Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, concretamente finales de los años 50, la sociedad occidental asistía atónita al aumento histórico de la demanda de clases de polaco entre las féminas. No es broma, no se asuste el lector. Esto fue real, y tiene su explicación. El culpable de esta repentina oleada de filo-eslavismo no era otro que Zbigniew Cybulski. ¿No les suena mucho, no? Resulta que este joven de nombre difícilmente pronunciable para aquellos poco familiarizados con la lengua polaca, era conocido como "el James Dean del Este."
Como el meteórico Dean, Cybulski era actor, estiloso, rebelde, especializado en personajes tan vivaces como conflictivos, y para colmo estaba destinado a morir en accidente, aunque esta vez de tren. Su capacidad imantadora para con el bello sexo provocó que bastantes jovencitas decidiesen aprender polaco para pronunciar su exótico nombre. La película que le catapultó a la fama internacional fue Cenizas y diamantes (1958). Dirigida por Andrzej Wajda, era el colofón de una gran trilogía de este mismo cineasta sobre la 2ª Guerra Mundial en Polonia, compuesta además por las estupendas Generación (1954) y Kanal (1956). El tríptico abordaba los temas de la guerra y la juventud, con una mezcla de realismo social, thriller, romance y acción bélica. Todo ello pasado por el filtro del comunismo que por entonces imperaba en Polonia. El cóctel puede parecer estomagante, pero milagrosamente deja un más que agradable sabor de boca. El cenit de la trilogía se alcanzó con la ya citada Cenizas y diamantes.
La película cuenta la historia de Maciek (Cybulski), un joven nacionalista polaco al que, el día de la rendición alemana, se le encarga el asesinato de un importante líder comunista. Alojado en el mismo hotel que su objetivo, los planes e ideas de Maciek se ven trastocados cuando se enamora de una bellísima camarera, y se plantea la posibilidad de vivir simplemente su vida, sin subordinarse a ideología alguna. Mientras, en los salones del hotel y en la calle asistimos al nacimiento de un nuevo Estado. ¿Mejor, peor? El tiempo lo dirá. La habilidad de Wajda para no caer en el panfleto comunista, dejar caer veladas críticas al régimen de su país y de paso sortear la censura, son cuanto menos encomiables. Pero la cosa va más allá. Wajda no se limita a la alegoría política. Sus personajes son de carne y hueso, profundamente románticos, con conflictos perfectamente entendibles por cualquiera, sea afiliado a la ideología que sea. La fatalidad del destino, el porqué de nuestros actos, la redención que supone el amor, los ardores e impetuosidades de la juventud... todo ello es retratado por nuestro demiurgo polaco con un estilo que oscila entre el expresionismo más barroco y el naturalismo, sin resultar para nada cargante. Las formas del thriller dominan la puesta en escena, mientras Cybulski se pasea, casi siempre embutido en sus gafas de sol, derrochando carisma y logrando una interpretación tan intensa como icónica. Con razón la película le convirtió en un mito de la época.
Pero en 1967 se le acabó el chollo. No así a Wajda. Murió su actor predilecto, pero él siguió regalando cine del bueno, con películas como La tierra de la gran promesa (1975) El hombre de mármol (1977) o Danton (1982), hasta la reciente Katyn (2007). Pero su fama se ha ido devaluando. ¿Por qué? Su cine, ejemplo de insuperable puesta en escena, adopta muchas veces los temas históricos y políticos como coartada. Y eso está pasado de moda. Tantas películas basura con mensaje político han conseguido que público y crítica metan a grandes figuras como Costa-Gavras o el propio Wajda en el saco del panfleto y la demagogia fílmicos. Ya no se llevan las películas de denuncia, aquellas en las que se hace cine político del bueno, aportando una necesaria visión de izquierdas (término que hay que usar con cuidado en el caso de Wajda, un tipo muy crítico con muchos postulados marxistas). La denuncia se tacha fácilmente de maniqueísmo, y la visión de izquierdas, de comunismo autista. Una pena. En fin...
Por otra parte, hay que señalar que Wajda es la punta del iceberg de toda una generación de cineastas polacos que marcaron un hito en la historia del cine, además de convertir a su país en fuente de prestigio, como hoy ocurre con el cine coreano o con el sudamericano. Directores muy recuperables como Jerzy Kawalerowicz (Madre Juana de los Ángeles, 1961) Andrzej Munk (La pasajera, 1963), o Wojciech Has (Manuscrito encontrado en Zaragoza, 1965), copaban la atención de la crítica y eran niños mimados a la vez que invitados obligatorios de los más prestigiosos festivales. Hoy han caído en el olvido. Y es que llegaron la "Nouvelle Vague" y el cine italiano de los 60, y pasó lo que pasó. Así que del prestigio del cine polaco quedan, si exceptuamos al peregrino Roman Polanski, más cenizas que diamantes.
Para hacer algo de justicia, convendría recuperar a Wajda y a los otros directores citados. Seguramente no se revivirá la pasión femenina por la lengua polaca, pero nunca está de más descubrir a una generación de estupendos cineastas, con cosas interesantes que contar y suficiente estilo como para captar a los espectadores. Creadores de mitos, comprometidos, innovadores. Sin duda, con una manera fascinante de entender el cine .
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