jueves, 5 de mayo de 2011

Adhesiones. La labor de Néstor Almendros. Que se haga la luz.

Néstor Almendros (izquierda) y Martin Scorsese durante el rodaje de Life lessons (1989)


La tiranía a la que las obligaciones universitarias someten a un servidor, que se ve privado de, entre otros placeres (no es coña), participar en el devenir de esta cibernética bitácora, de vez en cuando, no obstante, proporciona a un espíritu tan irrevocable y asquerosamente cinéfago como el mío algún necesario desquite. Como el efecto de un bálsamo milagroso, ciertas asignaturas pueden llegar incluso (¡oh, maravilla!) a implicarte si el objeto de análisis académico se merece un rescate. Y esta vez cayó la breva. Hablamos de Néstor Almendros, el director de fotografía hispano más universal de todo el Séptimo Arte. Con Néstor Almendros vamos, pues.




Toma uno, orígenes. Doblemente exiliado, del franquismo primero, del castrismo años después. Nacido en Barcelona, pero educado en esto del arte cinematográfico en Cuba, completó su formación en Nueva York y Roma. Tras choques con el aparato dictatorial cubano (su homosexualidad fue, probablemente, una de sus mayores fuentes de problemas), decide hacer las maletas y aposentarse en Francia, donde planea encandilar a sus admirados directores nouvelle-vaguistas.

Toma dos, el despegue. Dicho y hecho, se cuela entre los imprescindibles de cineastas como Eric Rohmer o François Truffaut, gracias a una pequeña colaboración, casi fortuita, en el film colectivo Paris vu par (Chabrol, Godard, Rouch..., 1965), un auténtico golpe de suerte que más tarde narró en sus memorias, de obligado peaje para todo cinéfilo/curioso/fotomaniaco: Días de una cámara. En pocos años, su nombre queda indeleblemente asociado a los trabajos más espléndidos de la nouvelle vague. Colabora con Rohmer en todas sus películas desde La collectioneuse (1967) hasta Perceval Le Gallois (1978), entre las que se encuentran obras de enjundia como Le genou de Claire (1970) o Die Marquise von O (1976). Truffaut y él, tras trabajar en esa pequeña pieza de arte que es L'enfant sauvage (1969), se alían regularmente hasta la última película del parisino, Vivement le dimanche (1982), dejando joyas como L'Histoire de Adèle H. (1975), La chambre verte (1978) o Le dernier métro (1980). Todo esto no le impide destacar con otras personalidades. Trabaja con Roger Corman en The Wild Racers (1968), Barbet Schroeder (La vallée, de 1972, o Général Idi Amin Dada, de 1974), Monte Hellman, Jean Eustache... Tras Days of heaven (Terrence Malick, 1978), Hollywood le reclama y su nombre surge ligado al de producciones como Kramer vs. Kramer (Robert Benton, 1979), The Blue Lagoon (Randal Kleiser, 1980), Sophie's choice (Alan J. Pakula, 1982) o Life Lessons (el memorable episodio que Martin Scorsese rodó para el film colectivo New York Stories, en 1989). La ensalada de títulos le dará una idea al lector de la brillantez de la carrera de nuestro hombre, que supo combinar proyectos comerciales y cine de cariz autoral con pasmosa facilidad.

Toma tres, ¿por qué tal éxito? La respuesta se antoja fácil: al igual que tipos como Conrad L. Hall, Sven Nykvist, Vittorio Storaro o John Alcott, era de los mejores en su oficio. ¿Su método? La naturalidad por encima de todo. Enemigo de artificiosidades, Almendros siempre peleó por que lo que se contemplase en pantalla fuese absolutamente fiel a la realidad de lo que se pensaba transmitir. Para ello, despojó a la imagen de convenciones lumínicas que pudieran suponer restarle autenticidad, y sin que por ello el resultado perdiese un ápice de belleza y plasticidad. Esta creencia en el reflejo "documental" de la luz conllevaba que tuviese que prescindir de muchos de los artilugios técnicos considerados imprescindibles por la tradición del gremio. Teniendo en cuenta que la imagen digital, con el cúmulo de virguerías y malabarismos que arrastra consigo, no había hecho su aparición, es (como poco) digno de elogio que Almendros sostuviese estos propósitos, y sobre todo, que los consiguiese llevar a cabo con semejante brillantez. En este sentido, resulta paradigmático su trabajo en Days of heaven, por el que, por cierto, ganó el Oscar en su categoría.

Combinando una impresionante labor técnica con las referencias a artistas como Wyeth o Hopper, Malick y Almendros se dispusieron a retratar en imágenes la vida en los vastos belts del Medio Oeste norteamericano, a principios del siglo XX. Tanto director como fotógrafo convinieron en rodar respetando lo más posible la luminosidad especial del lugar, lo que implicaba renunciar a grandes arcos de luz, potentes reflectores y demás parafernalia. El empeño de Malick, perfeccionista y esteta donde los haya, de grabar durante la "hora mágica" (los últimos veinte minutos del crepúsculo, cuando en el cielo iluminado no se atisba el sol, y por lo tanto la luz no crea sombras) hacía la tarea aún más complicada. Almendros, auténtico funambulista de las técnicas fotográficas, halló las más variopintas soluciones y combinaciones (preajustes de los negativos, aperturas inusitadas de objetivos... todas ellas puro trabajo técnico, artesanal si se quiere), para responder a las altas exigencias requeridas. El resultado fue, y es, impresionante, de una belleza inconmesurable. Si el trabajo de Almendros en general es maravilloso, Days of heaven marca una cumbre: uno de esos filmes que sellan a fuego sus imágenes en la retina del espectador.

Toma cuatro, conclusiones. Nunca está de más contemplar desde una nueva luz (permítaseme el estúpido juego de palabras), esa labor de amalgama que es, a fin de cuentas, una película. En este caso, desde la perspectiva que más claramente hermana técnica y estética. Néstor Almendros, junto con otros grandes, es justo valedor y meritorio paladín de una profesión sufrida a la vez que fascinante, propulsora de una disciplina creadora tan imperceptible como, por otra parte, insoslayable. Artesanos de la luz, trabajadores en potencia, verdaderos artistas, Almendros y los otros mencionados forman una camada de profesionales que, al servicio de grandes cineastas, dejaron su pequeña gran impronta en la historia del cine, presenciaron el despertar de las nuevas técnicas que no mucho más tarde revolucionarían los procesos de filmación, y poco a poco se fueron retirando sin hacer demasiado ruido. Justo es recordarles, y por eso, más que en ningún otro caso, conviene ver su trabajo, ver sus (¿por qué no suyas, también?) películas.

Y con esto terminamos. Así que, corten. A positivar.


Georges Delerue - La nuit américaine (Grand choral)


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