miércoles, 23 de febrero de 2011

La mujer perdida: el cine de Javier Rebollo.


En plena tormenta mediática por la polémica implantación de la ley Sinde y el abandono de Alex de la Iglesia de la presidencia de la Academia de Cine el eterno debate sobre el cine español ha reaparecido como una espina nunca extraída. Y es que el tema de las subvenciones del Ministerio de Cultura todavía sirve a muchos como excusa para arremeter contra la presunta ausencia de calidad de la producción cinematográfica patria, como si el grueso del público no acudiera a ver cintas españolas porque prefiriera otras cinematografías como la francesa o la japonesa (por nombrar dos de los países creativamente más boyantes de la actualidad), cuando estas se encuentran tanto o más marginadas que la española e igualmente enfrentadas al imperialismo cultural practicado por Estados Unidos.

Sin embargo, no tengo ánimo de entrar en terrenos político-económicos en este humilde artículo, sino de destacar a uno de los creadores españoles a los que podríamos denominar “de los márgenes”, es decir, uno de esos directores que practican un cine personal y fuera de las convenciones estéticas y narrativas dominantes, realizadores que heredan ciertas constantes de la Nouvelle Vague o del neorrealismo italiano con el objetivo (no me atrevo a afirmar si alcanzado o no) de innovar el lenguaje cinematográfico, y que, en general, nunca aparecen dentro de este extendido debate que tiene más de politiqueo que de auténtico interés por el séptimo arte. Nombres como Albert Serra, José Luis Guerín, Jaime Rosales, Isaki Lacuesta o Marc Recha engrosarían esta lista, en la que también entraría perfectamente el objeto de este artículo: Javier Rebollo, cineasta madrileño nacido en 1969, autor de varios cortometrajes y de dos largometrajes, Lo que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009).

Rebollo, licenciado en Ciencias de la Información en la especialidad de Imagen por la Universidad Complutense de Madrid, tuvo una fructífera carrera como cortometrajista antes de dar el salto al largo, constituyéndose como gran defensor de este formato como género autónomo en oposición a la extendida idea de que se trata de un simple trampolín hacia el cine de larga duración. Además Rebollo ha trabajado en televisión realizando programas documentales para Telemadrid y para La 2 de Televisión Española, dentro de los cuales, y reproduciendo sus propias palabras, ha intentado ir más allá de las limitaciones del formato, dejar las muletas televisivas de la actualidad y apuntar más hacia la eternidad del documental frente al reportaje, a través de un despliegue de mecanismos cinematográficos y de una elaborada puesta en escena. Sin embargo, en este artículo sólo voy a centrarme en sus dos incursiones en el territorio del audiovisual más convencional, es decir, en el cine de larga duración, comenzando por su debut en 2006.



Una de las virtudes de esta ópera prima es que, a pesar de su sobriedad dramática (tan propia del cine de autor de influencia europea), Rebollo consigue insuflar de vida a sus personajes, dos seres que acarrean (cada uno a su manera) una existencia muy complicada a sus espaldas y que intentan sobrevivir a contracorriente de la realidad que les rodea. Y es que dentro de la monotonía (¿o más bien debería decir cotidianeidad?) de las situaciones retratadas hay ciertos momentos en los que el dramatismo aflora con violencia y los dos estupendos intérpretes demuestran que no son bustos pasivos y que existe un mundo de sentimientos debajo de sus rostros: el derrumbamiento de Lola en el bar de barrio, el momento en el que esta descubre a León mirándola (única conexión real entre ambos en todo el filme) o la ¿hilarante? escena en la que el joven intenta bailar torpemente son buenas muestras de ello.

Sin embargo Lo que sé de Lola quedaría como la enésima cinta intimista tan sobria como anodina si no fuera porque Rebollo muestra un gran interés por la puesta en escena y por dotar de una narración muy particular a su propuesta: y es que una vez el personaje de Lola Dueñas entra en escena su evolución se sigue a través de la mirada de León, de manera que sus diálogos y acciones siempre son filmados desde el punto de vista del introvertido joven, ya sea estando sentado en la cafetería en la que ella recala, escuchando a través de las paredes de su piso o siguiéndola en coche a distancia prudencial.

De este modo la película va mostrando retazos de una vida cualquiera a través de la mirada de alguien que no tiene una propia y que necesita de aquella para existir, idea que se ve reforzada por el diario que León escribe y que sirve como texto en off para remarcar o simplemente puntuar lo que las imágenes muestran, obteniendo como resultado una propuesta estética tan trabajada como coherente, que quizás no consigue escapar de algunos planos algo impostados (ese innecesario final al estilo
Gus Van Sant…) pero que a cambio gana en elegancia y sutileza. Y es que sólo hay que fijarse en la manera de Rebollo de representar un accidente de tráfico o un aborto natural para comprender cómo se puede ser expresivo sin necesidad de recurrir a los recursos más manidos del drama… ya sea el de “autor” o el industrial.


En 2009 se estrena en el Festival de San Sebastián el segundo largometraje de Javier Rebollo, La mujer sin piano, que se alza con la Concha de Plata al mejor director… decisión cuanto menos discutible teniendo en cuenta el notable bajón de calidad de esta cinta en comparación con la anterior. Y es que parece que Rebollo quiso volverse más radical y realizar una de esas películas “del vacío” (o “sobre el vacío”) que tanto entusiasman a los críticos de la edición española de Cahiers Du Cinéma, es decir, cintas en las que los conflictos dramáticos que mueven el cine narrativo convencional y a la vez sirven como punto de identificación para el espectador desaparecen en pos de una puesta en escena estática en la que los actores deambulan como fantasmas movidos por objetivos difusos o, directamente, sin objetivos, generando un gran espacio libre de señalizaciones en el que el receptor puede interpretar lo que más le plazca. Este tipo de cine suele acabar con la paciencia de la mayoría de los espectadores y provocar espasmos de placer en ciertas élites intelectuales, que utilizan coartadas teóricas para justificar lo que, a simple, vista, parece una tomadura de pelo. En todo caso cada película y cada director deben ser analizados con lupa, y ahora le toca el turno al Javier Rebollo de La mujer sin piano:

Rosa es una mujer de mediana edad que lleva una existencia gris junto a su marido taxista en la ciudad de Madrid. Pasa el día haciendo las tareas típicas de toda ama de casa de su edad, y también trabaja en un pequeño negocio de depilación láser que ha montado en su propio hogar. Durante los primeros compases del filme su rutina, inquietantemente familiar, se muestra paso a paso, y sólo aparece un pequeño signo de cambio cuando Rosa descuelga el cuadro que hay sobre la cama y lo guarda en otra habitación. Por la noche, y después de que su marido y ella vean en el telediario el encuentro en las Azores de Bush, Aznar y Blair (apunte completamente inútil teniendo en cuenta el posterior desarrollo del filme), decide ponerse una peluca negra, hacer la maleta e irse de su casa en dirección a la estación de autobuses.

Lo que sigue a partir de ese momento es una especie de versión de
Jó, qué noche (Martin Scorsese, 1985) en clave de Teatro del absurdo, basándose en la aparición de personajes parcos en palabras que repiten acciones y frases con el presunto objetivo de crear una atmósfera de irrealidad que lo único que genera es una poderosa sensación de sopor. Ya al poco de metraje queda claro que a Rebollo no le interesa analizar las causas de la insatisfacción de Rosa (algo, por otro lado, no demasiado difícil de imaginar si pensamos en la situación de miles de mujeres en España) ni desarrollar una evolución dramática sólida, sino insinuar y dejar que el espectador lea entre líneas, pero en este caso resulta contradictoria la introducción de un segundo personaje, un obrero polaco con el que la protagonista traza una balbuceante relación que oscila entre lo absurdo y el tópico más manido. El realizador parece intentar dotar de un carácter surrealista a las interacciones entre ambos, pero no se atreve a llevar su propuesta hasta el extremo y finalmente acaba desvelando el pasado del personaje y con este la motivación que le mueve, con lo que cae en las convenciones de un cine dramático del que hasta ese momento había renegado en sus formas más básicas.

Y es que La mujer sin piano se queda en una tierra de nadie tan gris como la realidad que retrata y no logra funcionar como drama costumbrista, pues, al basarse en gestos o bien cotidianos e impersonales o bien herméticos y faltos de explicación, acaba cayendo en la pose, y cuando trata de otorgar un fondo a sus personajes recurre a lugares comunes que tampoco contribuyen a la formación de un discurso personal; pero tampoco encuentra una voz propia dentro de ese llamado “cine del vacío”, pues la propuesta estética de Rebollo todavía se muestra endeble y demasiado deudora de la influencia de sus maestros (de Aki Kaurismäki a Samuel Beckett pasando por Robert Bresson), y esa particular universo que pone en escena parece responder a ideas excéntricas y aleatorias antes que a unas inquietudes realmente sólidas.

De este modo, La mujer sin piano resulta una cinta fallida que supone un paso atrás respecto a Lo que sé de Lola, pero no por ello carece totalmente de interés, aunque este proviene, más que de sus propias virtudes, de los posibles logros futuros que hace presagiar. Y es que Javier Rebollo, si no se extravía por la senda de la impostura más snob, puede convertirse en un interesantísimo narrador de mirada tan limpia como sensible, aunque para ello deba seguir el camino de Lola antes que el de la mujer "despianada"…

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