La condición de barómetro de la oferta cultural madrileña (y aledaños) que los operarios de este blog se han (auto)impuesto exige que el que esto escribe dedique al menos unas líneas a algunos de los eventos susceptibles de animar el panorama estival de esta ciudad azotada por la implacable canícula. Puestos a ello, merece la pena reseñar dos raras avis, procedente de Francia una, de Dinamarca la otra, y que, por el momento, permanecen en cartelera.
Ambas películas acceden al espectador español con retraso, dos años en el caso de la cinta francesa y cuatro (¡) en el de la danesa. Ambas pertenecen a autores con predicamento en los circuitos internacionales, aunque dentro de nuestras fronteras no han gozado de las mieles de éxito. Ambos cineastas, Claire Denis por la parte gala y Thomas Vinterberg por la escandinava, representan una forma de hacer cine que, por sus peculiares opciones estilísticas y su fuerte carga personal, resulta radicalmente opuesta a los postulados del cine convencional. Las similitudes acaban aquí (no pretendo hacer un sesudo análisis en el que, mediante conceptismos retóricos varios, demuestre que ambos filmes vienen a estar hermanados): la temática y el estilo de ambas creaciones son ostensiblemente diferentes, así que los reseñaré por separado.
El estilo de Thomas Vinterberg se caracteriza, paradójicamente, por la asunción de diversos riesgos y estrategias formales en cada uno de sus trabajos. Catapultado a la fama gracias a esa mezcla de ofensiva autoral y operación de marketing que fue Dogma 95, al que contribuyó con la inmensa y escalofriante Celebración (Festen, 1998), Vinterberg ha desarrollado una carrera sumamente interesante, quizás porque inmediatamente abandonó los planteamientos del movimiento al que ayudó a dar renombre. Sin embargo, el éxito de su experiencia Dogma le fagocitó, y ninguno de sus filmes ha logrado el aplauso unánime de crítica y público conseguido anteriormente. Y eso que sus propuestas, aunque nunca redondas, son muy estimulantes: una entrega de ciencia-ficción realista con It's all about love (2003) y una especie de parábola que guarda ciertas concomitancias con el Dogville de su colega y compatriota Von Trier, Querida Wendy (Dear Wendy, 2005). Su última película es Submarino (2010), un sobrecogedor drama con ribetes de cine negro, muy bien llevado, y que le ha reconciliado con gran parte de crítica y público. Pero antes, Vinterberg había vuelto a Dinamarca tras su peregrinaje norteamericano y se había volcado en una sencilla historia cómica, reverso (casi)optimista de Festen: Cuando un hombre vuelve a casa (2009), que es la película traída aquí a colación.
Este tanteo con un tratamiento algo más ligero de sus perennes obsesiones, a saber, la familia como campo de batalla, con especial atención a las relaciones paterno-filiales, el deseo y la dificultad de redención... tiene en ocasiones cierta gracia, e incluye ciertas escenas que hermanan muy bien el realismo desmañado con la sutil comicidad. Sin embargo, Vinterberg parece no decidirse por el tono de su película, que oscila entre el pequeño apunte humorístico, el drama bufo y la comedia negra-grotesca, sin alcanzar armonía. La propia puesta en escena parece indecisa entre la elaboración y cierta dejadez formales. A ello contribuye la fotografía del habitual de Vinterberg, Anthony Dod Mantle, que realiza un trabajo de iluminación impecable, a veces demasiado: si bien la captación de los paisajes de la costa báltica en verano destaca por su preciosismo y plasticidad, en ocasiones, y parafraseando un comentario de la persona que tuvo a bien acompañarme al cine, "parece que le haya dado por hacer un anuncio de cereales". Vinterberg se empeña en puntear este pictoricismo con eventuales zooms repentinos, desenfoques, tomas con extrañas angulaciones... Este trabajo de cámara, junto con la ambientación, a veces realistas "a lo Dogma", a veces muy elaborados, crean esa sensación de no saber qué estamos viendo exactamente, si una comedia ligera, dramática o un experimento hibridatorio algo chungo. Quedan, al menos, una historia de reconocimientos paterno-filiales y enredos sexuales varios, en lo que podría ser la línea de un Plauto actual (es decir, nada nuevo, pero tampoco desagradable), y algunos personajes jugosos (el espiritual jefe de cocina y el histérico gerente del hotel, ambos hilarantes). No es, en suma, un Vinterberg perfecto (Submarino vendría después), pero mucho cine que a día de hoy está en los escaparates tampoco lo es y tiene más éxito. Conviene darle una oportunidad.
(Continúa en el siguiente post).
El estilo de Thomas Vinterberg se caracteriza, paradójicamente, por la asunción de diversos riesgos y estrategias formales en cada uno de sus trabajos. Catapultado a la fama gracias a esa mezcla de ofensiva autoral y operación de marketing que fue Dogma 95, al que contribuyó con la inmensa y escalofriante Celebración (Festen, 1998), Vinterberg ha desarrollado una carrera sumamente interesante, quizás porque inmediatamente abandonó los planteamientos del movimiento al que ayudó a dar renombre. Sin embargo, el éxito de su experiencia Dogma le fagocitó, y ninguno de sus filmes ha logrado el aplauso unánime de crítica y público conseguido anteriormente. Y eso que sus propuestas, aunque nunca redondas, son muy estimulantes: una entrega de ciencia-ficción realista con It's all about love (2003) y una especie de parábola que guarda ciertas concomitancias con el Dogville de su colega y compatriota Von Trier, Querida Wendy (Dear Wendy, 2005). Su última película es Submarino (2010), un sobrecogedor drama con ribetes de cine negro, muy bien llevado, y que le ha reconciliado con gran parte de crítica y público. Pero antes, Vinterberg había vuelto a Dinamarca tras su peregrinaje norteamericano y se había volcado en una sencilla historia cómica, reverso (casi)optimista de Festen: Cuando un hombre vuelve a casa (2009), que es la película traída aquí a colación.
Este tanteo con un tratamiento algo más ligero de sus perennes obsesiones, a saber, la familia como campo de batalla, con especial atención a las relaciones paterno-filiales, el deseo y la dificultad de redención... tiene en ocasiones cierta gracia, e incluye ciertas escenas que hermanan muy bien el realismo desmañado con la sutil comicidad. Sin embargo, Vinterberg parece no decidirse por el tono de su película, que oscila entre el pequeño apunte humorístico, el drama bufo y la comedia negra-grotesca, sin alcanzar armonía. La propia puesta en escena parece indecisa entre la elaboración y cierta dejadez formales. A ello contribuye la fotografía del habitual de Vinterberg, Anthony Dod Mantle, que realiza un trabajo de iluminación impecable, a veces demasiado: si bien la captación de los paisajes de la costa báltica en verano destaca por su preciosismo y plasticidad, en ocasiones, y parafraseando un comentario de la persona que tuvo a bien acompañarme al cine, "parece que le haya dado por hacer un anuncio de cereales". Vinterberg se empeña en puntear este pictoricismo con eventuales zooms repentinos, desenfoques, tomas con extrañas angulaciones... Este trabajo de cámara, junto con la ambientación, a veces realistas "a lo Dogma", a veces muy elaborados, crean esa sensación de no saber qué estamos viendo exactamente, si una comedia ligera, dramática o un experimento hibridatorio algo chungo. Quedan, al menos, una historia de reconocimientos paterno-filiales y enredos sexuales varios, en lo que podría ser la línea de un Plauto actual (es decir, nada nuevo, pero tampoco desagradable), y algunos personajes jugosos (el espiritual jefe de cocina y el histérico gerente del hotel, ambos hilarantes). No es, en suma, un Vinterberg perfecto (Submarino vendría después), pero mucho cine que a día de hoy está en los escaparates tampoco lo es y tiene más éxito. Conviene darle una oportunidad.
(Continúa en el siguiente post).
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