso de música extradiegética y la rigurosidad de la ambientación conforman, en líneas generales, el estilo Haneke (no exactamente baziniano, como ahora veremos, aunque como ya he dicho toma de él buena parte de sus presupuestos), que siempre se ha tildado de frío y desapasionado, lo que, creo yo, no es exactamente cierto, como ahora intentaré demostrar.

miércoles, 21 de marzo de 2012

‘Mi gitana’, un retrato elocuente de la sociedad española


¿Se ha vuelto loco? ¿Cómo se atreve? ¿Es posible? Sí, sí, ¡sí! Un post como este no es habitual en este blog, es cierto, pero como somos un medio comprometido con la causa de los medios audiovisuales, no podemos obviar el que, en lo que va de año, pasa por ser el fenómeno televisivo con mayor poder de convocatoria. Quisiera comentarlo, más que por los “méritos artísticos” del producto, por todo lo que supone y representa.


lunes, 19 de marzo de 2012

Pilotos de parpadeante bragueta: 'Las malas hierbas' de Alain Resnais



Oh, Les Herbes Folles (Alain Resnais, 2009). Y la filia de l'autre côté de pyrénées por desmontar la ingeniería emocional burguesa nos trae -que no podía ser de otro modo- por la senda del alu(cine). De la novela L' Incident (Christian Gailly, 1996), ese tótem sacro que fue y -ojo- continúa siendo Alain Resnais ha facturado estos lodos. Qué vaya lodos. Porque la debutante del pasado viernes, muy de pelotón exhibidor, se destapa como una película superdotada, sugestiva, marciana, un relato despegado de lo real que tantea aterrizajes sobre un aeródromo por cuyo accionariado se las tendrían Hitchcock, Lynch, Chabrol, la alargadísima sombra de Tom Ripley y mamá Highsmith. Accionariado puesto que aquí, para indiscutible patrón de pista, suena Resnais, que agota velas en la tarta pero -y me remito a las imágenes, su puesta en escena o el fascinante 'scrabble' narrativo- viene a gastar una irreprochable dentadura de leche. De sonrisa trident.

Que cómo te lo pasas, Alain. Y nosotros, efectivamente. Nosotros contigo. 

sábado, 17 de marzo de 2012

Tirarse a la piscina. 'Deep end', de Jerzy Skolimowski


La lubricidad sumergida en cloro. Con tal tarjeta de presentación irrumpía el itinerante polaco Jerzy Skolimowski en el panorama británico. 1970, swinging London, Cat Stevens, John Moulder-Brown y, claro, Jane Asher; el consabido tránsito de iniciación sexual nunca fue tan tierno y al mismo tiempo, tan enfermizo.

Ciertas películas, más allá de su contrastada calidad, adquieren validez gracias al poder de fascinación que desprenden. Deep end nos vale como ejemplo.