domingo, 21 de noviembre de 2010

"El alcalde de Zalamea", de Calderón de la barca. Recuperación del villano.


La de villano ha sido una palabra de aciago destino. Mucha gente identificará el vocablo con el rol del "perverso malvado". Nada que ver con su significado primigenio, que es simplemente el de "habitante de una villa". Es decir, un labrador, un pastor, un campesino, todo aquel que vivía en las pequeñas poblaciones rurales y que carecía de título nobiliario o trato social preferente. Otra de las pruebas de la absoluta tiranía del lenguaje y de su subordinación al poder, que destina un cómodo significado a noble, mientras hunde en los abismos semánticos a villano. Pero más allá de las resonancias foucaultianas que pueda tener este caso, centrémonos en el tema de este post, que viene a propósito de la reposición en nuestras tablas de El alcalde de Zalamea (1636), por la Compañía Nacional de Teatro Clásico.

No es habitual en este blog recurrir al Siglo de Oro español como tema principal, como tampoco el escribir necrológicas o reseñar cómics manga, pero allá vamos. El alcalde de Zalamea cuenta la historia del rico labrador Pedro Crespo, residente junto con su hijo y su hija en la localidad extremeña del mismo nombre, que durante una jornada debe alojar a los soldados de don Lope de Figueroa, destinados a la campaña de Portugal. En lo que hoy se conocería como un "argumento de invasión del hogar", Crespo se verá en un aprieto cuando un capitán canalla, pendenciero, donjuán y bravucón, Álvaro de Ataide, decida seducir y violar a su hermosa hija. Agraviado su honor, el de su hija y el de toda su familia, Pedro Crespo se verá obligado a actuar contra don Álvaro, ignorando las diferencias sociales en forma de privilegios ante la ley que protegen al capitán. En su afán por que se haga justicia (la cosa no va de venganza personal, ojo) le vendrá al pelo que sea nombrado alcalde por el concejo de Zalamea, con motivo de organizar la mejor bienvenida posible al rey Felipe II, que se dispone a visitar la villa.

El autor, don Pedro Calderón de la Barca, desarrolla un clásico drama de honor, subgénero predilecto en la época, con la particularidad de incluir el tema de las diferencias sociales. La obra rompía moldes en la España de entonces al presentarnos a un simple villano (por muy rico que sea, su casta es la que es) tomándose justicia sobre un noble de alta categoría, miembro del ejército para más inri. Y lo peor de todo, ese noble tiene pocos atributos que le hagan simpático al público, mientras que el espectador sólo puede admirar a Crespo y a su familia, y comprende sus acciones, por muy extremas que sean. Los villanos no son presentados como simples figuras cómicas o aderezos a la acción de los personajes de alta alcurnia. Son gente digna, orgullosa de sus orígenes, con sus miserias y sus simpatías, como todo hijo de vecino (o si se prefiere, de villano). Pedro Crespo es el perfecto modelo calderoniano del hombre sencillo, apacible, apegado a la tierra y a sus costumbres, compendio de sabiduría popular, pacífico y solícito con todo el mundo, pero que no tolera que le tosan. Porque importante es servir a los superiores, pero el honor... eso no se toca. Crespo no lo puede expresar mejor: "Al Rey la hacienda y la vida / se ha de dar; pero el honor / es patrimonio del alma / y el alma sólo es de Dios".

No obstante, maticemos algunas cosas. Como se puede adivinar en el fragmento, Calderón vive en la época que vive, no es Robespierre, y no llega a los extremos que el Fénix de los Ingenios, un espíritu mucho más libre, alcanzó en su Fuenteovejuna (1619). Don Pedro no dice que los nobles sean malos, sino que hay casos perdidos, y no atribuye al pueblo fuerza revolucionaria alguna: al final, el Rey siempre tendrá la última palabra. Nuestro dramaturgo quiere darnos más bien su ideal de justicia, que en cierto modo, va más allá de los cánones sociales. Pedro Crespo actúa con justicia, aunque para ello se salte conscientemente la norma legal. De nuevo nos sale al paso el conflicto de Antígona. Pero lo que yo destacaría de la pieza es la dignificación que hace de la figura del hombre sencillo, frente a las corruptelas de la clase alta. El héroe es en esta ocasión una figura del pueblo, con todas sus virtudes y todos sus defectos, un auténtico tipo del fondo (porque en el esquema de las sociedades estamentales, los campesinos estaban destinados, sin lugar a dudas, a ser tipos del fondo), que reclama su parcela de respeto, su autonomía, su dignidad. Reivindica su lugar, su entereza frente a la tiranía, su naturaleza humana, al fin y al cabo. "Que no hubiera capitán / si no hubiera labrador", dice uno de los personajes. Para la época, es un avance.

Todo esto pude observarlo en la representación de la obra que hizo la CNTC en el teatro Pavón de Madrid, bajo la dirección de Eduardo Vasco, con un plantel de actores magnífico, entre los que me gustaría destacar a Joaquín Notario mimetizado en el papel protagonista (Notario es Pedro Crespo, sin ambages), a Eva Rufo en el rol de Isabel, la hija, y a David Lorente como el gracioso soldado Rebolledo. Ellos y la minimalista escenografía obligan al espectador a meterse de lleno en la historia y en el fuerte conflicto de sus personajes.

Pero nada de esto habría sido posible sin un gran texto en el que sostenerse. Porque, y ya sé que no descubro la pólvora al decirlo pero ahí va, Calderón escribía condenadamente bien. Son realmente impresionantes, conmovedores y plenos de dramatismo pasajes como el monólogo de un enfebrecido don Álvaro justificando su pasión por una villana, la narración de Isabel tras haber sido raptada y violada, los consejos de Pedro Crespo a su hijo cuando éste parte a la guerra, o los duelos dialécticos de aquél con don Lope de Figueroa, jefe del destacamento militar (por cierto, personaje real), los cuales desembocan en una relación de "colegueo" entre dos personas de muy diferentes estratos, cuyas últimas consecuencias podríamos rastrear en las típicas buddy-movies norteamericanas (perdón por la comparación). La habilidad de Calderón en la construcción dramática se hace patente, pero la fuerza del texto es indescriptible. La obra, escrita en verso, como manda la tradición, fluye a ritmo de romances, redondillas y silvas, todos ellos hermosamente escritos, tan pronto rítmicos y contundentes, como serenos y repletos de sutileza. Calderón siempre fue dramaturgo, pero se le debe reconocer como uno de los mayores poetas de toda la Literatura.

Por todo ello, recomiendo la obra y por supuesto, su montaje. Pero, tempus fugit, el plazo acaba a mediados de diciembre. Apresúrense, disfruten con Calderón y con ese hombre sencillo pero orgulloso de sí mismo que es Pedro Crespo. Reivindiquen al villano. Corran, acudan, no pierdan ocasión de ver esta maravilla. Y que el Señor sea con vuesas mercedes.

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