Está comprobado: en ciertos círculos (o grupúsculos) sociales habitados por cinéfilos, mitómanos, eruditos a la violeta, esnobs y algún que otro entendido de verdad, el concepto de "nuevo cine coreano" provoca como mínimo exultantes aullidos de placer. ¿Es para tanto? Si bien, como en todos los fenómenos cinematográficos recientes, siempre existe un cierto porcentaje de impostura, hay que reconocer que los vecinos meridionales del fallecido Kim Jong-il llevan, desde hace algo más de una década, exportando un cine interesantísimo.
Directores como Kim Ki-duk, Bong Joon-ho, Park Chan-wook o Kim Ji-woon irrumpieron en el panorama festivalero con propuestas que, en rasgos generales, revisaban archiconocidos códigos genéricos (especialmente el thriller) otorgándoles un aura decididamente personal y atrevida. Propio de estos realizadores es abordar complejas disquisiciones éticas e incluso metafísicas con una puesta en escena que no ahorra imágenes de extrema crueldad y violencia. Casos paradigmáticos de la tendencia serían La isla de Kim Ki-duk, Oldboy de Park Chan-wook o I saw the devil de Kim Ji-woon. La fórmula resultó.
El último en sumarse a la lista ha sido Na Hong-jin, cuya ópera prima Chugyeogja o The Chaser (2008), -traducible como El perseguidor- se hizo un hueco entre las películas más taquilleras de su país y entre los thrillers más alabados internacionalmente durante los últimos años. Era natural que se depositasen grandes expectativas en su siguiente película, cuyo estreno mundial acogió el festival de Sitges, donde se la recibió con disparidad de críticas, y el (merecido) premio a la mejor dirección. The Yellow Sea (o Hwanghae, 2010) confirma la valía de Na Hong-jin como director, y apunta algunas obsesiones autorales, guarda diferencias muy llamativas con su anterior filme, al que, creo yo, no iguala ni mucho menos supera. No perderé mucho espacio comparando ambas películas, puesto que The Chaser ya ostenta en este blog una estupenda reseña a cargo de David Muela.
Aquí va la sinopsis: un taxista joseonjok (chino de raíces coreanas), habitante de la deprimida Yanji, debe dinero a la mafia local. Su mujer, que ha marchado a Corea del Sur supuestamente en busca de trabajo (el visado de viaje es la causa principal de la ruina del protagonista), no da señales de vida. Encargado de mantener a su hija, Gu-nam (que así se llama nuestro héroe) acepta el encargo de viajar de incógnito a Corea del Sur para matar a un hombre, tras lo cual saldará su deuda. Pero (evidentemente) nada, absolutamente nada, va a salir bien.
Con los elementos ya en juego, comienza la matanza. Y menuda carnicería, señores. Como en todo thriller coreano que se precie, la fatalidad hace caer a los personajes como fichas de dominó, en este caso bajo el enorme arsenal de armas blancas exhibidas a lo largo de la película: hachas, cuchillos de cocina, tuberías oxidadas e incluso huesos de cordero sirven como instrumentos ejecutores en un mundo donde la condición humana se parangona con la de un cánido o un bóvido, y donde una vida no vale más que el precio que se ha pagado por "adquirirla". (No es casualidad que el primitivo y salvaje lumpen retratado en la película utilice sólo armas blancas, frente al uso exclusivo de armas por parte de la civilizada -y muy torpe- autoridad competente).
La película, tras una primera hora repleta de tensión y escenas memorables (se lleva la palma la planificación del asesinato, mostrada sin recurrir a explicaciones verbales), sumerge a su protagonista y a los espectadores en un violento tren de la bruja de creciente paroxismo. Es a partir de su segundo tramo, con la introducción de la sangre, la acción desenfrenada y los distintos puntos de vista, cuando el filme empieza a tambalearse. No sólo porque la compleja trama alberga ciertas trampas y alguna que otra concesión al tópico (esas confesiones justo antes del último suspiro...), sino porque las trepidantes escenas de acción saben muchas veces a gratuidad, y tienen la facultad de suspender la veracidad de la historia. Me explico: tras el esbozo casi hiperrealista del primer tramo de metraje, las violentas vicisitudes en que se ven envueltos los personajes terminan por hacer enarcar la ceja a más de uno. ¿Cómo es posible que un simple taxista sobreviva a tal montón de cuchilladas, hachazos, caídas, atropellos, balazos, saltos mortales y demás pruebas hercúleas, o que un solo mafioso ataviado con un arma blanca sea capaz de cepillarse a una docena de rivales igualmente armados, o que todos ellos escapen siempre de la policía? Aun aceptando las convenciones del género, y reconociendo que ese exceso ya estaba en otras películas, como la citada Oldboy, (Na Hong-jin dice inspirarse en Kill Bill) esta violencia espectacular choca sobremanera con el fondo naturalista del relato.
Sin embargo, muchos son también los puntos positivos. Para empezar, toda esta acción aparatosa está muy bien dirigida. Los 150 minutos de metraje se pasan en un suspiro. Na Hong-jin sabe crear tensión y da a la historia un tremendo empuje, dota a su criatura de una caligrafía fílmica con predominancia de las elipsis brusca y el jump-cut, del montaje entrecortado y la fotografía de tonos grisáceos. Sólo algunas secuencias de acción patinan levemente por la atrofia de planos y movimientos espasmódicos de cámara, que acercan estos tramos a la praxis habitual del actioner estadounidense (véase Michael Bay). Eso sí, el espectador de seguro no hallará respiro durante casi tres horas. Muy interesantes son los apuntes que la película hace sobre la corrupta y aparentemente apacible sociedad ultra-capitalista coreana, en la que incluso los hombres-insignia del país (deportistas, banqueros, empresarios) están salpicados por la podredumbre. Loable es el empeño de Na Hong-jin de hacer hincapié en asuntos muy poco vistos en el cine oriental, como la inmigración ilegal, los núcleos de pobreza extrema, la inoperancia policial y política.
Escribía antes que en ocasiones la película se asemejaba peligrosamente a ciertos tics penosos del cine USA. Si The Yellow Sea no se transforma finalmente en un típico producto de acción de factura hollywoodense es por varias razones. La primera, porque tanta acción no oculta que estamos ante una historia poblada por unos personajes muy interesantes: aquí reside una de las grandes bazas del filme, que es ver a los protagonistas de The Chaser encarnando de nuevo los papeles principales, antagonista uno del otro, pero, en una suerte de paralelismo en equis, con los roles intercambiados. Tanto Ha Jung-woo (el taxista) como Kim Yun-seok (el mafioso) se lucen en sus interpretaciones. La segunda razón que diferencia The Yellow Sea de otros intentos de cine de acción es su fondo nihilista, profundamente amargo. (No extraña que, en una entrevista, su director y guionista declare que el ser humano es malo por naturaleza). Na Hong-jin no hace un vacuo ejercicio de puesta en escena, sino que partiendo del molde, elabora un discurso social muy crítico y teje un tapiz sobre la debilidad y la maldad humanas, ayudándose del patetismo o la repulsión de muchas de sus situaciones, así como del humor negro. Una suerte de toque Coen a la coreana, vamos. Aquí no hay buenos. Sólo depredadores, o pobres desesperados que tienen todas las papeletas para transformarse en un monstruo más. El mundo es un matadero, y las acciones más nimias pueden desencadenar las consecuencias más terribles.
Si tienen el estómago suficiente, no duden en sumergirse en esta frenética demostración de lo que los coreanos (del sur) son capaces de hacer. Indiferente no les dejará.
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