sábado, 3 de septiembre de 2011

Waters, John (y IV). Blanco por fuera, negro por dentro (1990-2004).


Llegamos finalmente al último post acerca de John Waters, un post complicado. La verdad es que, de haber visto las películas que voy a abordar en él antes de empezar a escribir la serie Waters en este blog, seguramente me lo hubiera pensado dos veces, pero ya que está empezado el trabajo, hay que acabarlo.


Retomando el hilo donde lo dejé, y dado que ya señalé los rasgos temáticos comunes de todos estos títulos en el anterior post, en éste me limitaré a comentar sus diferencias.
Cry Baby (1990) es una especie de homenaje al cine de jóvenes rebeldes tan característico del cine americano de los años 50, que con filmes como Salvaje (1953) se labró una iconografía propia. Asimismo, existía la variante musical de los mismos (véanse películas de Elvis Presley, por ejemplo). Johnny Depp encarna a Cry Baby, un peculiar rebelde que se enamora de una chica bien, que no dudará en romper las convenciones sociales para adaptarse a su estilo de vida.

Formalmente, sigue la línea de Hairspray. Cry Baby y Hairspray, juntos, son una especie de díptico ‘revival’ de las modas, usos y poses, de los 50 y primeros 60. Lo que Hairspray tiene de más original lo tiene Cry Baby de calidad. Me explico: Hairspray tiene como novedad el retroceso de Waters a la música y estética de los años 60, pero resulta fallida en su dirección y guión; Cry Baby no choca tanto con la línea temática del director, al ser un filme continuista, pero tiene a su favor una calidad muy superior y un mejor pulso narrativo.

Efectiva y directa en sus apenas ochentaypocos minutos, contiene incluso algunos números musicales que evidencian un mayor esfuerzo del director, que logra salir airoso del reto. De innegable comicidad, posee cameos de personajes como Iggy Pop o Joe Dallessandro.
Los asesinatos de mamá (1994) es una comedia sencilla e igualmente efectiva, que relata las andanzas de una madre psicópata encarnada por Kathleen Turner, realmente estupenda. La acompaña en el reparto el protagonista de Los gritos del silencio (1984), Sam Waterston. La ambientación del afable barrio residencial de la familia está muy lograda, así como algunas situaciones (las torturas psicológicas a cierta vecina, por ejemplo). Es una buena comedia a secas: no aspira a más, se limita a contar con guasa y sorna las andanzas de la serial mom del título, que encima tiene la osadía de defenderse a sí misma ante un juez. Situaciones cachondas, algo de ironía, pero la superficialidad empieza a pasar factura al director.

Pecker (1998) es para mí su peor trabajo. Con una dirección básica y carente del más mínimo ingenio, Waters da muestras como de aburrimiento o escaso interés en lo que está haciendo. En cuanto a la técnica es casi como un telefilme: se basa en conversaciones típicas rodadas en sucesiones de primeros planos. Además, tiene el estigma de resultar verdaderamente sosa y aburrida a partir de su primera media hora. De nuevo presenta a un chico raro, con una familia rara y un entorno raro, y cuenta cómo son raros. La historia es la de un joven fotógrafo que, haciendo fotos de cualquier cosa, resulta “descubierto” por una galerista de arte de Nueva York, que incluso llega a pillarse del chaval. Su ascenso y su caída se narran mecánicamente, como una sucesión previsible y lógica de episodios. Lo que a ratos parece una película familiar con la narrativa más convencional e insulsa posible, es interrumpida de vez en cuando por algún plano de genitales femeninos y cosas así. Así que tampoco sirve para el entretenimiento familiar. Waters, para hacerse el malote, se mete con la gente del arte y su presunta hipocresía. Pues vaya. Aun en sus peores títulos, el director siempre había conseguido resultar entretenido, proporcionando a la hora y veinte-media de sus filmes acción y humor en cantidades efectivas… hasta Pecker. Un título discreto, estúpido y olvidable.

Cecil B. Demented (2000) sigue en la línea petarda y cretina de Pecker, metiéndose con la ambigüedad del arte, etc. No es que les tenga especialmente en un pedestal a los críticos y demás gente “institucional” del séptimo arte y ande yo con ganas de defenderles, es simplemente que esta película me parece repetitiva, pretenciosa y MUY hipócrita. Cuenta cómo un extraño grupo de radicales a favor del cine independiente raptan a una estrella del cine convencional (encarnada por Melanie Griffith) y la pasan a su terreno, y mientras tanto, llevan a cabo “acciones directas” contra el mainstream. Precisamente viene con estas el mismo Waters que se moría de ganas de ser “legitimado” años atrás.
Resulta:
  • a) repetitiva por los motivos que expuse en el anterior post: la trama es la misma que en filmes anteriores, pero el contexto del cine indie (un ajeno a los chicos extraños de turno, es asumido por los extraños, y sus extrañeces chocan con el mundo cuadriculado de los demás).
  • b) pretenciosa porque ahora Waters se pone a “reivindicar” directores “alternativos” (nombrándolos, además: Pasolini, Fassbinder, Almodóvar, etc etc) sin parecer tener mucha idea [llega en una escena a disparar a un libro que versa sobre David Lean (puede sea que una nimiez, pero me resulta ofensivo como espectador y tío que escribe en un blog de cine)] , así como no se moja particularmente: simplemente quiere esos nombres para dárselas.
  • c) hipócrita porque tampoco se toma demasiado en serio a sus personajes: parece que todo se la suda con tal de poder estrenar un nuevo título que le proporcione algunos ingresos: mucho hacerse el malote y el outsider, pero poniendo a Melanie Griffith de cabeza de cartel, a ver si así sale rentable el producto.

Parece que Waters ha muerto creativamente, por más que sepa dotar de un buen ritmo a sus últimas creaciones (exceptuando Pecker): es evidente que no tiene nada que contar, en los 90 no ha hecho un verdadero desarrollo de su estilo, de sus formas, de sus contenidos (sigue al nivel de Cry baby), así que… ¿qué nos queda? Pues tratar de volver a los orígenes, dado que nos fue tan bien (no hace falta decir que Pecker y Cecil B. no fueron apoteósicos éxitos de taquilla). Así nace Los sexoadictos (2004), cuyo título original, A dirty shame, me parece más acertado. En cualquier caso, supone una dosis de energía y algo de vida a una carrera ya atrofiada por la evocación de tiempos mejores y los tics.

Los sexoadictos cuenta la historia de Sylvia, una mujer de mediana edad cansada de su vida aburrida y de servir a la comunidad que cambia radicalmente al conocer a los ‘sexoadictos’, un colectivo de vecinos de su acomodado barrio en el que cada uno es un apóstol de un tipo de perversión distinta. Poco a poco, van evangelizando a la autoproclamada comunidad de los ‘sosos’, llegando incluso a inventar una nueva forma de satisfacción sexual.

Podría ser la última película de Waters, la verdad, pues es un resumen y suma de las dos etapas diferenciadas de su carrera. Posee el estilo y la fotografía, así como la ironía y tema más propios de la segunda, pero el humor y contenidos más cercanos a la primera, por suerte. El resultado es algo irregular pero de lo más logrado. A pesar del discutible final, es una obra coherente con su filmografía, por más que la hayan criticado algunos: es Waters queriendo hacer una de Waters en el siglo XXI, una sátira acertada de la mojigatería americana y demás bobadas morales, tan relativas en otros ámbitos. El que aquí escribe se da por satisfecho con Los sexoadictos, pues recupera hasta cierto punto la vitalidad y la mala hostia que no debió perder, o mejor dicho, que debió recuperar Waters mucho antes, sin duda uno de los cineastas más peculiares y personales del sistema independiente, y desde luego, un director verdaderamente influyente, transgresor y, en su momento, atrevido.

Como conclusión, me gustaría hacer mención del ciclo que la Filmoteca Española hará este mes de septiembre sobre su obra, con una mejorable selección de sus títulos: la esencial Pink Flamingos, las interesantes Los asesinatos de mamá y Los sexoadictos y las del todo prescindibles Pecker y Cecil B. Demented.

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