He perdido el reloj. Es de noche. Tal vez llevo a un par de horas deambulando por la calle hasta llegar al drugstore. Los efectos del alcohol me sugieren calor humano. A lo largo de la avenida los chaperos, negros y putas se agazapan o exhiben para tener qué comer mañana, dando por perdido el beso de buenas noches. El presidente Johnson se ha hecho con el poder. La gente camina alienada añorando a Kennedy. Un latino se me acerca, le invito a un trago de whisky barato mientras presenta sus credenciales. Mary Ann se ha largado, harta de mis desmanes. Me siento lejos del suelo, con el culo alzado en el taburete.
Dice llamarse Marco o Mario. Nos metemos en uno de esos viejos palacios del cine que tienen programa durante todo el día, filmes prehistóricos y olvidados, otros más recordados, negativos quemados y jodidos por el paso infame del tiempo, siempre en dosis de 24 por segundo. Me saco el rabo y le doy de cenar. No puedo soportar el peso de la cabeza, se me cae de los hombros. Otras sombras sin ojos cometen aberraciones a lo largo y ancho del gallinero, mientras el tío barbudo de la pantalla sufre volantazos de la vida, siempre haciendo autostop con tal de poder ver a su novia, que ha marchado a Hollywood en busca de fortuna. No sé cuánto lleva empezada, pero recuerdo haberla visto, tal vez en el pueblo, tras la guerra, cuando mi hermano se acostumbró a no tener pierna. Sí, la recuerdo, pero no su nombre.
Bares de paso, un jukebox, una canción, muerte y sudor, pordioseros en el desierto, mentira y lucha por la supervivencia, cortes, arañazos, sangre, un presupuesto ínfimo, cuatro dólares en los bolsillos, alcohol, mucho alcohol y gritos. Roberts, Vera, Haskells, Ulmer. Presunto director mendigo. Mucha carretera, pulgares levantados. Encuadres repetidos, decorados básicos, movimientos de cámara. Existencialismo barato, voz en off, aroma perturbador de novela de quiosco, sí, esa típica de papel oscuro, desgastado por el uso, que uno encuentra en la estación de autobuses, con la portada sellada con el distintivo de alguna editorial de mala muerte. La gente se vestía y peinaba así en los cuarenta, aunque fueras un desharrapado. ‘He debido perder quince kilos al ducharme’ ‘Juguemos al bridge -¡Juega al solitario!’, ‘Te delataré’, todas las frases, todas las formas que el blanco y el negro pueden solo ofrecer, las miradas, los encantos, los inciertos, los pecados, la soledad. Me siento así en la butaca. Dicen que la ha matado con el cable del teléfono, hay sitio para la introspección mientras la lente se enfoca y desenfoca recorriendo la habitación, y acaba en un primer plano, de pronto me doy cuenta de que tengo esa cara, del asco que da, del asco que damos. No sé si he eyaculado todavía. Puede que solo haya pasado un cuarto de hora. Tengo la polla cubierta de la saliva de un desconocido. Tiene que huir, aunque no pueda verla. Toda una historia contada en el curso de una canción de jukebox, de una mamada. Soy como él. Toco el piano y cuento la verdad porque no tengo otra, soy cobarde e ignorante y mi vida es una mierda. Me gustaría saber cómo se llama.
Pago a ese que me ha lamido las pelotas durante tanto rato y quiero llorar, me siento culpable por abusar de su paciencia y por estar tan solo en un mundo sucio e injusto. Dan periódicos cerca del cine donde no sé si he estado. Está allí la cara del actor. Se llama Tom Neal. Ha matado a su tercera mujer, una tal Gale Bennett, disparándole en la nuca con un calibre 45. Así es la vida, así es el cine.
Put your dreams away – Frank Sinatra
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