miércoles, 31 de agosto de 2011

Las cosas en su sitio. 'El castigo sin venganza' de Lope de Vega.


Existe una costumbre fatídicamente extendida entre críticos y comentaristas culturales de todo pelaje que me enerva sobremanera, y a la que ni siquiera Carlos Boyero, del que se puede decir a su favor que no suele incurrir en los tópicos, amaneramientos y pedantadas de bastantes de sus compañeros de profesión, fue capaz de sustraerse, como pude comprobar en un artículo que publicó en Babelia hace unas cuantas semanas. Esta manía se define por equiparar cualquier obra de carácter narrativo (sea libro, película, obra teatral) que haya alcanzado la fibra sensible del crítico en cuestión con la labor literaria del bardo de Stratford-upon-Avon u otros compatriotas. ¿Cuántas veces no han leído u oído que obras como El Padrino o Yo, Claudio son comparables o descendientes legítimas de la dramaturgia de William Shakespeare? Aparte de evidentes errores de atribución (si hubiese que buscar antecedentes para las dos sagas antes mencionadas, ¿no sería más lógico aludir, en ambos casos, a las Vidas de los Césares, de Suetonio, del que Shakespeare extrajo puñados de inspiración?), estos son claros indicios de una ceguera, a mi modo ver, preocupante. ¿Por qué una tragedia contemporánea es shakespeariana, y no calderoniana o lopesca?





Y es que, como es natural, la mundialización anglosajona no sólo se manifiesta en la invasión de McDonald's o KFC, o en los ratings de Wall Street. No es un secreto que se presta más atención a las obras de autores de habla inglesa que a otras de parecido o mayor interés procedentes de cualquier otro país, incluido el propio. Sin quitar mérito a escritores, pintores, cineastas... angloparlantes, se hace necesario dar un toque de atención en algunos casos particulares, como el que a continuación expongo. Volviendo con Shakespeare, y sin desmerecerle un pelo a este genio, objetemos: ¿por qué, como figura hasta en la Wikipedia, se le considera el mejor autor teatral que ha existido? Reitero que no tengo nada que objetar de obras como Hamlet, El rey Lear o Enrique V. Pero, ¿un contemporáneo suyo como Lope no merece mayor consideración? La obra que hoy saco a colación, El castigo sin venganza, es un ejemplo señero de lo que podía dar de sí un autor de hiperactiva pluma y contrastado genio creador.

Escrita por el Fénix de los Ingenios en 1631, esta tragedia suponía la cumbre de su arte dramático, a la vez que su pieza definitiva de madurez. Con 68 años, Félix Lope de Vega Carpio asistía al ocaso de su fama, eclipsada por la nueva generación de dramaturgos, con don Pedro Calderón de la Barca en la vanguardia. Ni sus aspiraciones de ascensión social habían prosperado, ni su vida personal había alcanzado la ansiada calma: su último gran amor, la joven Marta de Nevares, había muerto loca en 1628 tras una prolongada enfermedad, a lo que había que sumar las defunciones de varios de sus hijos y nietos. Tras una juventud y una madurez como mínimo bastante agitadas (ver biografía), el mundo despedía a Lope con desengaños y amarguras. Fue entonces, sin embargo, cuando nuestro poeta se volcó en la creación de sus mejores obras (lo cual ya es decir). Obviando sus aportaciones a la novela corta (novella), el poema épico o el diálogo narrativo, su teatro se decantó por un estilo más cercano a las obras de Calderón que por entonces barrían en las plateas de los corrales de comedias. A saber, acciones y personajes pensados al milímetro, insertos en una trama en la que no sobra ni falta una escena, un parlamento, un diálogo, una actitud, una entrada repentina... Lope depuró su estilo, pero sin perder un ápice de fuerza y genialidad. Cuando los jóvenes autores pugnaban por entrar en el Parnaso creando emocionantes (y muchas veces altisonantes) dramas y alocadas (y en exceso enrevesadas) comedias, el viejo Lope se empecinó en demostrar que aún no habían acabado con él, y que le quedaba cuerda para rato. El castigo sin venganza era una de sus mejores bazas.

Tomando como punto de partida la traducción francesa de una novella de Bandello, Lope prepara los engranajes de una tragedia palaciega. El vehículo genérico vuelve a ser el consabido drama de honor, siempre referido a las relaciones conyugales. Relaciones éstas que peligran, las del Duque de Ferrara y su joven esposa Casandra, cuando ella se fija en Federico, el hijo bastardo de aquél. Las relaciones adúlteras entre hijastro y madrastra, que en esa época también considerábanse incesto, romperán, como es natural en un argumento trágico, la supuesta armonía familiar. Supuesta, porque nunca el Duque había tenido la intención de preservarla. Hombre amigo de la farra y derivados, se caracterizó por tener una juventud alocada e inconstante. De una de sus incursiones nocturnas nació su, por contraste, juicioso hijo Federico. Cuando la vejez asoma por el horizonte, el de Ferrara piensa en su fama y descendencia, y decide casarse, relegando a su único hijo a un puesto segundón en el árbol familiar y en la línea sucesoria. Resumiendo, que el marido agraviado, a diferencia de otros personajes similares, es un capullo redomado. Asimismo, los pecadores adúlteros no son una amalgama de defectos y excrecencias, sino buenas personas, honradas y razonables, que tienen el adverso destino de caer presa de una enfermiza pasión amorosa, con todas las dudas y remordimientos que ello les conlleva. Y, para enredar más la madeja, el Duque profesa un gran cariño hacia su hijo y su esposa, sin que ello le impida agraviar a uno y a otro constantemente (faltas que él considera leves, y que cree que podrá enmendar).

El espectador-lector se encuentra, pues, con unos amantes que no desean consumar su relación, y con un ofendido que, a pesar de su comportamiento desconsiderado, no desea la muerte de los que le ofenden. Federico y Casandra saben que su relación es una traición contra su señor y contra las normas morales, y que les conducirá con toda probabilidad a la muerte. El Duque sabe que la venganza pasional que acomete contra los que vulneran su honor, aunque esté vista con buenos ojos por la sociedad, le destruye por entero: rompe la continuidad de su ducado y le aboca a la soledad, sin contar con la monstruosidad implícita del castigo. No obstante, todos ellos se lanzan sin remedio hacia su propia perdición. Más allá de la cuestión del honor, el meollo del Castigo... reside en la plasmación de unos personajes atenazados por los códigos derivados de su posición social y familiar, pero sobre todo, por ellos mismos, por sus propias pasiones. Personajes que no pueden escapar, no ya de un destino aciago o de un imperativo categórico ineludible, como sí que puede ocurrir en las obras del más estricto y racional Calderón, sino de sí mismos, y de lo irremediable de sus actos. Igualmente marca las diferencias con Calderón el que aquí no hay víctimas ni verdugos claros. Lope renuncia a moralismos maniqueos, por lo que  ninguno de los personajes es un acopio de maldad o un dechado de bondades. Son, pura y simplemente, seres humanos con sus defectos y virtudes, vencidos por pulsiones que se revelan indomables.

Es ahí donde reside la grandeza y la atrocidad de esta obra. Lope nos hace encararnos con la auténtica tragedia (la cultivada por Esquilo, Sófocles y pandilla), la de unos seres que se nos muestran en toda su compleja condición, prisioneros de sí mismos, para hablarnos de la fuerza de las pasiones, de la imposibilidad de redención, de las cortapisas que nuestras normas y relaciones ejercen sobre nosotros, y finalmente, del precio que hay que pagar para que cada cosa siga en su "correcto" lugar.

Pues he aquí una de las grandes tragedias no ya del acervo literario hispano, sino del teatro universal, obra de un autor que, como muchos de sus compañeros de generación (hablo de Tirso de Molina, Vélez de Guevara, Guillén de Castro), pero él con más razón, merecerían un poco más de atención más allá de los circuitos especializados. Lope fue, por su ingente producción, por sus innovaciones artísticas y por su inconmensurable talento, un tipo tan reivindicable como Shakespeare. Y miren, si me tiran de la lengua, mucho más que el de Stratford, al cual Lope no sólo le iguala en potencia trágica, sino que le da mil vueltas en lo que a obras cómicas se refiere.

Ya finalizo, no sin antes señalar que en el madrileño teatro Alcázar se representa una versión de El castigo... No la he visto, así que no puedo indicar la mayor o menor calidad del montaje, aunque muy malo no puede ser, visto el original en que se basa. Si pueden y disponen de tiempo, ya saben. Es una oportunidad que hay que dar a autores que pueden emocionar, remover, ofender, hilarar e incluso matar de aburrimiento tanto como sus colegas extranjeros.


  Max Richter - On the nature of daylight

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