sábado, 28 de enero de 2012

El tiempo entre pantuflas. 'Léxico familiar' de Natalia Ginzburg






Es curioso observar que, si uno emprende la tarea de repasar e imponer algo de orden en el maremagnum cronológicamente lineal que damos en llamar autobiografía, invariablemente tropieza con gestos, actitudes, normas y (sobre todo) palabras, que vertebran decisivamente nuestro devenir a pesar de circunscribirse al estrecho ámbito de nuestro círculo más personal. Son las pequeñas cosas que diría la canción, minúsculos tics, particulares giros de la conversación, comportamientos que se convierten en típicos; elementos vitales todos ellos que sólo adquieren pleno sentido en su ambiente primigenio, el de la familiaridad, mientras que a ojos de terceros suelen representar meras excentricidades o naderías. Quizás es por eso que son pocos los que incluyen entre sus recuerdos (y sí entre sus olvidos) este particular conjunto de signos, una suerte de sociolecto que nos muestra en nuestra más auténtica intimidad, tan inane como, a la vez, reveladora.


Natalia Ginzburg, nacida Levi, (y ya aquí aparco el estilo fotolog) decidió en 1963 reivindicar su particular vocabulario íntimo en el libro Léxico familiar. Bajo la aparente forma de novela autobiográfica, la escritora italiana nos cuenta mucho más que las andanzas de su familia y su círculo de amigos y conocidos en Turín desde los años 20 hasta la década de los 50. Porque, más que ceñirse al cúmulo de historias y de Historia, más que narrar las condiciones de vida y la evolución de la sociedad italiana durante un periodo crucial (que también lo hace), Ginzburg se vuelca en la plasmación de manías, costumbres y expresiones cotidianas. La crónica familiar, la histórica y la personal se camuflan tras un jugoso anecdotario, en el que las vivencias, costumbres y excentricidades de los Levi y su círculo quedan al descubierto. Ginzburg nos introduce en el ambiente de una familia de intelectuales judíos, burgueses empobrecidos entre cuyas amistades figuraba lo más granado de la política (liberal y marxista) y la intelligentsia italianas.

Pero no son los tejemanejes de la política o las cultas disquisiciones el objeto primordial del relato. Ninguno de los personajes es identificado por su apellido o su actividad, sino que siempre figura por su nombre de pila, y no se reflejan de él más que sus comportamientos, conversaciones, frases predilectas... El encanto de esta novela reside ahí, en la simple recreación, condicionada por los vaivenes cronológicos y las imprecisiones de la memoria, de la vida de la cotidianidad, de las conversaciones entrecruzadas en las comidas o en las veladas, de las costumbres intrascendentes, de los seres queridos retratados en su más simple humanidad, y por tanto en todas sus contradicciones.

Como ya mencioné antes, esto no quiere decir que Léxico familiar se limite a la plasmación cuasi-fotográfica de un rosario de cuitas privadas. Ni mucho menos. La Historia (donde se incluyen el auge del fascismo, la II Guerra Mundial, la lucha antifascista y las persecuciones políticas y deportaciones) y la evolución de la amplia galería de personajes (los industriales Olivetti, los fundadores de la editorial Einaudi, el filósofo Felice Balbo o el escritor Cesare Pavese, entre otros) tienen cabida en el relato, pero Natalia Ginzburg renuncia a cualquier dramatización de los hechos. Las tribulaciones de la familia (que pasó por momentos muy duros) son reflejadas como en sordina, así como los grandes momentos históricos, o las consecuencias que éstos tuvieron en los personajes. La autora logra algo así como el grado máximo en el reflejo de la intrahistoria que proclamaba Unamuno. Todo suceso es relatado de forma que parezca lejano, como una conversación que se escucha desde otra habitación y de la que no podemos captar los matices, o como una historia contada por alguien que no la vivió directamente. Y es que el punto de vista que adopta Ginzburg no es otro que el de la Memoria. Una memoria parcial, claro, pues corresponderá a la visión de la autora sobre el pasado, no a lo que éste fue, pero sí desprovista de sentimentalismos susceptibles de mermar la certeza de la recreación.

¿Y cómo se logra esta "comunión" con los recuerdos? Mediante las palabras. En el léxico que creamos para comunicarnos con nuestros seres más cercanos reside parte de lo vivido, de lo que fuimos y seguramente seamos.

Consciente, como lo fueron Chéjov y Proust, de que la cifra de nuestra existencia reside en "lo pequeño", Natalia Ginzburg nos muestra con increíble viveza e ingenio, con un estilo reflexivo pero de extrema sencillez, el recuerdo de lo cotidiano, el terreno en el que la historia de una sociedad y la de los individuos que la forman se pasean en zapatillas de andar por casa. Lo consigue desenterrando el lenguaje doméstico, revelando cómo éste crea vínculos entre las personas, cómo se convierte en la materia prima de la memoria. En suma, Natalia Ginzburg, nacida Levi, nos redescubre, con inconmensurable talento, el idioma de todos.

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