domingo, 20 de noviembre de 2011

Un dios ¿salvaje? Rajadas, cara A.


Tengo la firme opinión de que, lo mismo que existen productos culturales diseñados exclusivamente para satisfacer las necesidades "básicas" de los receptores (entretener sería la primordial), también es posible hallar productos específicamente creados para calmar lo que podríamos llamar el "hambre de calidad" del público. Me explico.



¿Les suena el término film d'art? Consistió en una iniciativa emprendida en los comienzos del cine, y que quería legitimarlo como forma artística. ¿Cómo? Realizando filmes de extraordinaria duración, con los actores teatrales más prestigiosos del momento, basándose sólo en los textos del sacrosanto canon occidental. Pero, eso sí, sin intentar contar la historia con los medios propios del cinematógrafo, sino realizando aparatosas representaciones teatrales delante de una cámara. Los críticos aplaudieron la iniciativa, así como gran parte del público cultivado, pero la supuesta legitimación vista hoy resulta mucho más artrítica que artística, un verdadero paso atrás en la evolución del cine. El público creía estar asistiendo a prodigiosos fastos artísticos, cuando realmente se les estaba ofreciendo un espectáculo anodino que desdeñaba la inventiva de Méliès o la espontaneidad de los Lumière en favor del efímero relumbrón de unos cuantos nombresEn la actualidad pasa algo muy parecido en muchos ámbitos de las artes. Si nos centramos en el mundillo de la farándula, gente como Tomaz Pandur en la dirección escénica, y Jordi Galcerán o Yasmina Reza en la dramaturgia. Estos últimos son al teatro actual lo que fueron Echegaray o el último Benavente a la escena de su tiempo: autores alabados, productores de obras cuya buena factura técnica disfrazaba su mediocridad artística. Hoy no es distinto: no existe sólo la etiqueta, pongamos por caso, de "película de entretenimiento o palomitera", sino que también tenemos la de "película de qualité destinada a todos los paladares". Bueno. Es una manera de hacer mercado, más tramposa de lo habitual, si se me permite, pero ahí está.

Así las cosas, entiendo que muchos, al desconocer mejores referentes, crean que obras como El método Gronhölm o Arte son impecables creaciones artísticas. Lo que no me cabe en la cabeza es que un tipo con tanto y tan buen criterio como Roman Polanski haya caído en esa misma trampa. El hombre que tan bien supo adaptar a Thomas Hardy o a Charles Dickens (mucho mejor de lo que algunos aseguraron en su momento), ha decidido consagrar su nueva película a una plasmación casi literal de la veneradísima pieza teatral de Yasmina Reza, Le dieu du carnage. Comprenderán los lectores, leyendo esto, que mis pullas no van dirigidas contra el director polaco, sino contra la dramaturga franco-iraní. Expongo a continuación las razones del menoscabo, para que no sean confundidas con la mera manía personal.

Un dios salvaje, tanto la obra teatral como gran parte de la película, se presenta como un despiadado, mordaz a la par que divertido análisis de las contradicciones de la sociedad occidental, basada en los caducos valores burgueses. Lo hace mostrando el progresivo choque de egos que se produce entre dos matrimonios cuando se reúnen para limar asperezas, debido a que el hijo de uno de ellos ha agredido físicamente al otro. Lo que empieza como un encuentro pleno de compostura y civismo acaba como una pelea a cuatro bandas. Hasta ahí, bien. El planteamiento, reconozcámoslo, no es para nada malo. Pero esto sólo provoca más rabia si se piensa lo que podrían haber hecho con él dramaturgos como Harold Pinter o Eugène Ionesco. Porque el tratamiento de Reza es, como poco, decepcionante. En un texto que se supone una escalada de tensión constante, la acción y las invectivas sólo aparecen a ratos, entre meandros en los que el interés decae debido a unos diálogos mecánicos que sólo sirven para hacer avanzar la línea argumental. Lo que resulta es una especie de montaña rusa con picos de "paroxismo" y bajones artificialmente cebados con diálogo. Esto no es el menor problema de una obra que en ningún momento llega a justificar la presencia de sus personajes en el mismo escenario, demostrando que toda su acción avanza a trompicones, parcheando situaciones dramáticas sin otro fin que el de alargar una circunstancia que la autora no es capaz de sostener armónicamente. Con esta impresión, se imaginan cuál fue mi perplejidad al leer críticas que alababan la arquitectura dramática de pieza y guión. Pero sigamos.

La obra presume de dar unas buenas hostias al orden burgués y a la idea de civilización occidental. De ser un sarcástico ataque a la hipocresía social, al culto materialista y otros etcétera. Y lo que encontramos es un espectáculo cuyos personajes no dejan de ser meros arquetipos, unas situaciones previsibles y evidentes hasta el hartazgo, recursos simbólicos de primero de dramaturgia (el marido que se derrumba al perder su móvil, las esposas que montan en cólera cuando se rompe el bolso de una y se ensucian las láminas artísticas de la otra), intervenciones que verbalizan en exceso las ideas de los personajes y la "filosofía" de la autora. Filosofía, por cierto, que convierte a esta obra en objeto colindante con lo inmoral: frente a la seriedad de las problemáticas planteadas, Reza simplemente antepone un rosario de ideas frívolas, facilonas, insuficientes. Todo queda finalmente reducido a un cinismo de saldo, al escepticismo mainstream, a la pose pesimista y fatalista, tan asequibles actualmente para los que no tienen mucha idea sobre nada y prefieren quedarse en la superficie. El texto, por lo tanto, se limita a ver los toros desde la barrera, lo que conduce a que las transgresiones que supuestamente tienen lugar en él no impresionen, ni hagan reflexionar, sino que provoquen, como mucho, unas risitas. No hay ironía, ni sangrante análisis, ni los tan cacareados salvajismo e irracionalidad se hacen verdaderamente patentes. Nada hay de revulsivo en una obra que se revela un collage de lugares comunes, un vodevil burlesco para burgueses con reparos. No nos engañemos, la obra de Reza es un vehículo comercial disfrazado de lo que el público masivo entiende por obra de gran alcance intelectual.

Esto también es válido para la película. Y que conste que de ningún modo voy a cargar contra la labor de realización del siempre grande Polanski (que acorta algo la obra y le añade un prólogo y un epílogo interesantes), ni contra las esforzadas creaciones de sus intérpretes, ni contra la dirección de arte de Dean Tavoularis, el trabajo de cámara de Pawel Edelman o la (como viene siendo costumbre) gratificante partitura de Alexandre Desplat. Pero con tal obra entre manos, poco se puede hacer a menos que ésta se cambie de pies a cabeza. La película no es del todo mala gracias a las bazas citadas, pero es un descalabro si se considera el nivel de Polanski, muy por debajo de otras cintas, más claramente comerciales, y sin embargo mucho más estimables, como Frenético o Piratas, pero que la crítica desdeñó. No es de recibo decir esto de uno de los popes del cine mundial, pero si Polanski quiere practicar crítica transgresora sin dejar de divertir, pero tampoco de amargar, que tome buena nota de propuestas como Four lions, verdadera bofetada a la corrección política y a las fallas de Occidente (y de Oriente). Por lo demás, habrá que esperar a lo siguiente del polaco, con el deseo de que no se haya dejado caer definitivamente en la boutade de salón propia de vendedores de humo como Yasmina Reza.

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