domingo, 6 de febrero de 2011

Héroes de carne y hueso, mitos en peligro de extinción. 'Robin y Marian', de Richard Lester.

Ya escribí, a colación de un post sobre el desaparecido Blake Edwards, que los cinéfilos llevábamos una temporada fatal en lo que a obituarios se refiere. En el tiempo transcurrido, los acontecimientos parecen darme, tristemente, la razón. A los invitados por la parca ya citados en el anterior artículo, hay que añadir los nombres de la mítica y maldita Maria Schneider y del legendario compositor al servicio del celuloide John Barry.

Esta auténtica superestrella de las partituras cinematográficas me viene estupendamente para hablar de un título mítico del (post)cine de aventuras y una de las más seguras opciones para considerar en el improbable caso de que trasladase mi vivienda a una isla desierta. Se trata de Robin y Marian (1976), uno de los puntales en la carrera del director Richard Lester. Pero no adelantemos acontecimientos: primero, una breve reseña sobre Barry.

Oriundo de Yorkshire, Barry conjugó una vida personal y una faceta profesional con el rasgo común de la agitación. Casado cuatro veces, con la sin par Jane Birkin inclusive, es el responsable de las melodías de al menos 60 películas (si sólo consideramos su labor para la pantalla grande, por otra parte la más sobresaliente y reconocible), en un periodo que abarca desde finales de los 50 hasta principios del nuevo milenio. El británico fue ganador por partida quíntuple del Oscar a la mejor banda sonora, siendo sus creaciones más recordadas las realizadas para la saga James Bond, la histórica El león en invierno (Anthony Harvey, 1968), la recuperación del cine negro Body Heat (Lawrence Kasdan, 1981), el clásico contemporáneo Memorias de África (Sidney Pollack, 1985) o el último western realmente exitoso, Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990). Un tipo, como vemos, ecléctico, como se les supone a los grandes compositores de este ramo de las OST, aunque con tendencias al pop blando en sus comienzos y a las melodías sinfónicas de aire sentimental y nostálgico al final de su carrera. Esto no quiere decir que la fórmula no surtiese su efecto y alcanzase momentos estelares (véanse la mencionada película de Sidney Pollack o las primeras bandas sonoras de la serie Bond).

Visto Barry, pasemos al tema. Una de las colaboraciones del británico menos reconocidas, pero muy meritoria, es la que realizó para el film de aventuras Robin & Marian, realizado en 1976 por Richard Lester, con Sean Connery y Audrey Hepburn desempeñando los roles principales. Director y músico ya colaboraron en la exitosa comedia "free cinema" The Knack (Palma de Oro en Cannes en 1965), pero las características del producto que se traían entre manos eran esa vez muy diferentes. La película aborda la leyenda de Robin Hood de un modo particular: sin renunciar a la aventura, los asaltos, persecuciones y amoríos, un tono nostálgico, crepuscular y descarnadamente realista pasa a presidir el conjunto. Esto es lo que más llama la atención de la película, y lo que me impresionó cuando tomé contacto por primera vez con esta obra.

Por entonces, no veía el fin de la ESO, la TV emitía en 4:3 analógicos, aún era habitual grabar en VHS, y Telemadrid parecía un territorio en calma. Esta cadena programó en uno de sus ciclos nocturnos, dedicado al género de aventuras (vaqueros, espadachines, piratas caribeños, caballeros medievales y gladiadores macedonios), la película en cuestión. Acostumbrado como estaba a las hazañas de Ivanhoe o Scaramouche (o Robert Taylor y Stewart Granger, si se prefiere), a los leotardos verdes, las volteretas y la sonrisa pícara de Errol Flynn o del entrañable zorro de la versión "animalizada" de Disney, quedé estupefacto al contemplar a un Robin Hood cincuentón que, harto de fútiles guerras en el extranjero, decide volver a su Sherwood natal, donde todo ha cambiado. El sheriff sigue gobernando, los antaño hombres de Robin se han convertido en pacíficos y ancianos granjeros, y Marian, su gran amor, se ha metido a monja. La leyenda ha pasado a mejor vida. Ricardo Corazón de León (un Richard Harris de quitar el hipo) es un déspota sanguinario, pendenciero y borracho, que muere de manera patética saqueando castillos en tierras ajenas (lo cual parece ser bastante fiel a la realidad histórica). Ni el rey Juan ni el sheriff de Nottingham (un genial Robert Shaw) son precisamente tiranos sin una pizca de humanidad; se les pinta más bien como personas tranquilas y, además, bastante amables. Las espadas pueden romperse, los vestidos se ensucian y se llenan de pulgas, las armaduras pesan. Ya no es fácil mantener una lucha cuerpo a cuerpo, escalar una muralla o saltar desde 20 metros de altura para aterrizar sobre un carro de heno. Al subir a los árboles, podemos contemplar las reales y peludas posaderas de Locksley y sus proscritos.


A pesar de todo, Robin quiere seguir luchando, se aferra a los ecos de un pasado avejentado. Pero, como no podía ser de otra manera, las cosas han cambiado, lo que no impedirá que Robin, acompañado de Marian, Little John, el fraile Tuck y otros de sus antiguos compañeros acometan una nueva aventura, probablemente la última, y que, evidentemente, no será muy gloriosa que digamos. Finalmente, el pasado se revelará irrecuperable para los protagonistas y sólo quedará la historia de amor entre dos maduritos entrañables.

Es difícil destacar unos pocos aspectos de esta película. La ambientación (dirección artística de Gil Parrondo y exteriores en Navarra), el tono realista y el retrato sin concesiones de la época (Lester ya demostró su pericia en A funny thing happened on the way to the Forum, de 1966, conocida aquí con el infame título de Golfus de Roma, donde captaba y actualizaba muy bien el espíritu de la comedia latina de Plauto y Terencio) constituyen un gran logro, pero los actores son insoslayables. Si los secundarios son de lujo (los citados Harris y Shaw, a los que hay que sumar a Ian Holm como el príncipe Juan y a Nicol Williamson como Little John), la pareja protagonista es de órdago. Sean Connery rompía con su imagen de inmaculado héroe al aparecer con abundante calvicie, pelo en avanzado estado de canosidad y ciertos achaques propios de la ancianidad. Audrey Hepburn, en su último gran papel, sin perder para nada su belleza y su encanto, mostraba las primeras arrugas en su cara con ángel. La historia de amor entre ambos personajes es de las más hermosas y conmovedoras que yo haya visto en cine.

Lester no renuncia al espíritu aventurero, pero el tono nostálgico, los pellizcos de humor y el estudio de personajes son los que presiden el film, que tiene como principales armas su sencillez, su mirada irónica y profundamente comprensiva sobre sus personajes, antes seres de carne y hueso que héroes míticos. Barry compuso para la ocasión una partitura con un tema de amor bellísimo, y que se repite con variaciones a lo largo del metraje. El romanticismo y la emotividad de algunos cortes, frente al dinamismo y la tensión que desprenden otros, hacen de la música una de las más reivindicables del de Yorkshire.

Resumiendo, una película excepcional en su género, perfecto corolario al cine de aventuras e insuperable punto final a las andanzas del buen bandido de Sherwood. Las películas posteriores que se han realizado sobre el personaje (y eso que la de Ridley Scott no estaba mal) no le hacen sombra. Obra nostálgica, teñida de un cierto pesimismo, canto al amor, a la vejez y a la inocencia perdida, su falta de pretensiones y su fuerte emotividad la hacen crecer con el paso de los años. Lester, artesano realizador de comedias, musicales (algunas de los Beatles) y films de acción (las continuaciones de Superman o de Los tres mosqueteros), no volvió a dirigir nada a la altura de esta joya. Ninguna de sus películas es un fiasco, es más, muchas conservan el encanto del buen cine de entretenimiento de hace tres décadas, que no tenía que echar mano necesariamente de colosales efectos especiales o de fatuas pretensiones para captar la atención del público. Pero con Robin y Marian, la flauta sonó para Lester por última vez. Y vaya que si sonó.

Por estas razones, una de mis películas preferidas. Me la llevaba a una isla desierta, en serio. Sólo con el final bastaría. Sin entrar en spoilers para los que no se hayan acercado a ella, diré que con unos pocos elementos, se consigue una de las escenas más emotivas y que mejor esquivan la cursilada que el que esto escribe haya visto nunca. Una declaración de amor, un cáliz, una ventana, una flecha y unas manzanas maduras. Ya está. Y es que, con sólo eso, vaya final, señores, vaya final. Sinceramente, no se la pierdan.


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