Después de algún tiempo con esta cuenta pendiente, llega el momento de abordar el último tramo de la filmografía de Jacques Demy. Infravalorada por muchos e ignorada por otros tantos, se compone sin embargo de piezas de valor al alza que nuevos espectadores están empezando a reconsiderar porque, desde luego, entrañan numerosos elementos de interés.
Retomando el hilo donde lo dejé, tras el fracaso de No te puedes fiar ni de la cigüeña (1973), Demy vivió un largo lapsus de 6 años en el que esbozó algunos proyectos, trató de desarrollar otros, pero sin suerte en ambos casos.
En 1979, y gracias al éxito internacional cosechado por Los paraguas de Cherburgo (1964), consiguió llevar a buen puerto un proyecto. La buena reputación que le había granjeado aquel filme en un país tan lejano de Francia como Japón, convenció al productor Mataichiro Yamamoto para proponerle la adaptación del manga, ambientado en los tiempos que precedieron la Revolución Francesa, La rosa de Versalles de Riyoko Ikeda. Gracias a Demy y su nacionalidad francesa, el equipo del film tuvo el privilegio de poder rodar la película en el Palacio de Versalles. Desde luego, la producción no podía ser más internacional: dinero japonés, equipo francés y actores ingleses. Este cóctel de culturas dio lugar a una más que interesante obra.
Si bien no se trata de un filme personal –es un encargo en toda regla–, está dirigido con sabiduría y muy bien resuelto por la mano experta de Demy. La composición de los planos y la narrativa del director mantienen su mejor pulso, a mi parecer, reflejo de su bienestar interno por poder volver a dirigir. Parece mentira la situación del que, 15 años antes, era un director que había logrado el éxito mundial más absoluto y había logrado emocionar a legiones de espectadores. Sea como fuere, a pesar de la mala situación (la película resulta un éxito en Japón, pero no llega a estrenarse en Francia), Demy acomete con humildad este muy digno trabajo.En Lady Oscar (1979), de nuevo con decorados de Bernard Évein y música de Michel Legrand, Demy relata la historia de Oscar, un joven oficial francés que, a pesar de haberse educado como un hombre, es en realidad una mujer. Las intrigas palaciegas se entrelazan mientras la monarquía, sumergida en sus excesos, ignora su aciago futuro.
Después de abordar para la televisión la figura de la escritora Colette en La naissance du jour (1980), y tras una década de intentos de poder realizar un proyecto muy personal, finalmente puede llevarlo a cabo y estrenarlo en 1982. Se trata de Una habitación en la ciudad (Une chambre en ville). La suerte había logrado que Demy reuniera los fondos necesarios para poder rodar de la forma soñada este ambicioso filme musical, de nuevo como en Los paraguas de Cherburgo, íntegramente cantado. A pesar de haber pensado en un primer momento en Catherine Deneuve y Gerard Dépardieu para encarnar a los protagonistas, ocuparon sus lugares Dominique Sanda y Richard Berry, acompañados de la estupenda Danielle Darrieux y el siempre carismático Michel Piccoli.
El director nos lleva a Nantes, el lugar de su infancia, en los años 50. Nos presenta un colectivo de obreros en huelga, enfrentados con la policía en pos de sus derechos. Suma, entre tanto, la trama principal, el amor interclasista entre Sanda y Berry, dificultado por las circunstancias, y lo mezcla todo.
Esta insólita propuesta, con sus intencionados trazos de irrealidad, presenta a un Demy más oscuro que nunca. Si sus películas de los años 60 eran todo color y la música de Legrand, a pesar de tener momentos tristes, era la plena expresión de la alegría, la partitura del film, a cargo esta vez, de Michel Colombier, parece más bien una ópera trágica.
Esta insólita propuesta, con sus intencionados trazos de irrealidad, presenta a un Demy más oscuro que nunca. Si sus películas de los años 60 eran todo color y la música de Legrand, a pesar de tener momentos tristes, era la plena expresión de la alegría, la partitura del film, a cargo esta vez, de Michel Colombier, parece más bien una ópera trágica.
Una habitación en la ciudad es una gozada de película, para qué negarlo. Sin embargo, de nuevo, la suerte no acompañó tanto a Demy en lo comercial. Nominada a 9 premios César y aplaudida unánimemente por la crítica, se estrenó en la misma semana que As de ases, protagonizada por Jean-Paul Belmondo, que resultó un éxito en taquilla. El suceso produjo indignación entre la crítica francesa, que inmediatamente publicó textos conjuntos, proclamas y críticas reivindicando el filme de Demy: el ejemplo más importante sería el publicado por Le Monde en noviembre de 1982, firmado por 80 críticos, que suscitó una sonada réplica del mismísimo Belmondo. Demy, ajeno a la polémica, se limitó a agradecer la atención de los críticos, pero su imagen se vio un tanto lastrada, tal vez, al verse considerado un creador de películas solo aptas para una élite cultural.
Tal vez por ello quiso acometer, con su siguiente proyecto, una propuesta deliberadamente popular, Parking (1985), protagonizada por Francis Huster encarnando a Orphée, un ídolo de la música pop. A pesar de la apariencia frívola de la propuesta, su idea original, no es baladí: es nada más y nada menos que una reinterpretación del mito de Orfeo, visiblemente inspirada en la adaptación que en 1949 hizo Jean Cocteau, así como en la “manera de hacer” de este, que ya le sirvió de fuente en Piel de asno (1970). Un hecho que subraya esta idea es la inclusión del actor prácticamente retirado entonces, Jean Marais (recuperado previamente en Piel de asno), encarnando a Hades, regidor del inframundo.
Pero las cosas no salieron como debían: Parking es, probablemente, el peor título de la filmografía de Jacques Demy, del que tiempo después llegaría incluso a renegar.
Si bien la crítica había sido unánime a favor de su anterior creación, también fue unánime a la hora de vapulear esta, que resultó un fracaso en taquilla. Demy, después de los vaivenes y las desilusiones arrastradas y el topetazo que se dio con este título, valoró muy seriamente la idea de abandonar el mundo de la dirección para siempre. Sin embargo, recapacitó, como veremos. Y es de justicia decir que, a pesar de sus lastres, Parking no deja de ser un filme interesante. Muy bizarro, eso sí, pero curioso, cuanto menos.
Si bien la crítica había sido unánime a favor de su anterior creación, también fue unánime a la hora de vapulear esta, que resultó un fracaso en taquilla. Demy, después de los vaivenes y las desilusiones arrastradas y el topetazo que se dio con este título, valoró muy seriamente la idea de abandonar el mundo de la dirección para siempre. Sin embargo, recapacitó, como veremos. Y es de justicia decir que, a pesar de sus lastres, Parking no deja de ser un filme interesante. Muy bizarro, eso sí, pero curioso, cuanto menos.
El primer gran lastre de la película está en su protagonista, Francis Huster, metido en la piel de un ídolo de pop de esos fugaces de la época (que en España bien podría haber sido un Iván, o un Pedro Marín), envuelto en trajes y poses ultraochenteras, que tienen su cénit en una horrible cinta para el pelo con lucecitas que emplea en sus actuaciones. Si a esto le sumamos que el productor de la película impuso por contrato que el actor no podía ser doblado en sus actuaciones musicales (para disgusto de Demy, que acostumbraba a dar a cada rostro una voz ideal)… se puede imaginar el resultado. Y es que si la película alcanza momentos bastante dignos (mola la ambientación del mundo de Hades, los cameos de Marais, la absurda parafernalia que envuelve a Orphée…), en el momento en que Huster abre la boca… ¡horror! Uno no puede menos que sonrojarse.
Tres lastres adicionales que señalaría serían el ajustado tiempo de rodaje (se aprecian detalles como que en las escenas de conciertos, el público siempre es el mismo y está ubicado en el mismo lugar); las más que evidentes, evidentísimas referencias al mundo del pop (el artista y su amada consumen drogas, ella es oriental, muere de sobredosis, Orphée es algo así como bisexual… –curioso morreo con Laurent Malet, uyquémorbete–, etcétera); y por último, la escasa credibilidad y seriedad que da que al inframundo se acceda por cualquier parking (de ahí el título), por más que se empeñe Demy en hacerlo creer.
Pero vamos, su visionado mola. Cuesta identificar a primera vista en la cinta al responsable de títulos como Las señoritas de Rochefort (1967), pero sí, es Demy. A pesar de todo.
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