Elizabeth Smart (1913-1986), canadiense adinerada y hermosa, descubrió a George Barker a través de sus poemas durante su estancia en Londres con 24 años. Motivo suficiente para enamorarse y decidir que sería el hombre de su vida. Tres años después se conocerían personalmente, tras la búsqueda incesante de Smart, a pesar de que Barker ya estaba casado y su catolicismo le impediría renegar de su familia. Vivirían un romance ilícito, tendrían hijos y pondrían fin a una relación tormentosa y autodestructiva que para ella nunca cicatrizó.
La historia fue trasladada al papel por Elizabeth Smart en En Grand Central Station me senté y lloré (1945), mientras se encontraba embarazada por primera vez. Novela adelantada a su tiempo y sepultada en seguida al olvido por su erotismo pagano, el carácter proeuropeo de Smart chocaba con el conservadurismo americano y las normas reguladoras de la época, freno ante el arrebato permanente de la pasión por un hombre casado (leitmotiv del relato), en un amour fou que alcanza su memorable culminación con la detención policial de los amantes en la frontera, repugnante triunfo del orden y la moral mal entendida.
El texto supone un alegato desgarrado en defensa del amor absoluto y universal en un mundo programado en el que todavía no hay espacio para algunas palabras criminales y el ritmo de las certezas. ¿Usted no cree en él? se pregunta Smart ante el fracaso. Más de 65 años después y evolucionada la recepción de la obra, su aullido está considerado un himno al amor y a la supremacía de este sobre el resto de emociones humanas, albergadas en el delirio de poder que ejerce, lo que conduce a una adicción patológica y devastadora con todos sus síntomas y consecuencias.
Canto de liberación femenina, de mentalidad renovada y fuerte personalidad, pese a seguir una vida cotidiana y ofrecer un breve muestrario productivo, Smart sitúa su pensamiento en paralelo al de muchas otras artistas e intelectuales de primera mitad de siglo partícipes de movimientos de vanguardia, como Gertrude Stein, Virginia Woolf, Djuna Barnes, Natalie Barney o Jean Rhys.
Elisabeth Smart |
Muestra de tradición y vanguardia, constituye un escrito de riquísima intertextualidad, con paradas bíblicas (desde el propio título) y mitológicas, alusiones a clásicos grecolatinos y humanistas, y especialmente un deslumbrante recorrido por la tradición poética inglesa, en permanente diálogo desde el periodo isabelino con Shakespeare y Marlowe hasta el giro modernista, contemporáneo en la fecha en que se inscribe la novela, pasando por los poetas metafísicos del siglo XVII (Herbert, Marvell), el impacto revolucionario de John Milton, el romanticismo de Blake, Wordsworth o Robert Southey, el reflejo de la sociedad victoriana (Hopkins, Beddoes) o el misticismo de Francis Thompson. El tejido literario que concentra Smart es el ejemplo absoluto de como la literatura trasciende y transforma la experiencia personal. En su caso, metamorfoseada ya con el mundo contemporáneo, entendiendo y vivificándolo a través del mencionado intertexto en una fusión carente de límites, tanto literarios como humanos.
El mejor ejemplo de vigencia e innovación, trasladado al lenguaje musical, es el caudal de inspiración que supuso para el imaginario de Morrisey y sus Smiths, convirtiendo pasajes concretos de la obra en incontestables éxitos de la cultura popular (What the said, Well i wonder o Reel around the fountain).
Publicada en España por la Editorial Periférica, En Grand Central Station me senté y lloré abrió en 2009 la colección Largo Recorrido, serie que daría cabida meses más tarde a la continuista Los pícaros y los canallas van al cielo (1978). Tras un largo silencio editorial, Smart recuperaba su obsesión emocional situándose en el Londres de postguerra. Se nos presentaba ahora como madre soltera y desgastada, redactora de artículos y anuncios, perdida en sus pesares cotidianos entre andenes de metro y colas en el mercado, en un discurso si cabe más solitario e infernal, asumiendo en un ejercicio autocrítico las secuelas del frenesí con un profundo hastío y la carga de aquel amor de pasos erróneos, cuatro hijos no deseados que la arrastran sola contra el mundo hacia la mediocridad que tanto desprecia, la de la pérdida de fe, desesperanza y ausencia de pasión.
Es el lamento de la mujer en su condición histórica de subordinación al hombre desde el único punto de vista posible, el de la feminidad moderna, liberada y ambiciosa, que no ha salido indemne de un mundo en el que todavía no encaja. Y también es, apagando ya la eternidad del instante (único y colosal, único tiempo de existencia y verdad) concedido por la fuerza de aquel amor más poderoso que la muerte narrado en su primera novela, algo tan universal como inevitable, la evolución de plenitud de un deseo hacia otro de aceptación mucho más vulgar, deforme y fracasado, guiado por la inercia, despegue definitivo del dolor esclavizador que deja paso a la comodidad que conduce al fin.
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