domingo, 27 de febrero de 2011

Victor Sjöström (I). Padre del cine nórdico. Inicios, Ingeborg Holm (1913) y Terje Vigen (1917).



¿Quién es Victor Sjöström? ¿Quién ha sido, fue o es? ¿Qué? Es complicado precisar y hacerle justicia. A día de hoy se trata de un director muy olvidado, un nombre tan solo recordado por los espectadores modernos por su papel protagonista en Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957). Los más avezados puede que lleguen a citar La carreta fantasma (1921) como su trabajo más representativo. Se trataría de aquellos que le conocen a través de Bergman, en quien influyó muy directamente. Otros llegarán a mencionar El viento (1928) como su otra gran película… Pero realmente, no hay una conciencia clara de su importancia y del interés de su cine. Sin duda, La carreta fantasma y El viento son las dos cumbres de su carrera como creador, pero Sjöström ofrece más en su cine y no hace falta ser historiador de cine para poder reconocer el mérito de sus otras obras. Con este post quiero sobre todo dar a conocer un poco más esas “otras obras” interesantes.
El cine nórdico del mudo dio a luz a una serie de directores brillantes y de notable relevancia: véanse Mauritz Stiller (director de La saga de Gösta Berling [1924]] y descubridor de Greta Garbo), Benjamin Christensen (autor de la película considerada por muchos pionera del terror, La brujería a través de los tiempos [1923]), Carl Theodor Dreyer (que empezaría a realizar sus primeras películas en su Dinamarca natal),… Su importancia es notable, pero realizaron sus películas, o al menos las mejores, en la década de los 20. En cambio, Sjöström empezó a lanzar sus títulos, influyentes y adelantados, en la de los 10. De ahí su importancia: Sjöstrom es un pionero en muchos aspectos del desarrollo del medio cinematográfico.
Pasando por alto algunos apuntes biográficos, cabe destacar que Sjöström nació en 1879 en Värmland, Suecia. Su familia estaba asentada en la producción teatral y desde muy joven entabló contacto con el mundo del espectáculo. Su éxito como actor y director de teatro le permitieron en 1912 ser invitado a dirigir películas por la productora Svenska Bio. Su primera película fue Una vida arruinada (1912). La segunda, El jardinero, la primera en ser censurada en Suecia.

INGEBORG HOLM (1913)
Ingeborg Holm es la primera gran película del director que nos ocupa. Está considerada por la crítica el primer clásico de la historia del cine sueco. Basada en una obra literiaria de Nils Krok, cuenta la historia de una mujer cuyo marido, dueño de una tienda de comestibles, muere, dejándola en la ruina. Las deudas del banco y el cuidado de los niños la llevan a acabar en un hospicio, incapaz de mantener su economía. Sus hijos le son retirados y dados en adopción. Cuando se entera de que uno enferma, no duda en escapar del hospicio con tal de verle. Los funcionarios públicos irán tras ella, a cazarla, tratándola de vagabunda. La dura realidad que vive va minando la salud física y mental de Ingeborg quien, tras no ser reconocida por uno de sus propios hijos, acaba volviéndose loca, perdiendo cualquier noción de la realidad y ansia de libertad. Pasará años acunando un trozo de madera como si de uno de sus hijos se tratara hasta que uno de ellos, ya adulto, acuda a visitarla, dándole de nuevo esperanzas y un poco de cordura.

Se trata de una película bastante adelantada a su fecha de realización. Supera la hora de duración y apuesta por un realismo evidente en los movimientos e interpretaciones de los actores. Nada de histrionismo, solo realismo. Se trata de dos cosas realmente novedosas para el año 1913. Muchos señalan a Sjöström como uno de los padres del realismo en la ficción cinematográfica, casi al nivel de Griffith en ese aspecto.

La cinta destaca también por el hecho de presentar a una actriz de renombre entonces, Hilda Borgström, como protagonista, reflejo de la progresiva implantación de un star system en el medio. Borgström y Sjöström seguirían colaborando en otras películas, entre las que se encuentra la ya citada Carreta fantasma. Asimismo, Ingeborg Holm es recordada por la polémica que suscitó en la sociedad sueca del momento, provocando cambios estructurales en la seguridad social y en los hospicios existentes para los desamparados, a quienes la historia de Ingeborg Holm había humanizado de cara a los sectores sociales más acomodados.

Sin embargo, a nivel de lenguaje visual, la película, aunque incluye ciertos adelantos, sigue enmarcada dentro del modelo de representación primitivo, y por lo general siempre presenta cada escenario desde un único punto de vista.

TERJE VIGEN / HABÍA UNA VEZ UN HOMBRE (1917)
Las películas firmadas por Sjöström a mediados de los años 10 son numerosas: su producción es imparable. Terje Vigen es la película más interesante de ese periodo, y prácticamente la que lo cierra. Se trata de la película más cara del cine sueco hasta entonces, así como la cinta que marca, según algunos, el inicio de la edad dorada del mudo sueco (que otros señalan en otra película posterior del director, Los proscritos [1918]).


Terje Vigen está protagonizada por Sjöstrom y se basa en el poema homónimo de Henrik Ibsen. Cuenta la historia de un experimentado marinero noruego quien, debido al bloqueo militar de la isla en la que vive con su mujer e hija por parte de los británicos, decide tomar una barca para traer provisiones desde Dinamarca. Vigen será capturado y encerrado durante 5 años, en los que morirá su familia. A su regreso a Noruega, envejece en soledad hasta una noche en la que una tempestad hace peligrar el futuro de un barco cercano a la costa. Vigen irá a prestar auxilio, pero más tarde dudará, al darse cuenta de que el hombre a quien pertenece la embarcación es aquel por el que fue encerrado mientras sus seres queridos morían. El héroe decide no vengarse y dejar con vida al británico y su familia, dando ejemplo.

La obra se divide en cuatro actos. Sus rótulos son fragmentos del poema de Ibsen. La copia disponible actualmente es un hallazgo reciente del Instituto de cine sueco, que se ha encargado de restaurarla y difundirla de nuevo. En esta cinta empieza a apreciarse la gran importancia de los paisajes y de la naturaleza en el cine de Sjöström como reflejo de la personalidad de los personajes y como elementos con los que dotar de mayor carga dramática y profundidad al relato. El mar es tratado como la mayor expresión del carácter apasionado y heroico del protagonista. Si bien Griffith fue el primero que se encargó de dar importancia al paisaje, nadie le dotará de tanta entidad en el mudo como Sjöström, hasta el punto de hacerle constar prácticamente como un personaje adicional.


miércoles, 23 de febrero de 2011

La mujer perdida: el cine de Javier Rebollo.


En plena tormenta mediática por la polémica implantación de la ley Sinde y el abandono de Alex de la Iglesia de la presidencia de la Academia de Cine el eterno debate sobre el cine español ha reaparecido como una espina nunca extraída. Y es que el tema de las subvenciones del Ministerio de Cultura todavía sirve a muchos como excusa para arremeter contra la presunta ausencia de calidad de la producción cinematográfica patria, como si el grueso del público no acudiera a ver cintas españolas porque prefiriera otras cinematografías como la francesa o la japonesa (por nombrar dos de los países creativamente más boyantes de la actualidad), cuando estas se encuentran tanto o más marginadas que la española e igualmente enfrentadas al imperialismo cultural practicado por Estados Unidos.

Sin embargo, no tengo ánimo de entrar en terrenos político-económicos en este humilde artículo, sino de destacar a uno de los creadores españoles a los que podríamos denominar “de los márgenes”, es decir, uno de esos directores que practican un cine personal y fuera de las convenciones estéticas y narrativas dominantes, realizadores que heredan ciertas constantes de la Nouvelle Vague o del neorrealismo italiano con el objetivo (no me atrevo a afirmar si alcanzado o no) de innovar el lenguaje cinematográfico, y que, en general, nunca aparecen dentro de este extendido debate que tiene más de politiqueo que de auténtico interés por el séptimo arte. Nombres como Albert Serra, José Luis Guerín, Jaime Rosales, Isaki Lacuesta o Marc Recha engrosarían esta lista, en la que también entraría perfectamente el objeto de este artículo: Javier Rebollo, cineasta madrileño nacido en 1969, autor de varios cortometrajes y de dos largometrajes, Lo que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009).

Rebollo, licenciado en Ciencias de la Información en la especialidad de Imagen por la Universidad Complutense de Madrid, tuvo una fructífera carrera como cortometrajista antes de dar el salto al largo, constituyéndose como gran defensor de este formato como género autónomo en oposición a la extendida idea de que se trata de un simple trampolín hacia el cine de larga duración. Además Rebollo ha trabajado en televisión realizando programas documentales para Telemadrid y para La 2 de Televisión Española, dentro de los cuales, y reproduciendo sus propias palabras, ha intentado ir más allá de las limitaciones del formato, dejar las muletas televisivas de la actualidad y apuntar más hacia la eternidad del documental frente al reportaje, a través de un despliegue de mecanismos cinematográficos y de una elaborada puesta en escena. Sin embargo, en este artículo sólo voy a centrarme en sus dos incursiones en el territorio del audiovisual más convencional, es decir, en el cine de larga duración, comenzando por su debut en 2006.



Una de las virtudes de esta ópera prima es que, a pesar de su sobriedad dramática (tan propia del cine de autor de influencia europea), Rebollo consigue insuflar de vida a sus personajes, dos seres que acarrean (cada uno a su manera) una existencia muy complicada a sus espaldas y que intentan sobrevivir a contracorriente de la realidad que les rodea. Y es que dentro de la monotonía (¿o más bien debería decir cotidianeidad?) de las situaciones retratadas hay ciertos momentos en los que el dramatismo aflora con violencia y los dos estupendos intérpretes demuestran que no son bustos pasivos y que existe un mundo de sentimientos debajo de sus rostros: el derrumbamiento de Lola en el bar de barrio, el momento en el que esta descubre a León mirándola (única conexión real entre ambos en todo el filme) o la ¿hilarante? escena en la que el joven intenta bailar torpemente son buenas muestras de ello.

Sin embargo Lo que sé de Lola quedaría como la enésima cinta intimista tan sobria como anodina si no fuera porque Rebollo muestra un gran interés por la puesta en escena y por dotar de una narración muy particular a su propuesta: y es que una vez el personaje de Lola Dueñas entra en escena su evolución se sigue a través de la mirada de León, de manera que sus diálogos y acciones siempre son filmados desde el punto de vista del introvertido joven, ya sea estando sentado en la cafetería en la que ella recala, escuchando a través de las paredes de su piso o siguiéndola en coche a distancia prudencial.

De este modo la película va mostrando retazos de una vida cualquiera a través de la mirada de alguien que no tiene una propia y que necesita de aquella para existir, idea que se ve reforzada por el diario que León escribe y que sirve como texto en off para remarcar o simplemente puntuar lo que las imágenes muestran, obteniendo como resultado una propuesta estética tan trabajada como coherente, que quizás no consigue escapar de algunos planos algo impostados (ese innecesario final al estilo
Gus Van Sant…) pero que a cambio gana en elegancia y sutileza. Y es que sólo hay que fijarse en la manera de Rebollo de representar un accidente de tráfico o un aborto natural para comprender cómo se puede ser expresivo sin necesidad de recurrir a los recursos más manidos del drama… ya sea el de “autor” o el industrial.


En 2009 se estrena en el Festival de San Sebastián el segundo largometraje de Javier Rebollo, La mujer sin piano, que se alza con la Concha de Plata al mejor director… decisión cuanto menos discutible teniendo en cuenta el notable bajón de calidad de esta cinta en comparación con la anterior. Y es que parece que Rebollo quiso volverse más radical y realizar una de esas películas “del vacío” (o “sobre el vacío”) que tanto entusiasman a los críticos de la edición española de Cahiers Du Cinéma, es decir, cintas en las que los conflictos dramáticos que mueven el cine narrativo convencional y a la vez sirven como punto de identificación para el espectador desaparecen en pos de una puesta en escena estática en la que los actores deambulan como fantasmas movidos por objetivos difusos o, directamente, sin objetivos, generando un gran espacio libre de señalizaciones en el que el receptor puede interpretar lo que más le plazca. Este tipo de cine suele acabar con la paciencia de la mayoría de los espectadores y provocar espasmos de placer en ciertas élites intelectuales, que utilizan coartadas teóricas para justificar lo que, a simple, vista, parece una tomadura de pelo. En todo caso cada película y cada director deben ser analizados con lupa, y ahora le toca el turno al Javier Rebollo de La mujer sin piano:

Rosa es una mujer de mediana edad que lleva una existencia gris junto a su marido taxista en la ciudad de Madrid. Pasa el día haciendo las tareas típicas de toda ama de casa de su edad, y también trabaja en un pequeño negocio de depilación láser que ha montado en su propio hogar. Durante los primeros compases del filme su rutina, inquietantemente familiar, se muestra paso a paso, y sólo aparece un pequeño signo de cambio cuando Rosa descuelga el cuadro que hay sobre la cama y lo guarda en otra habitación. Por la noche, y después de que su marido y ella vean en el telediario el encuentro en las Azores de Bush, Aznar y Blair (apunte completamente inútil teniendo en cuenta el posterior desarrollo del filme), decide ponerse una peluca negra, hacer la maleta e irse de su casa en dirección a la estación de autobuses.

Lo que sigue a partir de ese momento es una especie de versión de
Jó, qué noche (Martin Scorsese, 1985) en clave de Teatro del absurdo, basándose en la aparición de personajes parcos en palabras que repiten acciones y frases con el presunto objetivo de crear una atmósfera de irrealidad que lo único que genera es una poderosa sensación de sopor. Ya al poco de metraje queda claro que a Rebollo no le interesa analizar las causas de la insatisfacción de Rosa (algo, por otro lado, no demasiado difícil de imaginar si pensamos en la situación de miles de mujeres en España) ni desarrollar una evolución dramática sólida, sino insinuar y dejar que el espectador lea entre líneas, pero en este caso resulta contradictoria la introducción de un segundo personaje, un obrero polaco con el que la protagonista traza una balbuceante relación que oscila entre lo absurdo y el tópico más manido. El realizador parece intentar dotar de un carácter surrealista a las interacciones entre ambos, pero no se atreve a llevar su propuesta hasta el extremo y finalmente acaba desvelando el pasado del personaje y con este la motivación que le mueve, con lo que cae en las convenciones de un cine dramático del que hasta ese momento había renegado en sus formas más básicas.

Y es que La mujer sin piano se queda en una tierra de nadie tan gris como la realidad que retrata y no logra funcionar como drama costumbrista, pues, al basarse en gestos o bien cotidianos e impersonales o bien herméticos y faltos de explicación, acaba cayendo en la pose, y cuando trata de otorgar un fondo a sus personajes recurre a lugares comunes que tampoco contribuyen a la formación de un discurso personal; pero tampoco encuentra una voz propia dentro de ese llamado “cine del vacío”, pues la propuesta estética de Rebollo todavía se muestra endeble y demasiado deudora de la influencia de sus maestros (de Aki Kaurismäki a Samuel Beckett pasando por Robert Bresson), y esa particular universo que pone en escena parece responder a ideas excéntricas y aleatorias antes que a unas inquietudes realmente sólidas.

De este modo, La mujer sin piano resulta una cinta fallida que supone un paso atrás respecto a Lo que sé de Lola, pero no por ello carece totalmente de interés, aunque este proviene, más que de sus propias virtudes, de los posibles logros futuros que hace presagiar. Y es que Javier Rebollo, si no se extravía por la senda de la impostura más snob, puede convertirse en un interesantísimo narrador de mirada tan limpia como sensible, aunque para ello deba seguir el camino de Lola antes que el de la mujer "despianada"…

viernes, 18 de febrero de 2011

Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957). El viaje de la madurez.


La película sobre la que escribo hoy no es un título desconocido ni menor como los otros que he tratado anteriormente, pero el nombre de su autor, Ingmar Bergman, todavía no ha tenido un hueco en este blog. Bergman no me parece tan solo uno de los mejores directores de cine de la historia sino uno de los autores con cuyas películas se ha cambiado la concepción del séptimo arte para muchos. Yo me incluyo. Su obra, abundante, prolífica, de una calidad envidiable, sigue admirando y sorprendiendo por la modernidad de sus planteamientos, puesta en escena y agresivo lenguaje visual para con el actor, por más que hayan pasado 30 años, 40, 50 o 60 desde el estreno de la película suya que se vea. Tiene títulos menores, sin duda, pero son tan grandes con respecto a los de otros directores, que merecen ser tenidas en cuenta.

En el caso de Fresas salvajes, se trata de una de las más grandes, no solo en la carrera de Bergman sino, en mi opinión, de la historia del cine. Con un planteamiento sencillo (de complejo desarrollo, sin embargo), ha pasado más de medio siglo desde su rodaje, exactamente 54 años, y la película sigue conmoviendo y admirando de la misma manera. Para redactar este post la volví a ver, por tercera vez en mi vida, y, si bien ahora puede que haya captado más cosas, me sigue sorprendiendo y embobando tanto o más que cuando la vi por primera vez con trece años. Y eso que las hay de Ingmar que me gustan más.

Fresas salvajes
se estrenó el 26 de diciembre de 1957 en Suecia. Escrita y dirigida por Ingmar Bergman, cuenta la historia del reconocido médico Isak Borg (Victor Sjöström), a quien la universidad de Lund decide rendir un homenaje por sus 50 años ejerciendo la profesión. Borg decide emprender el viaje a Lund en coche. Le acompañará su nuera, Marianne (Ingrid Thulin). Las diferencias entre ambos son evidentes: ella le odia, le considera un hombre frío y egoísta, el culpable de que su marido Ewald –hijo de Borg- sea un misántropo que desdeña la vida y cualquier razón para crearla o quererla. Parece que Borg siempre ha sido así, ha tratado a la gente de la misma manera, ha ido dejando cadáveres emocionales a lo largo de su vida.

Durante el trayecto, se subirán al coche tres jóvenes (un estudiante de medicina, un futuro religioso y la chica joven y vital que les vuelve locos a los dos). La contraposición de los puntos de vista de los personajes atendiendo a su edad es realmente efectiva para el desarrollo de la historia y la evolución humana de los personajes. También subirá, por un tiempo, un matrimonio en crisis en cuya relación se han afianzado el odio, los celos y los reproches. Borg y Marianne visitarán a la centenaria madre del médico; pasearán y recordarán en la antigua casa del lago de la familia en la que Borg vivió su juventud; hablarán, sentirán, soñarán.

Al llegar a Lund vemos a Borg de otra manera, podemos entenderle. Marianne y Ewald tratarán de solucionar sus problemas conyugales. Los tres jóvenes admirarán al profesor por el fastuoso homenaje.

Si bien pudiera parecer a primera vista una road movie convencional, tal y como entendemos el concepto hoy, no se trata de eso. Fresas salvajes va mucho más allá a la hora de convencer con sus personajes y hacer que el espectador se identifique con ellos. Juegan un elemento clave en la narración los recuerdos y, sobre todo, los sueños, en cuyos enigmáticos elementos podemos comprender cómo siente Borg. En los sueños se recogen todas sus aspiraciones, frustraciones y razones, que le han hecho ser como es. En apariencia frío y distante (‘Is’ en sueco es hielo; ‘Borg’, castillo), el protagonista no es más que un niño noble y un tanto ingenuo que ha recurrido a la frialdad y al egoísmo como escudo contra los daños morales y personales que ha conocido a lo largo de su vida. Como adulto, solo ha pensado en seguir adelante con su carrera, ayudando a los demás, sin duda, pero dejando bastante que desear en su entorno más cercano.

La habilidad con la que Bergman inserta los sueños en la narración es sobresaliente. Es una de las primeras veces en las que juegan un papel tan fundamental en la narración de una película sin que ésta esté supeditada a dichos sueños. Tal y como cuenta el director sueco en su libro Imágenes, los sueños plasmados (el encuentro con el ataúd abierto de uno mismo, el examen profesional que resulta un fracaso, la visión de la propia mujer fornicando con otro) son reales y propios, reflejo de hasta qué punto Fresas salvajes es una obra personal.

Isak Borg no es otro que Ingmar Bergman (“Modelé una figura que exteriormente se parecía a mi padre pero que era enteramente yo”, afirma en el libro mencionado). El director, en el momento de realizar esta película, atravesaba un momento en el que el mercado y la crítica internacional empezaban a recibir sus películas con gran éxito y admiración (recordemos el mítico artículo de Godard ‘Bergmanorama’ en Cahiers du cinema, la popularidad del desnudo de Harriet Anderson en Un verano con Mónica y los premios recibidos en Cannes por Sonrisas de una noche de verano y su indiscutible obra maestra El séptimo sello). Sin embargo, su vida personal era un desastre. Su tercer matrimonio se había venido abajo, la relación con sus padres era penosa y difícil, y para colmo sufría graves problemas de salud (escribió Fresas salvajes durante su estancia de casi dos meses en un hospital). El director se refugiaba en la producción cinematográfica y teatral incansable para evadirse de los asuntos personales, llegando a dirigir en un año y medio 3 películas y 4 montajes teatrales.

Con Fresas salvajes confirmaría su reputación internacional, ganando el Oso de Oro del Festival de Berlín y siendo nominado al Oscar al mejor guión original. Después, con alguna película menor de vocación comercial entre medias, firmaría la expresionista El rostro y la trilogía de cámara sobre el silencio de Dios (denominada así por los estudiosos de su figura, integrada por Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio), ganaría dos Oscars a mejor película extranjera y, finalmente, tras llevar su lenguaje a un angustioso y evidente hermetismo estático con sus últimas cintas, explotaría como artista y creador con Persona (obra maestra de nuevo de su filmografía y de la historia del cine, su concepción del medio y de la especie humana llevados al extremo, un título claramente exploratorio de las posibilidades de la imagen en movimiento cuya influencia sobre las generaciones posteriores es todavía evidente).

Volviendo a Fresas salvajes, y para no extenderme demasiado, considero que antes de acabar conviene hacer una mención especial del elenco de actores, grandes nombres del equipo habitual de Bergman al que se incorpora el maestro y pionero del cine Victor Sjöstrom, cuya grandeza y desconocida importancia hacen que me plantee dedicarle un post solo a él. Sjöstrom, de edad muy avanzada, interpreta al protagonista de manera notable, creíble y conmovedora. Resulta emocionante ver a Bergman filmando a su maestro y padre en el cine sueco: su obra maestra La carreta fantasma (1921) es sin duda una de las películas que más influyeron en la formación profesional del director (lógico, dada su calidad y las cuestiones tan insólitamente profundas y humanas que aborda para la fecha en la que se realizó). Aunque ambos ya habían trabajado juntos en Hacia la felicidad, la relación no fue tan estrecha como en esta cinta: Sjöstrom hace de Bergman, y para que exista un importante porcentaje de Bergman como creador ha tenido que existir antes Sjöstrom.

Las réplicas a Sjöström las hace mi actriz favorita, Ingrid Thulin, más bella que nunca. Su papel de Marianne es el contrapunto al de Borg y gracias a ella el que ve Fresas salvajes puede empezar a entender al viejo: Marianne y el espectador van descubriendo su verdadera naturaleza simultáneamente. Su juventud, la dignidad y la emoción con la que interpreta hacen que valore este rol –desde los ojos del pervertido obsesionado con su figura que soy- como uno de los más interesantes e importantes de su carrera: una de sus mejores caracterizaciones, sin duda.

Completan el elenco Bibi Andersson (muy atractiva, llena del encanto juvenil y la sexualidad incipiente que representa su personaje), Gunnar Björnstrand (simplemente genial, por pocos minutos que salga), entre otros. A destacar el papel secundario, casi un cameo, de Max von Sydow, como el dependiente de una gasolinera. Resulta curiosa la idea de que Bergman siempre trabajaba con la misma “compañía”, cambiando de roles y de relevancia a sus actores en cada nuevo título. En el caso de Von Sydow, venía de ser el protagonista de El séptimo sello y lo sería de nuevo en El rostro.

Podría seguir escribiendo y escribiendo sobre Bergman, sus obsesiones y sus actores, pero a modo de panorámica sobre este peliculón, creo que el post ya puede ser útil: espero que anime a aquellos que no han visto Fresas salvajes o nada de Bergman a que lo hagan, por lo menos para formarse una opinión y conocer a uno de los más grandes. No son tan solo películas suecas cuyo éxito se basa en el exotismo de su propuesta y no en su calidad (como pasa con muchas cintas actuales, en mi opinión), sino obras universales. Y no lo digo de coña: Bergman es uno de los directores más queridos y valorados entre muchos jóvenes –como yo- que empiezan a aficionarse al cine.

viernes, 11 de febrero de 2011

'Tigre reale' (1916), de Giovanni Pastrone. O Pina Menichelli, la tigresa de Occidente.


Dado que no existe en internet, en español, la más mínima información sobre filmes como el que hoy nos ocupa, Tigre reale, redactar este post es casi una labor social, para que cualquiera que quiera saber un poco sobre este tipo de cine pueda hacerlo sin tener que recurrir al manual especializado.

Dirigida en 1916, y firmada por Giovanni Pastrone con su seudónimo habitual, Piero Fosco, la película se basa en la novela del escritor realista Giovanni Verga del mismo nombre, Tigre reale. En cuanto al argumento, la cinta cuenta la historia del embajador Giorgio La Ferlita quien, durante una lujosa velada, conoce a la condesa rusa Natka. Él se enamora locamente, pero ella se limita a jugar con él. Una noche, finalmente le desvela que está malcasada y que solo amó una vez en su vida a un polaco que la engañó. Arrepentido por tal engaño, el polaco se acabó suicidando y ella no logra olvidarle. Una noche, la condesa besa a Giorgio en el teatro, enfervorecida, con los ojos en blanco, tras haber escuchado un aria muy pasional. Parece que por fin Giorgio logra enamorarla, pero después ella desaparece de su vida, dejándole solo una carta en la que le indica que morirá cerca de él.

La condesa le cita por última vez tras haberse tomado un horrible veneno, es decir, para que la vea morir, con la excusa de que así no dará su amor a nadie más que a él. El edificio en el que están se incendia y se viene abajo, pero para entonces, la condesa y Giorgio ya han sido rescatados por los bomberos. La cinta acaba con ambos en un velero que surca el horizonte en el crepúsculo.

Tigre reale es un melodrama de manual, el folletín llevado al extremo de la manera más rancia y exagerada. La condesa aparece como una mujer fatal en toda regla, mientras el embajador es un pobre panoli que no puede escapar a su amor: un simple mensaje, un simple beso, nada de tórridos encuentros, son capaces de llevarle a la ruina, de hacerle arriesgar todo por su amor. Se trata de una visión del amor extrema, histriónica y ultratrágica, reforzada por lo exagerado de los rasgos de los personajes y las interpretaciones de los actores, sobre lo que profundizaré más abajo. Se pretende desarrollar la psicología de los individuos (o mejor dicho, del personaje de la condesa) con el recurso del flashback, pero éste sigue quedándose en la superficie: parece tan solo una excusa para sacar la cámara fuera de los decorados habituales.

Es interesante la relación entre tiempo dramático y tiempo real en la cinta. Las elipsis son numerosas, pues claro, de mostrar las andanzas del prota en esos largos intervalos que hay en su relación con la condesa, el espectador reventaría y se daría aun más cuenta de lo absurdo del romance. Asímismo, se aprecia una prolongación del tiempo cinematográfico en los momentos que se suponen de mayor dramatismo: así, la condesa se pasa como un cuarto de hora muriendo a causa del veneno que ha ingerido, mientras su marido está fuera de la habitación pegando porrazos en la puerta. El hecho es tan dilatado que uno se llega a olvidar de que el marido está ahí.

Es visible el interés del director en apoyar la fuerza dramática de la película en los rótulos: tras la colaboración de Gabrielle D’Annunzio en Cabiria (1914), la inclusión de didascalias realmente literarias parecía sinónimo de calidad cinematográfica, en contra de la idea que se instauraría después en el mudo de que una película era mejor cuantos menos rótulos tenía (llevada al extremo en El último [1924], de Murnau). Por lo demás, a nivel visual cabe señalar los típicos virados de color que indican interior, exterior, día o noche.

La película se enmarca claramente en un tipo de cine que se puso de moda en Italia durante la Primera Guerra Mundial. La crisis de la industria italiana, propiciada por el aumento de los precios del celuloide y las dificultades para conseguir financiación y grandes masas humanas, hicieron que el cine épico y espectacular que llegó a la cumbre con Cabiria, del mismo Pastrone, se estancara. Se apostó en cambio por películas de pocos personajes, tramas folletinescas, la implantación de un primitivo star system a imitación del americano que se vio reflejado en las figuras de las ‘divas’ de entonces, entre las que destaca Pina Menichelli, la protagonista de Tigre reale.


Descubierta por Giovanni Pastrone en un pequeño papel en una película sin relevancia, el director decidió contratarla para la Itala Film, intuyendo sus grandes posibilidades. Trabajarían juntos en otras películas con ella como protagonista como El fuego (1915), de gran polémica en su momento por su contenido “amoral” y que puso de moda el ‘sombrero de búho’ de la protagonista. Les seguirían (con o sin Pastrone como director) Tigre reale, La culpa y L’Olocausto en 1916; Dorina en 1917; La mujer de Claudio en 1918... Cuando uno mete en Google su nombre, la primera información que sale señala: “la más bizarra y perversa de las divas italianas”.


Puede que así sea: su interpretación de la condesa Natka en Tigre reale es manierista, exagerada, histriónica, tremendamente intencionada: cambia de un estado de ánimo a otro radicalmente opuesto en un segundo, sin transiciones, poniendo muy en peligro su credibilidad. Menichelli representa sin duda la idea originaria de la diva: enigmática, inquietante, atractiva por distintos motivos, excéntrica y carismática, que un día decide dejar el cine para casarse con un conde que le pone un piso y la retira. Así sucedió en la vida real, según la Wikipedia italiana: a mediados de los años 20 dejó el cine para dedicarse a su labor de madre y esposa de un barón.

En la cinta que nos ocupa, Tigre reale, colabora el cineasta Segundo de Chomón como director de fotografía y encargado de los efectos especiales. En este último apartado, cabe destacar la escena final del incendio y el derrumbamiento de un hotel, muy en la línea de lo que durante un tiempo pareció ser la marca de identidad de la Itala Films: los grandes fuegos. Sin embargo, esta ubicación al final pretendidamente espectacular y bastante traída por los pelos parece más bien el poquito espectáculo racionado que podía ofrecer la Itala en esos años, un último suspiro agónico de sus antiguas superproducciones.
Chomón será colaborador habitual en muchos otros melodramas de Pastrone y Menichelli (trabajen juntos o por separado), siempre como director de fotografía y encargado de efectos especiales. En El fuego también aporta un incendio, por ejemplo, y en Hedda Gabler, una innovación que más de un especialista le achaca a él: se trata de la sobreimpresión directa de rótulos en las imágenes, no en las didascalias habituales. El debate surge entre los que consideran que la invención pertenece a Chomón –viéndose por primera vez en Hedda Gabler- y los que apoyan la idea de que se vio por primera vez en El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene. Al haber sido las dos películas rodadas en 1919 y estrenadas en 1920, de acuerdo al especialista en Chomón Tharrats (y según su libro Inolvidable Chomón, de 1990), es difícil precisar quién lo inventó y utilizó antes.
Cualquiera que esté interesado en la película Tigre reale puede encontrarla pinchando en el siguiente enlace.


Bewitched - Frank Sinatra


domingo, 6 de febrero de 2011

Héroes de carne y hueso, mitos en peligro de extinción. 'Robin y Marian', de Richard Lester.

Ya escribí, a colación de un post sobre el desaparecido Blake Edwards, que los cinéfilos llevábamos una temporada fatal en lo que a obituarios se refiere. En el tiempo transcurrido, los acontecimientos parecen darme, tristemente, la razón. A los invitados por la parca ya citados en el anterior artículo, hay que añadir los nombres de la mítica y maldita Maria Schneider y del legendario compositor al servicio del celuloide John Barry.

Esta auténtica superestrella de las partituras cinematográficas me viene estupendamente para hablar de un título mítico del (post)cine de aventuras y una de las más seguras opciones para considerar en el improbable caso de que trasladase mi vivienda a una isla desierta. Se trata de Robin y Marian (1976), uno de los puntales en la carrera del director Richard Lester. Pero no adelantemos acontecimientos: primero, una breve reseña sobre Barry.

Oriundo de Yorkshire, Barry conjugó una vida personal y una faceta profesional con el rasgo común de la agitación. Casado cuatro veces, con la sin par Jane Birkin inclusive, es el responsable de las melodías de al menos 60 películas (si sólo consideramos su labor para la pantalla grande, por otra parte la más sobresaliente y reconocible), en un periodo que abarca desde finales de los 50 hasta principios del nuevo milenio. El británico fue ganador por partida quíntuple del Oscar a la mejor banda sonora, siendo sus creaciones más recordadas las realizadas para la saga James Bond, la histórica El león en invierno (Anthony Harvey, 1968), la recuperación del cine negro Body Heat (Lawrence Kasdan, 1981), el clásico contemporáneo Memorias de África (Sidney Pollack, 1985) o el último western realmente exitoso, Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990). Un tipo, como vemos, ecléctico, como se les supone a los grandes compositores de este ramo de las OST, aunque con tendencias al pop blando en sus comienzos y a las melodías sinfónicas de aire sentimental y nostálgico al final de su carrera. Esto no quiere decir que la fórmula no surtiese su efecto y alcanzase momentos estelares (véanse la mencionada película de Sidney Pollack o las primeras bandas sonoras de la serie Bond).

Visto Barry, pasemos al tema. Una de las colaboraciones del británico menos reconocidas, pero muy meritoria, es la que realizó para el film de aventuras Robin & Marian, realizado en 1976 por Richard Lester, con Sean Connery y Audrey Hepburn desempeñando los roles principales. Director y músico ya colaboraron en la exitosa comedia "free cinema" The Knack (Palma de Oro en Cannes en 1965), pero las características del producto que se traían entre manos eran esa vez muy diferentes. La película aborda la leyenda de Robin Hood de un modo particular: sin renunciar a la aventura, los asaltos, persecuciones y amoríos, un tono nostálgico, crepuscular y descarnadamente realista pasa a presidir el conjunto. Esto es lo que más llama la atención de la película, y lo que me impresionó cuando tomé contacto por primera vez con esta obra.

Por entonces, no veía el fin de la ESO, la TV emitía en 4:3 analógicos, aún era habitual grabar en VHS, y Telemadrid parecía un territorio en calma. Esta cadena programó en uno de sus ciclos nocturnos, dedicado al género de aventuras (vaqueros, espadachines, piratas caribeños, caballeros medievales y gladiadores macedonios), la película en cuestión. Acostumbrado como estaba a las hazañas de Ivanhoe o Scaramouche (o Robert Taylor y Stewart Granger, si se prefiere), a los leotardos verdes, las volteretas y la sonrisa pícara de Errol Flynn o del entrañable zorro de la versión "animalizada" de Disney, quedé estupefacto al contemplar a un Robin Hood cincuentón que, harto de fútiles guerras en el extranjero, decide volver a su Sherwood natal, donde todo ha cambiado. El sheriff sigue gobernando, los antaño hombres de Robin se han convertido en pacíficos y ancianos granjeros, y Marian, su gran amor, se ha metido a monja. La leyenda ha pasado a mejor vida. Ricardo Corazón de León (un Richard Harris de quitar el hipo) es un déspota sanguinario, pendenciero y borracho, que muere de manera patética saqueando castillos en tierras ajenas (lo cual parece ser bastante fiel a la realidad histórica). Ni el rey Juan ni el sheriff de Nottingham (un genial Robert Shaw) son precisamente tiranos sin una pizca de humanidad; se les pinta más bien como personas tranquilas y, además, bastante amables. Las espadas pueden romperse, los vestidos se ensucian y se llenan de pulgas, las armaduras pesan. Ya no es fácil mantener una lucha cuerpo a cuerpo, escalar una muralla o saltar desde 20 metros de altura para aterrizar sobre un carro de heno. Al subir a los árboles, podemos contemplar las reales y peludas posaderas de Locksley y sus proscritos.


A pesar de todo, Robin quiere seguir luchando, se aferra a los ecos de un pasado avejentado. Pero, como no podía ser de otra manera, las cosas han cambiado, lo que no impedirá que Robin, acompañado de Marian, Little John, el fraile Tuck y otros de sus antiguos compañeros acometan una nueva aventura, probablemente la última, y que, evidentemente, no será muy gloriosa que digamos. Finalmente, el pasado se revelará irrecuperable para los protagonistas y sólo quedará la historia de amor entre dos maduritos entrañables.

Es difícil destacar unos pocos aspectos de esta película. La ambientación (dirección artística de Gil Parrondo y exteriores en Navarra), el tono realista y el retrato sin concesiones de la época (Lester ya demostró su pericia en A funny thing happened on the way to the Forum, de 1966, conocida aquí con el infame título de Golfus de Roma, donde captaba y actualizaba muy bien el espíritu de la comedia latina de Plauto y Terencio) constituyen un gran logro, pero los actores son insoslayables. Si los secundarios son de lujo (los citados Harris y Shaw, a los que hay que sumar a Ian Holm como el príncipe Juan y a Nicol Williamson como Little John), la pareja protagonista es de órdago. Sean Connery rompía con su imagen de inmaculado héroe al aparecer con abundante calvicie, pelo en avanzado estado de canosidad y ciertos achaques propios de la ancianidad. Audrey Hepburn, en su último gran papel, sin perder para nada su belleza y su encanto, mostraba las primeras arrugas en su cara con ángel. La historia de amor entre ambos personajes es de las más hermosas y conmovedoras que yo haya visto en cine.

Lester no renuncia al espíritu aventurero, pero el tono nostálgico, los pellizcos de humor y el estudio de personajes son los que presiden el film, que tiene como principales armas su sencillez, su mirada irónica y profundamente comprensiva sobre sus personajes, antes seres de carne y hueso que héroes míticos. Barry compuso para la ocasión una partitura con un tema de amor bellísimo, y que se repite con variaciones a lo largo del metraje. El romanticismo y la emotividad de algunos cortes, frente al dinamismo y la tensión que desprenden otros, hacen de la música una de las más reivindicables del de Yorkshire.

Resumiendo, una película excepcional en su género, perfecto corolario al cine de aventuras e insuperable punto final a las andanzas del buen bandido de Sherwood. Las películas posteriores que se han realizado sobre el personaje (y eso que la de Ridley Scott no estaba mal) no le hacen sombra. Obra nostálgica, teñida de un cierto pesimismo, canto al amor, a la vejez y a la inocencia perdida, su falta de pretensiones y su fuerte emotividad la hacen crecer con el paso de los años. Lester, artesano realizador de comedias, musicales (algunas de los Beatles) y films de acción (las continuaciones de Superman o de Los tres mosqueteros), no volvió a dirigir nada a la altura de esta joya. Ninguna de sus películas es un fiasco, es más, muchas conservan el encanto del buen cine de entretenimiento de hace tres décadas, que no tenía que echar mano necesariamente de colosales efectos especiales o de fatuas pretensiones para captar la atención del público. Pero con Robin y Marian, la flauta sonó para Lester por última vez. Y vaya que si sonó.

Por estas razones, una de mis películas preferidas. Me la llevaba a una isla desierta, en serio. Sólo con el final bastaría. Sin entrar en spoilers para los que no se hayan acercado a ella, diré que con unos pocos elementos, se consigue una de las escenas más emotivas y que mejor esquivan la cursilada que el que esto escribe haya visto nunca. Una declaración de amor, un cáliz, una ventana, una flecha y unas manzanas maduras. Ya está. Y es que, con sólo eso, vaya final, señores, vaya final. Sinceramente, no se la pierdan.


viernes, 4 de febrero de 2011

'Maciste en el infierno' (1925), de Guido Brignone y Segundo de Chomón.

Cuando hoy le mencioné a un profesor la película Maciste en el infierno, sin dejarme terminar afirmó: “La película más fascista que he visto nunca”. Bromeaba. Maciste…, cuyo carácter fascista es evidente, ofrece al espectador mucho más que eso, bueno y malo, y merece ser valorada con mayor amplitud y profundidad. Dirigida en 1925 por Guido Brignone (un director de relativa popularidad en Italia) se trata de una de las películas de decadencia de la saga ‘Maciste’.

Dicha saga arrancó 10 años antes como consecuencia del éxito de
Cabiria (Giovanni Pastrone, 1914), imperecedera obra maestra del cine mundial y el mayor éxito del cine mudo italiano, a modo de ‘spin-off’. En el filme aparecía un esclavo negro caracterizado por su fortaleza, virilidad y nobleza, interpretado por Bartolomeo Pagano, que se ganó el cariño del público internacional. Al año siguiente, con Maciste (1915), arrancó una serie de películas en las que Pagano interpretaba de nuevo a un hombre fuerte, viril y noble, pero esta vez de raza blanca, al que se fue cambiando de épocas, trajes y aventuras en sus siguientes secuelas (Maciste alpino, Maciste policía, Maciste médium, Maciste atleta, …).

El personaje gustaba, daba abundantísimos beneficios en taquilla y le surgían imitadores (en su propio país de origen, Francia, México, Estados Unidos… Douglas Fairbanks sería conocido en Italia como ‘el Maciste americano’). Su popularidad era inmensa, y el sueldo del actor que lo encarnaba (originalmente un descargador del muelle de Génova), uno de los mayores de la industria italiana. Ésta entró en crisis económica y creativa con la llegada de la Primera Guerra Mundial, y a partir de 1917, no quedaría apenas nada del esplendor que había vivido pocos años antes. Las grandes productoras, ahora raquíticas y endebles, se asociaban para sobrevivir, y el único producto que seguía siendo rentable internacionalmente era Maciste (que ya había rodado algunas aventuras en Alemania y Estados Unidos).



Como representante máximo de la ‘italianidad’ en el mundo, el personaje y sus andanzas fueron derivando en cierto modo en propaganda fascista, exaltando el vigor físico, la fuerza, la importancia de aspectos tradicionales y el uso de la violencia (táctica habitual de Maciste para resolver cualquier asunto). Muchos ven reflejado a Mussolini en Maciste emperador (1924). Con Maciste en el infierno, la saga se estabiliza a nivel de popularidad y calidad artística tras un periodo de evidente decadencia.

Maciste en el infierno
, tal y como se conserva ahora, es una versión de 65 minutos (media hora por debajo del metraje original estimado). Hasta hace no más de 20 años, solo se conservaba una copia de la película. La trama es la siguiente. En el infierno hay un sistema político raro, en el que Satán controla pero no interviene. El jefe de todo aquello es el rey Plutón, que manda a su siervo Barbariccia a captar almas a la Tierra. Con un diálogo brillante, éste trata de tentar a Maciste.

[Barbariccia: Esto (acaba de marchitar una rosa con sus poderes) demuestra mi ilimitado poder.
Maciste: Por Dios, ¿es usted el demonio?
Barbariccia: ¿Y si lo fuera?
Maciste (enfadado): ¡Le pediría que regresase al infierno!].

Tras un episodio de carácter familiar en el que Maciste amenaza al ex-novio de su prima Graziella con pegarle una paliza si no vuelve con ella, el protagonista acaba descendiendo al infierno, víctima de una trampa. Allí tendrá que evitar ser besado por ninguna de las diablas que se pasean delante de él ligeritas de ropa, pues en caso de que suceda se convertirá en un demonio como los que le rodean. Como Maciste es un macho, se liga a una madre y su hija, y acaba convertido en diablo, liderando una espontánea guerra civil infernal y repartiendo palos a diestro y siniestro. No desvelo el final.

La película desafió en sus días los límites de la censura italiana en el terreno erótico. Las diablas, madre e hija, apenas llevan cubiertos sus pechos, enseñan mucha carne y encima van de calentorras, tentando al íntegro y viril Maciste. Resulta extraña la ambigüedad moral de la narración, tanto en el punto de vista como en el contenido. Confunde al espectador la variedad social del infierno, donde parece haber diablos buenos y diablos malos, y valores como el amor o la generosidad se llegan a dar (no todo es problema del guión, claro, sino también del que se inventó el infierno). Desconciertan rótulos explicativos como: “En el infierno, ¡las mujeres también son infieles!”, así como también choca el raro sistema político que allí impera, aunque no hay que buscar demasiadas explicaciones a una película con tan poca profundidad como esta.
Es interesante el papel que juega la mujer en la cinta: solo sirve como madre y esposa abnegada, dependiente del hombre; cualquier otro rol femenino no es viable, salvo el de la furcia infernal. A destacar también la manera en la que se exalta la fuerza descomunal de Maciste, capaz de enfrentarse con cientos de demonios a la vez. Uno de los mejores ejemplos del uso de la violencia explicita en el filme es el momento en el que Maciste arranca la cabeza a un demonio de un manotazo y ésta se queda clavada en un tridente que lleva otro diablo. A continuación, entroncando con el carácter fantástico de la cinta, la cabeza se recompone y es lanzada a su dueño original, que se la coloca y queda como nuevo.

Llegamos así a Segundo de Chomón, infravalorada figura de nuestro cine, verdadero pionero de la técnica y la narración de la historia del medio. Él es el responsable de los efectos especiales (pirotecnia, trucajes, fotografía, animación por stop motion con maquetas, figuras o barro modelado…) que hacen potencialmente creíble el infierno que Brignone como director nos dibuja. La destreza de Chomón en este campo es evidente: era el mayor y mejor especialista en trucajes del cine de la época en Europa. Los fuegos, explosiones, desapariciones de demonios, dragones que echan fuego por la boca, cabezas arrancadas y deformadas que recuperan sus rasgos originales, diablos que vuelan... responden a su trabajo artesanal.

Maciste en el infierno es la última película de Chomón en Italia, donde llevaba trabajando desde 1912. Debido a la crisis del cine italiano, el cineasta hasta entonces iba y venía de Francia, intentando desarrollar una adelantada cámara de grabación en color, cuya evolución quedaría estancada. Sin embargo, se establecería definitivamente en el país vecino cuando al año siguiente Abel Gance le convoque para el rodaje de su mítica superproducción Napoleón (1927).

Considerada por el especialista Vittorio Martinelli una especie de suma de Méliès y Fritz Lang, de Doré y Flash Gordon, Maciste en el infierno obtuvo unos buenos resultados comerciales, que en verdad es lo que simplemente buscaba la película. Viéndola, uno se siente interesado e incómodo a la vez: interesado por las cuestiones técnicas y visuales (los logros de Chomón son numerosos), así como por ciertas cuestiones ideológicas; sin embargo, esto tiene una cara negativa, y es la fuerte estereotipación que tienen los personajes, lo maniqueo del guión y la práctica ausencia de desarrollo narrativo: la acción avanza a episodios. En cualquier caso, su visionado resulta bastante cachondo: imagino que los espectadores de dentro de 86 años pensarán lo mismo y reaccionarán de la misma manera cuando vean nuestro cine comercial de hoy día.

A modo de conclusión, me gustaría señalar que, por muy fascista o estúpida que pudiera parecer Maciste en el infierno, y más allá de sus logros técnicos y visuales, la historia del cine está en deuda con ella: se trata una de las primeras películas, si no la primera, que vio Federico Fellini siendo un niño y precisamente la que despertó en él la vocación de querer ser director de cine. En la revista Sight & Sound, Fellini la citaría como una de sus 10 películas favoritas en 1992.


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